Corría 1012, año en que Sven, rey de los daneses, dominó Inglaterra. Hacia una década que Sven acosaba a Ethelred, deseoso de humillar al hombre que había asesinado a los suyos. Finalmente, Ethelred huyo a la isla de Wight con sus embarcaciones, y la reina Emma se refugió en Normandía en compañía de sus hijos Eduardo y Alfredo.
Poco después, Sven murió de muerte natural. Dejó dos hijos: Harald que lo sucedió en el reino danés, y Canuto, un joven de diecinueve años que fue proclamado rey de Inglaterra por la fuerza de las armas danesas.
A Ethelred aun le quedaban arrestos para un último ataque y repelió a los daneses, pero Canuto regresó casi inmediatamente y esta vez tomó todo el territorio, salvo Londres. Se dirigía a la conquista de esta ciudad cuando se enteró de la muerte de Ethelred. Con gran valentía, convocó una reunión del Witan —el consejo de hombres sabios de Inglaterra—, y obispos, abades, condes y caballeros acudieron a Southampton y eligieron a Canuto como legítimo rey.
Canuto mostró su habilidad estabilizadora mandando emisarios a Normandía para que convencieran a la reina Emma de que contrajera matrimonio con el sucesor al trono de su difunto marido. Aceptó casi de inmediato. Aunque tenía unos cuantos años más que él, aún era una mujer apetecible y sensual, y corrían risueñas bromas sobre el tiempo que Canuto y ella pasaban en sus aposentos.
En el preciso momento en que el nuevo monarca corría hacia el matrimonio, Barber huía de él. Un día renunció sin más al mal genio y a la mala cocina de Lucinda Eames y reanudó sus viajes. Compró su primer carromato en Bath, y en Northumberland ligó por contrato a su primer ayudante. Las ventajas estuvieron claras desde el principio. Desde entonces, con el correr de los años había enseñado a varios mozos. Los pocos capaces le habían permitido ganar dinero, y los demás le habían enseñado que necesitaba de un aprendiz. Sabía lo que le ocurría al chico que fracasaba y era despedido. La mayoría tenía que hacer frente al desastre: los afortunados se convertían en juguetes sexuales o en esclavos y los desdichados morían de hambre o los mataban. Aunque le dolía más de lo que estaba dispuesto a reconocer, no podía darse el lujo de mantener a un chico poco prometedor; el mismo era un superviviente capaz de endurecer su corazón cuando estaba en juego su propio bienestar. El último, el chiquillo que había encontrado en Londres, parecía deseoso de complacerlo, pero Barber sabía que las apariencias engañan en lo que se refiere a aprendices. No tenía sentido preocuparse por la cuestión como un perro por un hueso. Solo el tiempo lo diría, y pronto iba a saber si el joven Cole estaba en condiciones de sobrevivir.
Rob despertó con las primeras luces lechosas y vio a su nuevo amo en pie e impaciente. Supo de inmediato que Barber no empezaba el día de buen talante, y con ese sobrio humor matinal el hombre sacó la lanza del carromato y le enseñó a usarla.
—Si la coges con ambas manos, no te resultará demasiado pesada. No requiere habilidad. Arrójala con tanta fuerza como puedas. Si apuntas al centro del cuerpo de cualquier agresor, es probable que lo alcances. Y si tú lo frenas con una herida, existen muchas probabilidades de que yo pueda matarlo. ¿Lo has comprendido?
Rob asintió, incómodo ante el desconocido.
—Bueno, mozuelo, debemos estar atentos y tener las armas a mano, ya que es así como seguimos con vida. Estos caminos romanos siguen siendo los mejores de Inglaterra, pero no están cuidados. La Corona tiene la responsabilidad de mantenerlos despejados por ambos lados para evitar que los salteadores tiendan emboscadas a los viajeros, pero en la mayoría de nuestras rutas la maleza nunca se corta.
Le enseñó a enganchar el caballo. Cuando reanudaron el viaje, Rob se sentó junto a Barber en el pescante, bajo el sol ardiente, atormentado aun por infinitos temores. Poco después, Barber apartó a
Incitatus
del camino romano y lo hizo girar por un carril apenas transitable que atravesaba las profundas sombras de la selva virgen. De un tendón que rodeaba sus hombros colgaba el cuerno sajón de color marrón que antaño había embellecido a un corpulento buey. Barber se lo llevó a la boca y le sacó un sonido fuerte y melodioso a medias toque y a medias quejido.
—Advierte a todos los que están al alcance del oído que no avanzamos sigilosamente para cortar cuellos y robar. En algunos lugares lejanos, encontrarse con un desconocido significa tratar de matarlo. El cuerno indica que somos dignos de confianza, respetables y muy capaces de protegernos a nosotros mismos.
