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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (68 page)

BOOK: El médico
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EL CHATIR

—¿Casado? —se asombró Karim.

Miró a Rob y sonrió.

—¡Una esposa! No esperaba que siguieras mi consejo —dijo Mirdin, con la cara iluminada—. ¿Quién hizo los arreglos?

—Nadie. Es decir —se apresuró a agregar Rob—, en realidad hubo un acuerdo nupcial hace más de un año, pero se concretó ahora.

—¿Cómo se llama? —preguntó Karim.

—Mary Cullen. Es escocesa. La conocí con su padre en una caravana, en mi viaje al Este.

Contó algunas cosas sobre James Cullen, y habló de su enfermedad y su muerte. Mirdin no parecía escucharlo.

—Una escocesa. ¿Quiere decir que es europea?

—Sí. Originaria de un territorio que esta al norte de mi país.

—¿Es cristiana?

Rob asintió.

—Tengo que ver a esa europea —dijo Karim—. ¿Es una mujer bonita?

—¡Es una beldad! —barbotó Rob, y Karim soltó una carcajada—. Pero quiero que la juzgues con tus propios ojos.

Rob se volvió para incluir a Mirdin en la invitación, pero vio que su amigo se había alejado.

A Rob no le atraía la idea de informar al sha lo que acababa de ver, pero había comprometido su lealtad y no tenía alternativa. Cuando se presentó en palacio y dijo que quería ver al rey, Khuff esbozó su habitual sonrisa dura.

—¿Cuál es el recado?

El capitán de las Puertas puso cara de piedra cuando Rob meneó la cabeza y no abrió la boca.

Pero Khuff le dijo que esperara y fue a transmitirle a Ala que el
Dhimmi
extranjero Jesse quería verlo. Poco después, el anciano llevó a Rob a la presencia del sha.

Ala apestaba a bebida, pero escuchó con suficiente sobriedad el informe de Rob referente a que su visir había enviado a conferenciar con una partida de enemigos del sha a algunos de sus discípulos, entregados a la observancia estricta del Islam.

—No tenemos noticias de ningún ataque en Hammadhan —dijo lentamente Ala—. Por tanto, no era una partida atacante y, en consecuencia, se reunieron para urdir la traición. —Observó a Rob a través de sus ojos velados—. ¿Con quién has hablado de esto?

—Con nadie, Majestad.

—Dejemos las cosas así.

En lugar de seguir conversando, Ala acomodó el tablero del juego del sha entre ambos. Se mostró visiblemente complacido de encontrar en Rob a un adversario más difícil que antes.

—¡Ah,
Dhimmi
te estás volviendo habilidoso y astuto como un persa!

Rob logró mantenerlo a raya un rato. Finalmente, Ala le hizo besar el polvo y la partida terminó como siempre:
shahtreng
. Pero ambos reconocieron que se había producido un cambio. Ahora el juego era más igualado, y Rob habría sido capaz de mantenerse más tiempo de no haber estado tan ansioso por volver junto a su esposa.

Ispahán era la ciudad más hermosa que Mary había visto en su vida, o se lo parecía porque estaba con Rob. Le gustó la casita del Yehuddiyyeh, aunque reconoció que el barrio judío era pobretón. La casa era más pequeña que la que había habitado con su padre cerca del
wadi
de Hamadhan, aunque de construcción más sólida.

Insistió para que Rob comprara yeso y algunas herramientas sencillas, y juró que repararía la casa mientras él no estuviera, el primer día que se quedó sola. Todo el calor del verano persa flotaba en el aire, y en breve el vestido de luto de mangas largas quedó empapado de transpiración.

A media mañana llamó a la puerta el hombre más bello que hubiese visto nunca. Llevaba un canasto con ciruelas negras, que dejó en el suelo para tocarle el pelo rojo, con lo que le provocó un buen susto. El hombre reía entre dientes e inspiraba respeto; la deslumbró con sus dientes perfectamente blancos enmarcados por el rostro bronceado. Por fin habló largo y tendido; parecía elocuente y gracioso, pleno de sentimientos, pero se expresaba en parsi.

—Lo siento —dijo Mary.

—Ah.—Instantáneamente comprendió y se tocó el pecho—. Karim.

Ella perdió el miedo y se mostró encantada.

—Claro. Eres el amigo de mi marido. Me ha hablado de ti.

Karim sonrió de oreja a oreja y la llevó —mientras ella protestaba con palabras que él no entendía —a una silla donde la sentó y le hizo comer una ciruela dulce, mientras él mezclaba el yeso hasta obtener la consistencia adecuada y rellenaba tres resquebrajaduras de las paredes interiores. Luego reparó un alféizar. Descaradamente, Mary le permitió que la ayudara a cortar los grandes espinos del jardín.

Karim seguía allí cuando Rob volvió, y Mary insistió en que compartieran la cena, que tuvieron que demorar hasta que oscureció, porque estaban en el Ramadán, el noveno mes, el mes del ayuno.

—Me gusta Karim —dijo Mary después que se fue—. ¿Cuándo conoceré al otro..., a Mirdin?

