Como de costumbre, la calle del Támesis estaba atestada de bestias de carga y de estibadores que trasladaban mercancías entre los almacenes cavernosos y el bosque de palos de embarcaciones atracadas en los muelles. La algarabía la inundó como la lluvia después de la sequía. A pesar de todas las dificultades, se alegraba de que Nathanael la hubiera sacado de Watford y de la granja. ¡Amaba tanto aquella ciudad!
—¡Hijo de puta! Regresa y devuélveme mi dinero. ¡Devuélvemelo! —gritó una mujer furiosa a alguien que Agnes no pudo ver.
Las madejas de risa se mezclaban con cintas de palabras en lenguas extranjeras. Se arrojaban maldiciones cual afectuosas bendiciones.
Pasó junto a esclavos harapientos que arrastraban lingotes de arrabio hacia los barcos que esperaban. Los perros ladraban a los desgraciados que resollaban sobre sus cargas brutales, mientras las gotas de sudor perlaban sus cabezas rapadas. Percibió el olor a ajo de sus cuerpos sucios, el hedor metálico del arrabio y luego un aroma más acogedor procedente de una carretilla, junto a la cual un hombre pregonaba pastelillos de carne. Aunque se le hizo agua la boca, llevaba una sola moneda en el bolsillo y en casa tenia niños hambrientos.
—¡Pastelillos que saben a dulce pecado! —ofrecía el hombre—. ¡Buenos y calientes!
El puerto despedía olor a resina de pino y cuerdas embreadas calentadas por el sol. Se llevó la mano al vientre mientras caminaba y notaba que su bebe se movía, flotando en el océano contenido entre sus caderas. En la esquina, un grupo de marineros con flores en los gorros cantaba vigorosamente mientras tres músicos tocaban el pífano, el tambor y el arpa. Al pasar junto a ellos vio a un hombre apoyado en un carro de extraño aspecto en el que figuraban los signos del zodiaco. Rondaba los cuarenta años. Empezaba a perder el pelo que, al igual que su barba, era de color castaño oscuro. Sus facciones resultaban atractivas; habría sido más apuesto que Nathanael de no ser porque estaba gordo. Su rostro era rubicundo y su vientre abultaba tanto como el de ella. Su corpulencia no le repugnó; por el contrario, la desarmó, le encantó e intuyó que allí residía un espíritu amistoso y festivo, apegado a los placeres de la vida. Sus ojos azules despedían un destello y una chispa que hacían juego con la sonrisa de Agnes.
—Linda señora, ¿quiere ser mi muñeca? —propuso el hombre.
Sobresaltada, Agnes miró a su alrededor para ver a quien se dirigía el hombre, pero allí no había nadie mas.
—¡Ja, ja!
Normalmente habría congelado a la gentuza con la mirada y se habría olvidado del hombre, pero Agnes tenía sentido del humor, disfrutaba con un hombre que también lo poseía, y esto era demasiado bueno para perdérselo.
—Estamos hechos el uno para el otro. Señora mía, moriría por usted —la llamó ardientemente.
—No es necesario; Cristo ya lo ha hecho, señor —replicó.
Agnes alzó la cabeza, cuadró los hombros y se alejó con un contoneo seductor, precedida por la enormidad de su vientre preñado, sumándose a las risas del hombre.
Hacía mucho tiempo que un hombre no alababa su feminidad, incluso en broma, y el diálogo absurdo le levantó el ánimo mientras avanzaba por la calle del Támesis. Aun sonriente, se acercaba al muelle de los Charcos cuando el dolor la atravesó.
—Madre misericordiosa... —murmuró.
El dolor volvió a golpearla; comenzó en el vientre pero dominó su mente y todo su cuerpo, de modo tal que no pudo continuar en pie. La bolsa de agua reventó cuando cayó sobre los adoquines de la vía pública.
—¡Socorro! —grito—. ¡Que alguien me ayude!
El gentío londinense se reunió de inmediato, impaciente por ver que ocurría, y Agnes se vio rodeada. En medio de la bruma del dolor percibió el círculo de rostros que la contemplaban.
Agnes gimió.
—¡Ya esta bien, bastardos! —protesto un transportista—. Dejadle sitio para respirar y permitid que ganemos el pan nuestro de cada día. Sacadla de la calle para que nuestros carros puedan pasar.
La trasladaron a un sitio oscuro y fresco, que olía intensamente a estiércol. Durante el traslado, alguien se largó con el hatillo de encajes con hilos de oro. En la penumbra, enormes figuras se movían y se balanceaban. Una pezuña golpeó una tabla con un brusco estampido y se oyó una estentórea protesta.
—¿Qué significa esto? No, no podéis dejarla aquí —dijo una voz quejumbrosa.