Por sugerencia de Barber, Rob intentó emitir señales con el cuerno pero, pese a que hinchó las mejillas y sopló con todas sus fuerzas, no salió el menor sonido.
—Se necesita aliento de adulto y cierta habilidad. Pero no temas; aprenderás. Y también aprenderás cosas más difíciles que soplar un cuerno.
El carril era fangoso. Aunque cubrieron de maleza los peores lugares, era necesario guiar el carro con maña. En un giro del camino cayeron de lleno en una zona resbaladiza y las ruedas se hundieron hasta los cubos. Barber suspiró.
Se apearon, atacaron con la pala el barro de delante de las ruedas y recogieron ramas caídas en el bosque. Con sumo cuidado, Barber acomodó trozos de madera delante de cada rueda y volvió a coger las riendas.
—Tienes que arrojar maleza bajo las ruedas en cuanto empiecen a moverse —explicó, y Rob J. asintió —. ¡Adelante,
Incitatus
! —lo apremió Barber.
Los ejes y el cuero crujieron—. ¡Ahora! —gritó.
Rob colocó las ramas con habilidad, saltando de una rueda a otra mientras el caballo hacia un esfuerzo sostenido. Las ruedas chirriaron y resbalaron, pero encontraron un asidero. El carro dio una sacudida hacia adelante. En cuanto quedó sobre el camino seco, Barber tiró de las riendas y esperó a que Rob lo alcanzara y trepara al asiento.
Estaban cubiertos de barro, y Barber frenó a
Incitatus
junto a un arroyo.
—Pesquemos algo para desayunar —propuso mientras se lavaban las caras y las manos. Cortó dos ramas de sauce, y del carromato sacó anzuelos y líneas. Extrajo una caja de la zona protegida del sol, detrás del asiento, y explicó —: Esta es nuestra caja de los saltamontes. Uno de tus deberes consiste en mantenerla llena.
Alzó apenas la tapa, a fin de que Rob pudiera colar la mano. Frenéticos y erizados, varios seres vivos se alejaron de los dedos de Rob y este se puso delicadamente uno de ellos en la palma. Cuando retiró la mano sujetando las alas plegadas entre el pulgar y el índice, el insecto agitó frenético las patas. Las cuatro patas delanteras eran delgadas como pelos, y el par trasero, potente y de ancas largas, lo que lo convertía en un insecto saltador.
Barber le enseñó a deslizar la punta del anzuelo inmediatamente detrás del tramo corto de cascaron duro y ondulado que seguía a la cabeza.
—Si lo clavas demasiado profundo, se le saldrán los humores y morirá. ¿Dónde has pescado?
—En el Támesis.
Se enorgullecía de su habilidad como pescador, ya que a menudo su padre y él habían colgado gusanos en el ancho río y contado con la pesca para contribuir a alimentar a la familia en los días de paro.
Barber gruñó.
—Es otro tipo de pesca —comentó—. Deja las cañas un momento y ponte a gatas.
Reptaron cautelosos hasta un sitio que daba al pozo de río más próximo, y se tendieron boca abajo. Rob pensó que el gordo estaba chiflado.
Cuatro peces permanecían suspendidos en el cristal.
—Son pequeños —murmuro Rob.
—Son más apetitosos de este tamaño —declaró Barber mientras se alejaban de la orilla—. Las truchas de tu gran río son correosas y grasientas. ¿Has notado que estos peces se amontonan en la cabecera del pozo? Se alimentan a contracorriente, a la espera de que un bocado sabroso se deslice y baje flotando. Son salvajes y precavidos. Si te detienes junto al río, te ven. Si pisas firmemente la orilla notan tus pasos y se dispersan. Por eso has de utilizar la vara larga. Te quedas rezagado, sueltas ligeramente el saltamontes por encima del pozo y dejas que la corriente lo arrastre hasta los peces.
Observó con ojo crítico mientras Rob lanzaba el saltamontes hacia el punto que le había indicado.
Con una sacudida que recorrió la vara y transmitió entusiasmo por el brazo de Rob, el pez oculto picó como un dragón. Desde entonces fue como pescar en el Támesis. Esperaba tranquilo, dando tiempo a la trucha para que se condenara a si misma, y luego alzaba la punta de la vara y torcía el anzuelo tal como le había enseñado su padre. Cuando extrajo la primera y cimbreante trucha, admiraron su belleza: el brillante dorso como madera de nogal aceitada, los costados lisos, bruñidos y salpicados de rojos irisados, las aletas negras teñidas de cálido naranja...
—Consigue cinco más —dijo Barber, y se internó en el bosque.
Rob pescó dos más, perdió un tercer ejemplar y, cauteloso, se trasladó a otro pozo. Las truchas tenían hambre de saltamontes. Estaba limpiando la última de la media docena cuando Barber regresó con la gorra llena de morillas y de cebollas silvestres.
