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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (69 page)

BOOK: El médico
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Había espectadores, pero aun era temprano para que una densa muchedumbre bordeara las calles; la carrera iba a durar todo el día, y la mayor parte del público acudiría más tarde. Al pasar por la madraza, levantó la vista hacia el tejado alargado del
maristan
de una sola planta, donde la mujer que le había dado el amuleto —había un mechón de sus cabellos en la bolsita— estaría presenciando el
chatir
, pues su marido le había dicho que conseguiría acomodarla allí. No estaba, pero en la calle, delante del hospital, había dos enfermeras gritando «¡
Hakim
! ¡
Hakim
!». Karim las saludó con la mano, sabiendo que para ellas era una decepción verlo ocupar el último puesto.

Siguieron a través de los terrenos de la madraza, en dirección a la
maidan
central, donde habían levantado dos grandes tiendas abiertas. Una para los cortesanos, alfombrada y adornada con brocados, donde una serie de mesas contenían una gran diversidad de ricas vituallas y vinos. La otra tienda, destinada a los corredores plebeyos, ofrecía pan,
pilah
y sherbet, y no parecía menos acogedora, por lo que la carrera perdió casi la mitad de sus participantes, que cayeron sobre el tentempié, lanzando gritos de alegría.

Karim estaba entre los que siguieron corriendo al pasar por las tiendas. Rodearon los postes de piedra del juego de pelota y plato, y emprendieron el regreso a la Casa del Paraíso. Ahora eran menos e iban más separados; Karim tenía lugar para fijar la pauta de su ritmo.

Había opciones y preferencias. Algunos seguían apretando el paso las primeras vueltas para aprovecharse del fresco matinal. Pero Zaki-Omar le había transmitido a Karim que el secreto para cubrir largas distancias consistía en seleccionar un ritmo que se llevaría su última chispa de energía en la culminación, y que había que atenerse a ésa velocidad invariablemente. Karim logró ajustarlo a la regularidad y el ritmo perfectos de un caballo al trote. La milla romana abarcaba mil pasos de cinco pies, pero Karim daba unos mil doscientos pasos por milla, cubriendo aproximadamente poco más de cuatro pies en cada paso. Mantenía la columna vertebral perfectamente recta y la cabeza en alto. El
plaf-plaf-plaf
de sus pies contra el suelo, al ritmo elegido, era como la voz de un viejo amigo.

Ahora empezó a adelantar a algunos corredores, aunque sabía que en su mayoría no participaban en serio en la prueba, y corría cómodamente al llegar a las puertas del palacio y recoger la primera flecha para dejarla caer en su carcaj

Mirdin le ofreció bálsamo para que se frotara la piel como protección de los rayos del sol —que Karim rechazó —y también agua, que bebió agradecido aunque con moderación.

—Ocupas el puesto cuarenta y dos —dijo Jesse.

Karim asintió y volvió a partir.

Ahora corría a plena luz del día, y el sol estaba bajo, pero ya picaba, anunciando inconfundiblemente el calor que se avecinaba. No era inesperado. En ocasiones Alá era bondadoso con los corredores, pero casi todos los
chatirs
se convertían en autenticas ordalías bajo el rigor del sol persa. Los puntos culminantes de las proezas atléticas de Zaki-Omar habían sido dos segundos puestos en dos
chatirs
, uno cuando Karim tenía doce años y otro después de cumplir los catorce. Recordaba su propio terror al ver el agotamiento en la cara colorada de Zaki y sus ojos desorbitados. Zaki corría tanto tiempo y tan lejos como podía, pero en ambas carreras hubo un corredor que corrió más tiempo y más lejos que él.

Ceñudo, Karim apartó estos pensamientos de su mente.

Las elevaciones del terreno no presentaron más dificultades que en la primera vuelta, y las ascendió casi sin reparar en ellas. Las multitudes eran cada vez más densas en todas partes, pues aquella era una hermosa mañana soleada y día festivo en Ispahán. Casi todos los comercios estaban cerrados y había gente de pie o sentada a lo largo de la ruta: los armenios juntos, los indios juntos, los judíos juntos, las sociedades eruditas y las organizaciones religiosas, aglomeradas.

Cuando Karim llegó otra vez al hospital y no vio a la mujer que le había prometido estar allí, sintió una punzada. Tal vez en el último momento su marido le había prohibido asistir.

Había un núcleo compacto de espectadores delante de la escuela, y todos lo arengaron y vitorearon.

Cuando se acercó a la
maidan
, observó que el frenesí era semejante al de los jueves al atardecer. Músicos, malabaristas, esgrimidores, acróbatas, danzarines y magos actuaban ante un público nutrido, mientras los corredores rodeaban la parte exterior de la plaza prácticamente sin que nadie se fijara en ellos.

Karim empezó a adelantar a adversarios agotados que se habían echado o sentado al borde del camino.

