Le tocó la cara. Apoyó la palma de la mano en el enorme vientre tibio, palpó los movimientos del niño no nacido y se sintió inundado de compasión y gratitud. Así ocurrirán las cosas, se repitió a sí mismo. Pero no podía decirle cuando ocurrirían.
Rob se había acostumbrado a dormir con el cuerpo acurrucado alrededor de la dilatada dureza de la barriga de Mary, pero una noche despertó al sentir una humedad cálida, y en cuanto se espabiló se vistió deprisa y salió corriendo en busca de Nitka la Partera. Aunque la mujer estaba habituada a que llamaran a su puerta mientras todo el mundo dormía, apareció irritada e irascible, le dijo que se callara y tuviera paciencia.
—Ha roto aguas.
—Está bien, está bien —refunfuñó la comadrona.
En breve salieron en caravana por la calle a oscuras; Rob encabezaba la marcha con una antorcha, seguido por Nitka con un gran saco lleno de trapos limpios, y cerraban la marcha sus dos robustos hijos, protestando y resollando bajo el peso del sillón de partos.
Chofni y Shemuel dejaron la silla junto a la lumbre, como si fuera un trono, y Mitka ordenó a Rob que encendiera el fuego, porque en plena noche el aire era fresco. Mary se acomodó en el sillón como una reina desnuda.
Los hijos de Mitka se marcharon, llevándose a Rob J. para cuidarlo mientras su madre daba a luz. En el Yehuddiyyeh los vecinos se ayudaban así, aunque en este caso se trataba de una
goya
.
Mary perdió su porte regio con el primer dolor y su ronco grito espantó a Rob. El sillón era resistente, de modo que podía soportar sacudidas y revolcones, por lo que Mitka se dedicó a la tarea de plegar y apilar los trapos obviamente sin sufrir la menor perturbación mientras Mary se agarraba a los brazos del sillón y sollozaba.
Todo el tiempo le temblaban las piernas, pero durante los terribles espasmos daba sacudidas y puntapiés. Después del tercero, Rob se puso detrás de ella y le apoyó los hombros contra el respaldo del asiento. Mary mostraba los dientes y bramaba como un lobo; él no se habría sorprendido si lo hubiese mordido o si hubiera aullado.
Había amputado miembros y estaba familiarizado con todas las enfermedades, pero ahora sintió que la sangre dejaba de circular por su cabeza. La comadrona lo miró duramente y apretó un trozo de carne del brazo de Rob entre sus dedos nervudos. El doloroso pellizco le hizo recuperar el sentido y no quedó deshonrado.
—Fuera —dijo Nitka—. ¡Fuera de aquí!
Rob salió al jardín y permaneció en la oscuridad, atento a los sonidos que lo siguieron fuera de la casa. La noche era fresca y serena; pensó fugazmente en que salían víboras de la pared de piedra y decidió que le daba igual. Perdió la noción del tiempo, pero finalmente comprendió que debía atender el fuego y volvió a entrar para avivarlo.
Miró a Mary y vio que tenía las rodillas muy separadas.
—Ahora debes ayudar —le ordenó Nitka seriamente—. Haz fuerza amiga mía. ¡Fuerte! ¡Trabaja!
Transfigurado, Rob vio aparecer la coronilla del bebé entre los muslos de su mujer, como la tonsura roja y húmeda de un monje, y otra vez se escabulló al jardín. Allí permaneció largo rato, hasta que oyó el débil vagido. Entró y vio al recién nacido.
—Otro varón —informó enérgicamente Nitka mientras limpiaba la mucosidad de la diminuta boca con la yema de su dedo índice.
El ombligo grueso y viscoso se veía azul bajo la tenue luz del alba.
—Fue mucho más fácil que la primera vez —reconoció Mary.
Nitka limpió y la animó, y entregó a Rob la placenta para que la enterrara en el jardín. La comadrona aceptó su pago generoso con un asentimiento de satisfacción y volvió a su casa.
Cuando quedaron solos en el dormitorio se abrazaron; minutos después, Mary pidió agua y bautizó al niño con el nombre de Thomas Scott Cole. Rob lo alzó y lo examinó: ligeramente más pequeño que su hermano mayor, pero no canijo. Un varón fuerte y rubicundo, con redondos ojos pardos y una pelusa oscura en la que ya apuntaban los reflejos rojizos de la cabellera de su madre. Rob pensó que en los ojos y en la forma de la cabeza, la boca amplia y los deditos largos y estrechos, su nuevo hijo se parecía mucho a sus hermanos William Stewart y Jonathan Carter de recién nacidos.
