La tercera mañana Rob fue a darle un vaso de agua y se sorprendió por el calor de su rostro. Mamá le palmeo la mano.
—Mi Rob J. —susurró—, tan varonil...
Su aliento olía muy mal y respiraba muy rápidamente.
Cuando Rob le cogió la mano, algo se transmitió del cuerpo de la mujer a la mente del chico. Fue una revelación: supo con absoluta certeza lo que a su madre le ocurriría. No pudo llorar ni gritar. Se le erizaron los pelos de la nuca. Sintió un terror absoluto. No podría haberle hecho frente si hubiera sido adulto, y solo era un niño.
En medio de su horror, apretó la mano de mamá y le provocó dolor. El padre lo vio y le dio un coscorrón.
A la mañana siguiente, la madre había muerto.
Nathanael Cole se sentó y lloró, lo que asustó a sus hijos, que aun no habían asimilado la realidad de que mamá se había ido para siempre. Nunca habían visto llorar a su padre y, pálidos y vigilantes, se apiñaron uno junto al otro.
El gremio se hizo cargo de todo.
Llegaron las esposas. Ninguna había sido intima de Agnes porque su educación la había convertido en una criatura sospechosa. Pero ahora las mujeres perdonaron su capacidad de leer y escribir y prepararon el cadáver para el entierro. A partir de entonces, Rob odió el olor a romero. Si hubieran corrido tiempos mejores, los hombres se habrían presentado por la noche, después del trabajo, pero había muchos parados y aparecieron temprano.
Hugh Tite, que era padre de Anthony y se le parecía, llegó en representación de los porta ataúdes, una comisión permanente que se reunía a fin de fabricar los féretros para los agremiados difuntos.
Palmeó el hombro de Nathanael.
—Tengo guardadas suficientes tablas de pino duro. Sobraron del trabajo del año pasado en la taberna de Bardwell. ¿Recuerdas que era una madera muy bonita? Ella tendrá lo que se merece.
Hugh era un jornalero semicualificado y Rob había oído a su padre hablar desdeñosamente de él por no saber cuidar sus herramientas, pero ahora Nathanael asintió atontado y se entregó a la bebida.
El gremio había proporcionado alcohol en abundancia, ya que un velatorio era la única ocasión en que se justificaban la embriaguez y la gula. Además de sidra y cerveza de cebada, había cerveza dulce y una mezcla denominada traspié, hecha mezclando agua con miel, dejando fermentar la solución seis semanas. También había pigmento, amigo y consuelo de los carpinteros, un vino condimentado con moras llamado
moral
; e hidromiel con especias. Se presentaron cargados con brazadas de codornices y perdices asadas, diversos platos de liebre y venado fritos o al horno, arenque ahumado, truchas y platijas recién pescadas y hogazas de pan de cebada.
El gremio ofreció una contribución de dos peniques para limosnas en nombre de la bendita memoria de Agnes Cole, y proporcionó portaféretros que encabezaron el cortejo hasta la iglesia, y cavadores que prepararon la fosa. Una vez en la iglesia de San Botolph, un sacerdote apellidado Kempton entonó distraídamente la misa y confió a mamá a los brazos de Jesús, al tiempo que los miembros del gremio recitaban dos salterios por su alma. Fue enterrada en el camposanto, delante de un tejo joven.
Al regresar a casa, las mujeres ya habían calentado y preparado el banquete fúnebre, y la gente comió y bebió durante horas, liberada de su destino de pobreza por la muerte de una vecina. La viuda Hargreaves se sentó con los niños, les fue dando los mejores bocados y armó gran alharaca. Los abrazó entre sus senos profundos y perfumados, donde se retorcieron y palidecieron. Pero cuando William se sintió mal, fue Rob quien lo llevó a la parte de atrás de la casa y le sostuvo la cabeza mientras se doblaba y vomitaba.
Poco después, Della Hargreaves palmeó la cabeza de Willum y dijo que era una pena, pero Rob sabía que había atosigado al niño con un plato de su propia factura, y durante el resto del banquete mantuvo a sus hermanos lejos de la anguila en conserva de la viuda.
Aunque Rob sabía lo que significaba la muerte, seguía esperando que mamá volviera a casa. Algo en su interior no se habría sorprendido demasiado si mamá hubiera abierto la puerta y entrado en casa, con provisiones del mercado o dinero del exportador de encajes de Southwark.
La lección de historia, Rob.
¿Cuáles fueron las tres tribus germánicas que invadieron Britania en los siglos V y VI después de Cristo?