—Comemos dos veces por día —dijo Barber—: a media mañana y al caer la noche, igual que la gente civilizada.
Levantarse a las seis, comer a las diez,
Cenar a las cinco, a la cama a las diez,
Hace que el hombre viva diez veces diez.
Barber tenía tocino entreverado y lo cortó grueso. Cuando la carne terminó de hacerse en la sartén ennegrecida, espolvoreó las truchas con harina y las doró hasta dejarlas crujientes en la grasa, añadiendo por último las cebollas y las setas.
La espina de las truchas se separaba fácilmente de la carne humeante, arrastrando consigo la mayoría de las espinas pequeñas. Mientras disfrutaban de la carne y el pescado, Barber frió pan de cebada en la sabrosa salsa sobrante, cubriendo la tostada con trozos de queso con cáscara que dejó burbujear en la sartén. Al final, bebieron el agua fresca y potable del mismo arroyo que les había proporcionado los peces.
Barber estaba de mejor ánimo. Rob percibió que un hombre gordo necesitaba alimentarse para alcanzar su mejor humor. También se dio cuenta de que Barber era un cocinero muy especial, y acabó esperando cada comida como el acontecimiento del día. Suspiró, sabedor de que en las minas no lo habrían alimentado así. Y el trabajo, se dijo satisfecho, no estaba más allá de sus posibilidades, ya que era perfectamente capaz de mantener llena la caja de los saltamontes, de pescar truchas y de distribuir maleza bajo las ruedas cada vez que el carromato se atascaba en el barro.
La aldea se llamaba Farnham. Había granjas; una posada pequeña y de aspecto lamentable; una taberna que despedía un ligero olor a cerveza derramada, que percibieron al pasar por delante; una herrería con altas pilas de leña cerca de la fragua; una curtiduría que desprendía hedor; un aserradero en el que había madera cortada y una sala del magistrado, que daba a una plaza. Ésta, más que plaza, era un ensanchamiento de la calle, como si una serpiente se hubiera tragado un huevo.
Barber se detuvo en las afueras. Del carromato sacó un tambor pequeño y un palillo y se los entregó a Rob.
—Hazlo sonar.
Incitatus
sabía de qué se trataba: alzó la cabeza, relinchó y levantó los cascos al encabritarse. Rob aporreó el tambor con orgullo, contagiado por el entusiasmo que habían provocado a un lado y otro de la calle.
—Esta tarde hay espectáculo —pregonó Barber—. ¡Seguido del tratamiento de males humanos y de problemas médicos, grandes o pequeños!
El herrero, con los músculos nudosos perfilados por la mugre, los miró y dejó de tirar de la cuerda del fuelle. Dos chicos del aserradero interrumpieron su tarea de apilar madera y se acercaron corriendo en dirección al batir del tambor. Uno de ellos dio media vuelta y se alejó deprisa.
—¡¿Adonde vas, Giles?! —gritó el otro.
—A casa, a buscar a Stephen y a los demás.
—¡Haz un alto en el camino y avisa a la gente de mi hermano!
Barber movió aprobadoramente la cabeza y grito:
—¡Eso, haz correr la voz!
Las mujeres salieron de las casas y se llamaron entre sí mientras sus hijos confluían en la calle, parloteando y sumándose a los perros ladradores que iban en pos del carromato rojo.
Barber subió y bajó lentamente por la calle, y a continuación dio la vuelta y repitió la operación.
Un anciano sentado al sol, casi a las puertas de la posada, abrió los ojos y dirigió una sonrisa desdentada al alboroto. Algunos bebedores salieron de la taberna, vaso en mano, seguidos de la camarera que, con la mirada encendida, se secaba las manos mojadas en el delantal.
Barber paró en la plazoleta. Del carromato extrajo cuatro bancos plegables y los colocó uno al lado del otro.
—Esto se llama tarima —explicó a Rob, mostrándole el pequeño escenario que había montado—. La levantarás de inmediato cada vez que lleguemos a un sitio nuevo.
Sobre la tarima pusieron dos cestas llenas de frasquitos taponados que, dijo Barber, contenían medicina. Luego subió al carromato y corrió la cortina.
Rob tomó asiento en la tarima y vio que la gente corría por la calle principal. Apareció el molinero, con la ropa blanca de harina, y Rob distinguió a dos carpinteros por el polvo y las virutas de madera que cubrían sus túnicas y sus cabellos. Familias enteras se acomodaron en el suelo, dispuestas a esperar y empezaron a hacer encajes de hilo y a tejer, al tiempo que los niños parloteaban y peleaban. Un grupo de chiquillos aldeanos miraba a Rob. Al reparar en el respeto y la envidia de sus miradas, Rob adoptó un aire afectado y se pavoneó. Poco después, esas tonterías dejaron de tener sentido porque, como ellos, se había convertido en parte del público. Barber subió corriendo a la tarima e hizo un floreo.