Al recoger la segunda flecha, Mirdin intentó una vez más darle un ungüento para que se protegiera la piel, pero rehusó, aunque íntimamente se avergonzó, pues sabía que el ungüento era antiestético y quería que ella le viera a cuerpo descubierto. Se lo aplicaría él si lo necesitaba, pues había acordado que en esa vuelta Jesse comenzaría a seguirlo montado en su caballo castaño.

Karim se conocía: aquel era el momento en que su ánimo se veía sometido a prueba, pues invariablemente se acongojaba al superar las veinticinco millas romanas.

Los problemas se presentaron casi como si estuvieran programados.

A la mitad de la cuesta de la avenida de los Mil Jardines, notó que tenía un punto en carne viva en el tobillo derecho. Era imposible resistir tan larga carrera sin dañarse los pies, y sabía que no debía hacer caso de la incomodidad, pero poco después se le sumó el dolor de un agarrotamiento en el costado derecho, que creció hasta hacerlo resollar cada vez que su pie derecho tocaba el suelo.

Hizo una seña a Jesse, que llevaba detrás de su silla de montar una bota de piel de cabra con agua, pero el líquido tibio con sabor a pellejo caprino apenas alivió su molestia.

Pero cerca de la madraza divisó de inmediato, en el tejado del hospital, la mujer que esperaba, y fue como si todo lo que lo había perturbado se desvaneciera.

Rob, que cabalgaba detrás de Karim como un escudero que sigue a caballo, vio a Mary al acercarse al
maristan
 e intercambiaron una sonrisa. Con su vestido negro de luto, no habría llamado la atención si no hubiera llevado la cara descubierta, pero las demás mujeres llevaban el pesado velo negro de salir a la calle. Las que estaban en el tejado se mantenían ligeramente apartadas de su esposa, como si temieran ser corrompidas por sus costumbres europeas.

Había esclavos con las mujeres, y Rob reconoció al eunuco Wasif tras una figura menuda que disimulaba su cuerpo con un informe vestido negro. Tenía puesto el velo de crines, pero Rob no pudo de dejar de notar los ojos de Despina ni hacia donde se volvían.

Rob siguió su mirada, que se posó en Karim, y tuvo dificultades para respirar. Karim también había descubierto a Despina y sostuvo con firmeza su mirada. Al pasar cerca, levantó la mano y tocó la bolsita que pendía de su cuello.

A Rob le pareció una declaración lisa y llana a la vista de todos, pero el sonido de la ovación no se modificó. Y aunque buscó con la mirada a Ibn Sina, no lo vio entre los espectadores al pasar por la madraza.

Karim hizo caso omiso del dolor en el costado, hasta que disminuyó, y tampoco prestó atención a la rozadura de los pies. Había llegado el momento del desgaste, y a lo largo del camino había carros tirados por burros cuyos cocheros se ocupaban de recoger a los corredores que no podían seguir adelante.

Tras coger la tercera flecha, Karim permitió que Mirdin lo frotara con el ungüento preparado con aceite de rosas, aceite de nuez moscada y canela.

Volvió amarilla su piel morena clara, pero era una buena protección del sol.

Jesse le masajeó las piernas mientras Mirdin aplicaba el bálsamo, y luego acercó una taza a sus labios agrietados, haciéndole beber más agua de la que deseaba. Karim intentó protestar.

—¡No quiero tener que orinar!

—Estas sudando demasiado para, además, tener que mear.

Karim sabía que era verdad y bebió. Al instante, estaba otra vez corriendo, corriendo, corriendo.

Esta vez, al pasar por la escuela tuvo conciencia de que ella veía una aparición: la grasa amarilla derretida, veteada por chorros de sudor y polvo fangoso.

Ahora el sol estaba alto y abrasaba el terreno, de modo que el calor del camino penetraba el cuero de sus zapatos y le quemaba las plantas de los pies. A lo largo de la ruta había hombres con recipientes de agua, y a veces Karim se detenía para empaparse la cabeza antes de salir disparado, sin dar las gracias ni decir una bendición.

Tras recoger la cuarta flecha, Jesse lo dejó, pero reapareció poco después montado en el caballo negro de su mujer; sin duda había dejado al castrado castaño para que tomara agua y descansara a la sombra. Mirdin aguardaba junto al poste del que colgaban las flechas, estudiando a los demás corredores, de acuerdo con el plan previsto.

Karim seguía corriendo y adelantando a los hombres que se habían derrumbado. Había uno con la cintura doblada en medio del camino, en la actitud de vomitar, aunque sin arrojar nada por la boca. Un indio que murmuraba cojeó hasta detenerse y se quitó los zapatos de una sacudida. Corrió media docena de pasos, dejando la estela roja de sus pies sangrantes, y abandonó serenamente, dispuesto a esperar un carro.

Cuando Karim pasó por el
maristan
en la quinta etapa, Despina ya no estaba en el tejado. Quizá le había asustado su aspecto. Daba igual, porque la había visto, y ahora, de vez en cuando, estiraba la mano y aferraba la bolsita que contenía el grueso mechón de pelo negro que le había cortado con sus propias manos.