La voz pertenecía a un hombrecillo melindroso, barrigudo y con huecos entre los dientes; al ver sus botas y su gorro de encargado de caballos y mulas, Agnes reconoció a Geoff Egglestan y supo que se encontraba en sus establos. Hacia más de un año, Nathanael había reconstruido unos pesebres allí, y Agnes lo recordó.
—Maestro Egglestan —dijo débilmente—. Soy Agnes Cole, esposa del carpintero al que conoce.
Agnes creyó ver una mueca de disgusto en su expresión, y la hosca certeza de que no podía rechazarla.
El gentío se apiñó detrás de Egglestan, con los ojos encendidos de curiosidad.
Agnes jadeó.
—Por favor, ¿tendrá alguien la amabilidad de ir a buscar a mi marido? —preguntó.
—No puedo dejar mi negocio —masculló Egglestan—. Tendrá que ir otro.
Nadie se movió ni habló.
Agnes se llevó la mano al bolsillo y busco la moneda.
—Por favor —repitió y mostró el dinero.
—Cumpliré con mi deber cristiano —dijo de inmediato una mujer que, evidentemente, era una buscona.
Sus dedos rodearon la moneda como una garra.
El dolor era insoportable; un dolor nuevo y distinto. Estaba acostumbrada a las contracciones intermitentes. Sus partos habían sido relativamente difíciles después de los dos primeros embarazos, pero, en el proceso, se había ensanchado. Había sufrido abortos antes y después del alumbramiento de Anne Mary, pero tanto Jonathan como la niña abandonaron fácilmente su cuerpo después de romper aguas, como simientes resbaladizas que se aprietan entre dos dedos. En los cinco partos jamás había sentido algo semejante.
«Dulce Agnes —dijo en medio del embotado silencio—. Dulce Agnes que auxilias a los corderos, auxíliame.»
Durante el parto siempre rezaba a su santa, y Santa Agnes la ayudaba, pero esta vez el mundo entero era un dolor continuo y el niño proseguía en su interior como un enorme tapón.
Finalmente, sus gritos discordantes llamaron la atención de una comadrona que pasaba por allí; una arpía que estaba algo más que ligeramente borracha y que, con maldiciones, echó a los mirones de los establos. Luego se volvió y observó a Agnes con ascos.
—Los condenados hombres la arrojaron a la mierda —murmuró.
No había un sitio mejor al que trasladarla. La partera levantó las faldas de Agnes por encima de la cintura y cortó la ropa interior; delante de las partes pudendas abiertas, apartó con las manos el estiércol color paja del suelo y luego se las limpió en el mugriento delantal.
Del bolsillo sacó un frasco de manteca de cerdo ya oscurecida por la sangre y los jugos de otras mujeres. Extrajo un poco de grasa rancia, se frotó las manos, como si se las lavara, hasta lubricarlas, e introdujo dos dedos, luego tres y por último la mano entera en el dilatado orificio de la mujer doliente, que ahora aullaba como un animal.
—Le dolerá el doble, señora —comentó la comadrona segundos después, y se engrasó los brazos hasta los codos—. Si se lo propusiera, el muy granuja podría morderse los dedos de los pies. Viene de culo.
Rob J. había echado a correr hacia el muelle de los Charcos, pero se dio cuenta de que debía buscar a su padre y torció hacia el gremio de los Carpinteros, como sabía que tenía que hacer el hijo de cualquier cofrade cuando surgían problemas.
La Corporación de Carpinteros de Londres se encontraba al final de la calle de los Carpinteros, en una vieja estructura de zarzo y argamasa barata, un armazón de postes intercalados con mimbres y ramas, cubierto por una gruesa capa de mortero que había que renovar cada pocos años. En el interior de la espaciosa sala había unos doce hombres con los jubones de cuero y los cintos de herramientas típicos de su oficio, sentados en toscas sillas y delante de mesas fabricadas por la comisión directiva del gremio. Reconoció a algunos vecinos y miembros de la Decena de su padre, pero no vio a Nathanael.
El gremio lo era todo para los carpinteros de Londres: oficina de empleo, dispensario, sociedad de entierros, centro social, organización de socorro en tiempos de desempleo, arbitro, servicio de colocaciones y salón de contrataciones, lugar de influencia política y fuerza moral. Se trataba de una sociedad cerradamente organizada y compuesta por cuatro divisiones de carpinteros denominadas Centenas. Cada Centena constaba de diez Decenas, que se reunían por separado y más íntimamente. Solo cuando la Decena perdía a un miembro por causa de muerte, enfermedad prolongada o una nueva colocación, en el gremio ingresaba un nuevo miembro como aprendiz de carpintero, por lo general procedente de una lista de espera que incluía los nombres de los hijos de los miembros. La palabra del jefe carpintero era tan definitiva como la de la realeza, y hacia este personaje, Richard Bukerel, se acercó deprisa Rob.