Rob la beso y meneó la cabeza.

—No sé —dijo.

Para Mary, el Ramadán resultó una celebración muy peculiar. Era el segundo que Rob pasaba en Ispahán y le contó que en realidad se trataba de un mes sombrío, supuestamente consagrado a la oración y la contrición aunque la comida parecía ocupar el primer plano en la mente de todos, porque los musulmanes no podían ingerir alimentos sólidos ni líquidos desde el amanecer hasta la puesta del sol. Los vendedores ambulantes de comida estaban ausentes de los mercados y de las calles, y las matans permanecían a oscuras y en silencio todo el mes, aunque por la noche se reunían familias y amigos para comer y fortalecerse a la espera del ayuno del día siguiente.

—El año pasado estuvimos en Anatolia durante el Ramadán —dijo Mary con tono melancólico—. Papá le compró corderos a un pastor y ofreció un banquete a nuestros sirvientes musulmanes.

—Podríamos ofrecer una cena de Ramadán.

—Sería muy agradable, pero estoy de luto —le recordó su esposa.

Por cierto, la atormentaban emociones conflictivas y a veces el pesar la hacia sentir atolondrada por el dolor de la pérdida, mientras en otros momentos tenía clara conciencia de que no podía haber mujer más afortunada que ella en su matrimonio.

En las pocas ocasiones en que se aventuraba a salir de la casa, tenía la impresión de que la gente la observaba con enemistad. Su vestido de luto no era distinto de la indumentaria de las demás mujeres del Yehuddiyyeh, pero sin duda su cabellera pelirroja al descubierto la señalaba como europea.

Probó a ponerse su sombrero de viaje de ala ancha, pero notó que lo mismo las mujeres la señalaban en la calle, y su frialdad hacia ella era constante.

En otras circunstancias se habría sentido muy sola, porque en medio de una ciudad repleta de gente solo podía comunicarse con una persona, pero en lugar de aislamiento experimentaba una intimidad total, como si solo ella y su reciente marido habitaran el mundo.

Durante el apagado mes de Ramadán, únicamente los visitó Karim Harun; varias veces vio correr al joven médico persa por las calles, espectáculo que le hacia contener el aliento, pues era como ver correr a un corzo. Rob le habló de la carrera, el
chatir
, que tendría lugar el primero de los tres días festivos, llamado
Bairam
, con que se celebraba el fin del largo ayuno.

—He prometido asistir a Karim durante la carrera.

—¿Serás el único?

—También estará Mirdin. Pero creo que nos necesitará a los dos.

Su voz contenía un interrogante, y Mary comprendió que a Rob podía preocuparle que ella lo considerara una falta de respeto hacia su padre.

—Entonces debes ir —dijo ella con tono firme.

—La carrera propiamente dicha no es una celebración. No puede verse con malos ojos que alguien que está de luto vaya a presenciarla.

Ella lo pensó a medida que se aproximaba el Búairam y, por último, decidió que su marido tenía razón y que ella misma presenciaría el
chatir
.

A hora muy temprana de la primera mañana del mes de
Shawwal
flotaba una densa neblina que hizo abrigar a Karim la esperanza de que sería un buen día para un corredor. Había dormido a rachas, pero se dijo que sin duda los otros competidores habían pasado la noche como él, tratando de apartar la carrera de sus mentes.

Se levantó, cocinó un gran cazo de guisantes y arroz, y salpicó el
pilah
con semillas de apio que midió con gran atención. Comió más de lo que quería, y luego volvió a su jergón para descansar mientras el apio hacía su efecto, manteniendo su mente en blanco y conservando la serenidad mediante la oración:

Alá, hazme volar hoy seguro de mis pies.
Haz que mi pecho sea un fuelle infalible,
mis piernas como un árbol joven, fuertes y flexibles.
Mantén mi mente despejada y mis sentidos aguzados,
con mis ojos siempre fijos en Ti.

No oró por la victoria. Cuando él era un niño, a menudo Zaki-Omar le había dicho: «Todos los cachorros inmaduros rezan por la victoria. ¡Qué confusión para Alá! Es mejor pedirle velocidad y resistencia, y usar estas para saber asumir la responsabilidad de la victoria o la derrota.»

Cuando se sintió apremiado, se levantó y se fue hasta el cubo, donde permaneció en cuclillas largo rato y movió el vientre satisfactoriamente. La cantidad de semillas de apio había sido la precisa: al terminar se sentía vacío pero no débil, y ese día no lo demoraría ningún retortijón en medio de una etapa.

Calentó agua y se bañó a la luz de una vela, secándose rápidamente, porque en la penumbra hacía fresco. A renglón seguido, se untó con aceite de oliva para protegerse del sol, duplicando la operación en los puntos donde la fricción podía causar dolor: tetillas, axilas, ingle y pene, el pliegue de las nalgas y por último los pies, cuidando especialmente el aceitado de la parte de arriba de los dedos.