En algunos sitios, los carros, los pies de los corredores y los cascos de los animales de los asistentes levantaban una temible polvareda que le cubría las narices y la garganta y lo obligaba a toser. Comenzó a bloquear su conciencia hasta convertirla en algo pequeño y remoto en su interior, que no asimilaba nada, permitiendo que su cuerpo siguiera haciendo lo que tantas veces había hecho.

La llamada a la segunda oración fue un sobresalto.

En toda la ruta, corredores y espectadores se postraron de cara a La Meca. Karim yació tembloroso, pues su cuerpo no podía creer que hubiera una pausa en sus demandas, por breve que fuese. Sintió ganas de quitarse los zapatos, pero sabía que no podía volver a ponérselos con los pies hinchados

Cuando terminaron las oraciones, permaneció inmóvil un momento.

—¿Cuántos?

—Dieciocho. Ahora estamos en plena carrera —respondió Jesse.

Karim volvió a incorporarse, obligándose a correr a pesar del bochorno. Pero sabía que aún no estaba en plena carrera. Las cuestas presentaron dificultades durante la mañana, pero mantuvo el ritmo estable. Aquello era lo peor, con el sol directamente encima de la cabeza, y sabía que lo esperaba una dura prueba. Pensó en Zaki y supo que si no moría seguiría corriendo como mínimo para conseguir el segundo puesto.

Hasta entonces no había pasado por esta experiencia, y un año más tarde quizá su cuerpo fuera demasiado viejo para semejante castigo. Tenía que ser aquel preciso día.

Esta idea le permitió llegar al fondo de si mismo y encontrar fuerzas a donde otros buscaban y no encontraban nada. Cuando deslizó la sexta flecha en su carcaj, se volvió de inmediato hacia Mirdin.

—¿Cuántos?

—Quedan seis corredores —dijo Mirdin; Karim asintió y echó a correr otra vez.

Ahora estaba en plena carrera.

Vio a tres corredores más adelante, a dos de los cuales conocía. Estaba alcanzando a un indio menudo pero de buena planta. A unos ochenta pasos delante del indio iba un joven cuyo nombre Karim ignoraba, aunque lo reconoció como soldado de la guardia palaciega. Y mucho más adelante, aunque lo bastante cerca para identificarlo, había un corredor de nota, al-Harat de Hamadhan.

El indio había reducido la velocidad pero la aumentó cuando Karim se le puso a la par; siguieron avanzando juntos, zancada a zancada. Tenía la piel muy oscura, casi del color del ébano, bajo la que destellaban al sol músculos largos y lisos, mientras se movía.

La piel de Zaki también era oscura; una ventaja para correr bajo el sol ardiente. La de Karim necesitaba el ungüento amarillo: era del color de cuero claro y resultado —decía siempre Zaki— de que a una de sus antepasadas la había cubierto uno de los griegos rubios de Alejandro. Karim pensaba que no era improbable. Había habido una serie de invasiones griegas, conocía a hombres persas de piel clara y a mujeres de pechos blancos como la leche.

Un perro con manchas salió de la nada y corrió al lado de ellos, ladrando. Cuando pasaron por los predios de la avenida de los Mil Jardines, la gente ofrecía tajadas de melón y tazas de sherhet, pero Karim no tomó nada por miedo a los retortijones. Aceptó agua, que puso en su gorro antes de volver a calárselo en la cabeza. Sintió un alivió momentáneo hasta que el sol secó la humedad con asombrosa rapidez.

El indio cogió una tajada de melón, la engulló sin dejar de correr y tiro la cáscara por encima del hombro.

Juntos adelantaron al soldado, que ya estaba fuera de competición, pues llevaba una vuelta de retraso: solo había cinco flechas en su carcaj. Dos líneas de color rojo oscuro bajaban por la pechera de su camisa, desde las tetillas, que ya estaban en carne viva a causa de la fricción. A cada paso, sus piernas se combaban ligeramente a la altura de las rodillas, y era evidente que no correría mucho más.

El indio miró a Karim y le dedicó una sonrisa, mostrando unos dientes muy blancos.

Karim se desalentó al ver que el indio corría cómodamente y que su cara estaba alerta, aunque no parecía exhausto. Su intuición de corredor le indicó que el otro era más fuerte y estaba menos fatigado. Y quizá era más rápido, incluso.

El perro que había corrido con ellos a lo largo de varias millas giró de sopetón y se atravesó en su camino. Karim saltó para esquivarlo y sintió la calidez de su pellejo, pero el perro chocó fuertemente con las piernas del corredor indio, que cayó al suelo.

Cuando Karim se volvió a mirarlo comenzaba a incorporarse, pero se sentó otra vez en el camino. Tenía el pie derecho retorcido; se contempló incrédulo el tobillo, imposibilitado de asimilar que para él la carrera había terminado.

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