Bukerel tenía los hombros encorvados, como doblados por las responsabilidades. Todo en él parecía sombrío. Su pelo era negro; sus ojos, del color de la corteza de roble madura; sus apretados pantalones, la túnica y el jubón, de tela de lana áspera tenida por ebullición con cáscaras de nuez; y su piel tenía el color del cuero curtido, bronceada por los soles de la construcción de mil casas. Se movía, pensaba y hablaba con decisión, y ahora escuchaba a Rob atentamente
—Muchacho, Nathanael no está aquí.
—Maestro Bukerel, ¿sabes donde lo puedo encontrar?
Bukerel titubeo.
—Discúlpame, por favor —dijo por último y se acercó a varios hombres que estaban sentados.
Rob solo oyó alguna palabra ocasional o una frase susurrada.
—¿Está con esa zorra? —murmuró Bukerel. En segundos, el jefe carpintero regresó junto a Rob y dijo—: Sabemos donde encontrar a tu padre. Ve deprisa junto a tu madre, pequeño. Recogeremos a Nathanael y te seguiremos enseguida.
Rob le expresó su agradecimiento y se fue corriendo.
Ni siquiera hizo un alto para cobrar aliento. Se dirigió hacia el muelle de los Charcos eludiendo carros de carga, evitando borrachos y serpenteando entre el gentío. A mitad de camino vio a su enemigo, Anthony Tite, con quien el año anterior había librado tres feroces peleas. Anthony tomaba el pelo a unos esclavos estibadores con la ayuda de un par de sus compinches, las ratas del puerto.
«Ahora no me hagas perder tiempo, pequeño bacalao —pensó Rob fríamente—. Inténtalo, Tony
El Meón
, y realmente acabaré contigo.»
Del mismo modo que algún día acabaría con su puñetero padre.
Vio que una de las ratas del puerto lo señalaba para que Anthony lo viera, pero Rob ya había pasado junto a ellos y seguía su camino.
Estaban sin aliento y con agujetas en un costado cuando llegó a los establos de Egglestan y vio que una vieja desconocida le ponía los pañales a un recién nacido.
La cuadra apestaba a cagajones de caballo y a la sangre de su madre. Ésta yacía tendida en el suelo. Tenía los ojos cerrados y estaba muy pálida.
Rob se sorprendió ante su pequeñez.
—¿Mamá?
—¿Eres su hijo?
Asintió, hinchando su delgado pecho.
La vieja carraspeó y escupió.
—Déjala descansar —dijo.
Cuando papá llegó, apenas dirigió una mirada a Rob J. Trasladaron a mamá a casa, en compañía del recién nacido, en un carro lleno de paja que Bukerel le había pedido prestado a un constructor. El niño, pues se trataba de un varón, sería bautizado con el nombre de Roger Kemp Cole.
Después de parir un nuevo hijo, mamá siempre había mostrado el bebé a sus vástagos con orgullo burlón. Ahora permaneció tendida y con la vista fija en el techo de paja.
Al final, Nathanael llamó a la viuda Hargreaves, que vivía al lado.
—Ni siquiera puede amamantar al mío —le dijo.
—Es posible que se le pase —respondió Della Hargreaves.
La viuda conocía a un ama de cría y, para gran alivio de Rob J., se llevó al bebe. El ya tenía más que suficiente con ocuparse de los otros cuatro.
Aunque Jonathan Carter había aprendido a usar el orinal, ahora que le faltaban las atenciones de su madre parecía haberlo olvidado.
Papá se quedó en casa. Rob J. apenas le dirigió la palabra y se las ingenió para eludirlo.
Echaba de menos las lecciones de las mañanas, ya que mamá había logrado que parecieran un juego divertido. Sabía que no existía otra persona tan llena de calidez y amorosas travesuras, tan paciente con su tardanza en memorizar.
Rob encomendó a Samuel que mantuviera a Willum y a Anne Mary fuera de casa. Esa noche Anne Mary lloró porque quería una nana. Rob la abrazó y la llamó su doncella Anne Mary, su tratamiento preferido. Por último entonó una canción sobre conejos suaves y cariñosos y pajaritos plumosos en su nido,
tra la lá
, contento de que Anthony Tite no fuera testigo de su ternura. Su hermana tenía las mejillas más redondas y la carne más blanda que mamá, aunque ésta siempre decía que Anne Mary poseía las facciones y las características de los Kemp, incluido el modo en que entreabría la boca al dormir.
Al segundo día mamá tenía mejor aspecto, pero el padre dijo que el rubor que teñía sus mejillas se debía a la fiebre. Como temblaba, la cubrieron con más mantas.