—Siempre es fácil distinguir a un bebé Cole —le dijo a Mary.
Qasim llevaba dos meses cuidando muertos cuando volvió a sentir dolores en el abdomen.
—¿Cómo es el dolor? —preguntó Rob.
—Malo,
hakim
.
Pero, evidentemente, no tan malo como la primera vez.
—¿Es un dolor sordo y agudo?
—Es como si un
djinn
viviera en mi interior y me clavara las garras, retorciendo y tironeando.
El antiguo boyero logró aterrorizarse a sí mismo. Miró implorante a Rob para que lo tranquilizara. No estaba calenturiento como durante el ataque que lo había llevado al
maristan
, ni tenía el abdomen rígido. Rob le prescribió frecuentes dosis de una infusión de miel y vino, a la que Qasim se aficionó con gran entusiasmo, pues era bebedor y para él resultaba una auténtica odisea la forzada abstinencia religiosa.
Qasim pasó varias semanas agradables, ligeramente ebrio mientras holgazaneaba por el hospital, intercambiando puntos de vista y opiniones. Pululaban las comidillas. La última novedad era que el imán Qandrasseh había abandonado la ciudad, pese a su obvia victoria política y táctica sobre el sha.
Se rumoreaba que Qandrasseh se había ido con los seljucíes, y que cuando retornara lo haría con un ejército atacante para deponer a Ala y sentar en el trono de Persia a un religioso islámico estricto (¿él mismo, quizá?). Entretanto, nada cambió: parejas de sombríos
mullahs
continuaban patrullando las calles porque el taimado y anciano imán había dejado a su discípulo Musa Ibn Abbas como defensor de la religión en Ispahán.
El sha permanecía en la Casa del Paraíso, como si estuviera oculto. No celebraba audiencias. Rob no había sabido de él desde la ejecución de Karim. No le ordenaron comparecer en ninguna recepción, cacería ni juegos, ni le invitaron a la corte. Si era necesario un médico en la Casa del Paraíso e Ibn Sina estaba indispuesto, llamaban a al-Juzjani o a otro, pero nunca a Rob.
Sin embargo, el sha envió un regalo a su nuevo hijo.
El obsequio llegó después del bautizo hebreo del bebé. Esta vez Rob había aprendido lo suficiente para invitar personalmente a los vecinos. Reb Asher Jacobi, el
mohel
, rogó que el niño creciera vigoroso para llevar una vida de buenas obras, y cortó el prepucio. Dieron a chupar al bebé un paño empapado en vino para aquietar su aullido de dolor, y Reb Asher declaró en la Lengua que era Tam, hijo de Jesse.
Ala no había enviado ningún regalo cuando nació el pequeño Rob J., pero ahora hizo llegar una pequeña alfombra de lana azul claro entretejida con lustrosas hebras de seda del mismo tono y, grabado en azul más oscuro, el sello de la dinastía real Samani.
A Rob le pareció una alfombrilla muy elegante, y la habría puesto en el suelo, junto a la cuna, de no haber sido porque Mary, muy quisquillosa desde su nacimiento, dijo que no quería verla allí. Compró un cofre de madera de sándalo que la protegería de las polillas, y lo arrinconó.
Rob participó en una junta examinadora. Sabía que estaba allí en ausencia de Ibn Sina y le avergonzaba pensar que alguien pudiera considerarlo tan presumido como para creerse en condiciones de ocupar el lugar del Príncipe de los Médicos.
Pero no podía rehuir el compromiso, e hizo las cosas lo mejor que pudo. Se preparó como si fuera un candidato y no un examinador. Formuló preguntas muy meditadas, no con la intención de hacerle pasar apuros a un candidato, sino para que pusiera de manifiesto sus conocimientos. Escuchó atentamente todas las respuestas. La junta examinó a cuatro candidatos y aprobó a tres médicos. Se plantearon dificultades con el cuarto. Gabri Beidhawi había sido aprendiz durante cinco años. Ya había fracasado en dos exámenes, pero su padre era un hombre rico y poderoso, que lisonjeó y engatusó al
hadji
Davout Hosein, el administrador de la madraza, quien solicitó personalmente que volvieran a examinar a Beidhawi.