Se puso un taparrabos de lino y una camisa del mismo material, ligeros zapatos de cuero para corredores y una gorra estrafalaria, con plumas. Colgó de su cuello el carcaj y un amuleto encerrado en una bolsita de paño, y se echó una capa sobre los hombros para protegerse del frío. Entonces salió de la casa.

Caminó lentamente al principio y luego más rápido, sintiendo que la calidez comenzaba a aflojar sus músculos y coyunturas. Todavía había muy poca gente en la calle. Nadie lo vio cuando se introdujo en un soto frondoso para orinar. Pero cuando llegó al punto de partida, junto al puente levadizo de la Casa del Paraíso, ya se había reunido una multitud en la que pululaban centenares de hombres. Se abrió camino entre ellos hasta encontrar a Mirdin en la parte de atrás, tal como habían acordado, y en seguida se reunió con ellos Jesse ben Benjamin.

Karim notó que sus amigos se saludaban con cierto envaramiento, y pensó que algo ocurría entre ellos. Pero de inmediato apartó esta preocupación de su mente. En esos momentos solo debía concentrarse en la carrera.

Jesse le sonrió y tocó inquisitivamente la bolsita que colgaba de su cuello.

—Mi amuleto de la buena suerte —dijo Karim—. De mi dama.

Pero no debía hablar antes de una carrera; no podía. Sonrió rápidamente a Jesse y a Mirdin para demostrar que no quería ofenderlos, cerro los ojos y dejó la mente en blanco, haciendo oídos sordos a las charlas y risas estruendosas que lo rodeaban. Le resultó mucho más difícil bloquear los olores a aceites y grasa animal, hedores corporales y ropas sudadas.

Repitió su oración.

Cuando abrió los ojos, la neblina era perlada. Escudriñó a través de la bruma y vio un disco rojo perfectamente redondo: el sol. El aire ya estaba pesado. Comprendió, angustiado, que sería un día brutalmente caluroso.

Se le escaparía de las manos.

Imshallah
.

Se quitó la capa y se la dio a Jesse. Mirdin estaba pálido.

—Alá sea contigo.

—Corre con Dios, Karim —dijo Jesse.

No respondió. Ahora reinaba el silencio. Corredores y espectadores fijaron la vista en el alminar más cercano, el de la mezquita del Viernes, donde Karim vio a una figura pequeña y vestida de negro que acababa de entrar en la torre.

Al cabo de un instante, la obsesiva llamada a la primera oración llegó a sus oídos y Karim se postro mirando al sudoeste, en dirección a La Meca.

Al concluir la oración, todos volvieron a gritar a voz en cuello, corredores y espectadores por igual. El ruido era ensordecedor e hizo temblar a Karim. Algunos gritaban palabras de aliento, otros invocaban a Alá y muchos aullaban, sencillamente, con el espeluznante sonido que pueden emitir los hombres cuando atacan las murallas del enemigo.

Desde donde estaba, solo podía percibirse el movimiento de los corredores de delante, pero sabía por experiencia que algunos saltarían para ocupar la primera fila, peleando y empujándose, sin preocuparse de a quien pisoteaban ni qué lesiones infligían. Hasta los que no fueron lentos en incorporarse después de la oración corrían riesgos, porque en el turbulento torbellino de cuerpos, los brazos agitados golpearían caras, los pies patearían piernas, y habría tobillos dislocados y torcidos.

Por ese motivo, aguardó al fondo con desdeñosa paciencia, mientras ola tras ola de corredores pasaban ante él abrumándolo con su alboroto.

Pero finalmente echó a correr. El
chatir
había comenzado, y él estaba en la cola de una larga serpiente humana.

Corría muy lentamente. Le llevaría largo rato cubrir las primeras cinco millas romanas y cuarto, pero eso era parte de su estrategia. La alternativa habría consistido en estacionarse delante de la multitud y luego, si no salía lesionado de la refriega, arrancar a un ritmo que le permitiera colocarse a la cabeza. Pero ello habría significado consumir demasiada energía a la salida. Así pues, optó por el plan más seguro.

Bajaron por las amplias Puertas del Paraíso y giraron a la izquierda, recorriendo más de una milla romana por la avenida de los Mil Jardines, que descendía y luego se elevaba, componiendo una larga cuesta en la primera mitad de la etapa y otra corta, aunque más abrupta, al regreso. Luego, a la derecha por la calle de los Apóstoles, que solo tenía un cuarto de milla de largo; pero la corta callecita bajaba en el itinerario de ida y era laboriosa en el de vuelta. Giraron una vez más a la izquierda por la avenida de Alí y Fátima, que siguieron hasta la madraza.

Había toda clase de gente entre los corredores. Estaba de moda que los nobles jóvenes recorrieran media etapa, y hombres con veraniegas ropas de seda corrían hombro a hombro con los harapientos. Karim permaneció rezagado, porque en ese punto aquello no era tanto una carrera como una turba que corría, muy animada por la conclusión del Ramadán. Y para él no era mal principio, pues el paso lento permitía que sus jugos fluyeran gradualmente.

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