Rob había sido compañero de Beidhawi y sabía que era un golfo, insensible y descuidado en el tratamiento de los pacientes. En el tercer examen demostró su pésima preparación. Rob sabía qué habría hecho Ibn Sina.
—Rechazo al candidato —dijo firmemente y sin el menor pesar.
Los otros examinadores se apresuraron a mostrar su acuerdo y se levantó la sesión. Unos días después de los exámenes, Ibn Sina se presentó en el
maristan
.
—¡Dichoso regreso, maestro! —le saludó Rob afectuosamente.
Ibn Sina meneó la cabeza.
—No he regresado.
Parecía fatigado y vencido, e informó a Rob de que había ido porque deseaba que al-Juzjani y Jesse ben Benjamin le hicieran una evaluación.
Se sentaron con él en un consultorio y hablaron, compilando la historia de su malestar, tal como él les había enseñado a hacer.
Se había quedado en casa con la esperanza de volver en breve a sus obligaciones, les dijo. Pero no se había recuperado del doble choque de haber perdido primero a Reza y después a Despina. Su aspecto había desmejorado y se sentía mal.
Había experimentado lasitud y debilidad, con dificultades para hacer el esfuerzo necesario que requerían las tareas más sencillas. Al principio, atribuyó sus síntomas a una melancolía aguda.
—Porque todos sabemos que el espíritu puede hacer cosas terribles y extrañas al cuerpo.
En los últimos tiempos sus movimientos intestinales se habían vuelto explosivos y sus deposiciones estaban manchadas de moco, pus y sangre; por eso había solicitado aquel reconocimiento médico.
Lo exploraron como si fuera la única y última oportunidad de examinar a un ser humano. No pasaron nada por alto. Ibn Sina hizo gala de su dulce paciencia y permitió que lo palparan, apretaran, percutieran, escucharan e interrogaran.
Cuando concluyeron el examen, al-Juzjani estaba pálido, pero adoptó una expresión optimista.
—Es el flujo de sangre, maestro, provocado por la agravación de tus emociones.
Pero la intuición había indicado otra cosa a Rob. Miró a su querido maestro.
—Creo que son los primeros estadios del tumor.
Ibn Sina parpadeó una sola vez.
—¿Cáncer de intestino? —preguntó con la misma serenidad con que se referiría a un paciente desconocido.
Rob movió la cabeza afirmativamente, tratando de no pensar en la lenta tortura de esa enfermedad.
Al-Juzjani estaba rojo de ira por haber sido desmentido, pero Ibn Sina lo tranquilizó. Por esa razón los había llamado a los dos, comprendió Rob: sabía que al-Juzjani estaría tan cegado por el cariño que no afrontaría la cruda verdad.
A Rob se le debilitaron las piernas. Cogió las manos de Ibn Sina entre las suyas y se miraron a los ojos.
—Aun estás fuerte, maestro. Debes mantener despejados los intestinos para evitar la acumulación de la bilis negra que favorecería el crecimiento del cáncer.
El médico jefe asintió.
—Espero haberme equivocado en el diagnóstico y pido a Dios que así sea —dijo Rob.
Ibn Sina le dedicó una débil sonrisa.
—Rezar nunca está de más.
Dijo a Ibn Sina que le gustaría visitarlo pronto y pasar una tarde en una partida del juego del sha, y el anciano maestro afirmó que Jesse ben Benjamin siempre sería bienvenido en su casa.
Un día seco y polvoriento de las postrimerías del verano, de la neblina del noreste surgió una caravana de ciento dieciséis camellos con cencerros. Las bestias, en fila y escupiendo saliva fibrosa por el esfuerzo de acarrear pesadas cargas de mineral de hierro, entraron en Ispahán a última hora de la tarde. Ala abrigaba la esperanza de que Dhan Vangalil usara el mineral para hacer muchas armas de acero azul decorado. Las pruebas realizadas posteriormente por el herrero, ¡ay!, demostraron que el hierro del mineral era demasiado blando para ese propósito, pero la misma noche las noticias que llevaba la caravana despertaron una gran emoción entre algunos habitantes de la ciudad.
Un hombre llamado Khendi —capitán de camelleros de la caravana— fue llamado a palacio para que repitiera detalles de la información ante el sha, y luego fue llevado al
maristan
a fin de que narrara lo mismo ante los doctores.