Los anglos, los jutos y los sajones, mamá.
¿De dónde venían, cariño?
De Germania y Dinamarca. Conquistaron a los britones de la costa Este y fundaron los reinos de Northumbrta, Mercia y Eastanglia.
¿Qué vuelve tan inteligente a mi hijo?
¿Una madre inteligente?
¡Ja, ja! Aquí tienes un beso de tu madre inteligente. Y otro beso porque tienes un padre inteligente. No olvides jamás a tu padre inteligente...
Para gran sorpresa de Rob, su padre se quedó. Daba la sensación de que Nathanael quería hablar con los niños, pero era incapaz de hacerlo. Pasaba la mayor parte del tiempo reparando el techo de paja. Algunas semanas después del funeral, a medida que la parálisis iba desapareciendo y Rob empezaba a comprender lo distinta que sería su vida, por fin su padre consiguió trabajo.
El barro de la ribera londinense es marrón y profundo, un lodo blando y pegajoso que sirve de hogar a unos gusanos de los barcos llamados teredos. Los gusanos habían hecho estragos en las maderas, horadándolas a lo largo de los siglos e infestando los embarcaderos, por lo que había que reemplazar algunos. Era un trabajo pesado que no tenía nada que ver con la construcción de bonitos hogares, pero, en medio de sus penurias, Nathanael lo aceptó con mucho gusto.
A pesar de que era un mal cocinero, las responsabilidades de la casa recayeron en Rob J. A menudo Della Hargreaves llevaba alimentos o preparaba una comida, sobre todo si Nathanael estaba en casa, ocasiones en que se tomaba la molestia de perfumarse y de mostrarse bondadosa y considerada con los críos. Era robusta pero atractiva, de tez rojiza, pómulos altos, barbilla puntiaguda y manos pequeñas y rollizas que usaba lo menos posible para trabajar. Rob siempre había cuidado de sus hermanos, pero ahora se convirtió en su única fuente de atenciones, y ni a él ni a ellos les gustaba. Jonathan Carter y Anne Mary lloraban constantemente. William Steward había perdido el apetito y era un chiquillo de cara cansada y ojos muy abiertos. Samuel Edward estaba más descarado que nunca y lanzaba palabrotas a Rob J. con tanto regocijo que al mayor no le quedó más remedio que abofetearlo.
Procuró hacer al pie de la letra lo que pensó que ella habría hecho.
Por las mañanas, después que el pequeño tomaba su papilla y los demás recibían pan de cebada y algo de beber, Rob J. limpiaba el hogar bajo el agujero redondo para el humo, por el que, cuando llovía, caían gotas siseantes al fuego. Tiraba las cenizas en la parte trasera de la casa y luego barría los suelos. Quitaba el polvo de los pocos muebles de las tres habitaciones. Tres veces por semana iba al mercado de Billingsgate para comprar las cosas que mamá lograba llevar a casa en un único viaje semanal. La mayoría de los dueños de los puestos lo conocían. La primera vez que fue solo, algunos hicieron un pequeño regalo a la familia Cole como muestra de condolencia: unas manzanas, un trozo de queso, la mitad de un pequeño bacalao curado en sal... Pero a las pocas semanas se habían acostumbrado a su presencia, y Rob J. regateaba aun más ferozmente que mamá, por temor a que se les ocurriera aprovecharse de un niño. De vuelta en casa, siempre arrastraba los pies, pues no estaba dispuesto a recibir de manos de Willum la carga de los niños.
Mamá había querido que ese mismo año Samuel empezara la escuela. Se enfrentó a Nathanael y lo convenció de que permitiera a Rob estudiar con los monjes de San Botolph. Durante dos años, Rob había ido andando diariamente a la escuela parroquial, hasta que se vio en la necesidad de quedarse en casa para que mamá pudiera estar libre y hacer los encajes. Ahora ninguno asistiría a la escuela, porque su padre no sabía leer ni escribir y opinaba que la educación era una perdida de tiempo. Rob echaba de menos la escuela. Atravesaba a pie los barrios ruidosos de casas baratas y apiladas, y apenas recordaba que antaño su preocupación principal eran los juegos infantiles y el espectro de Tony Tite
El Meón
. Anthony y sus cohortes lo dejaban pasar sin perseguirlo, como si haber perdido a su madre le diera inmunidad.
Una noche su padre le dijo que trabajaba bien.
—Siempre has sido maduro para tu edad —comentó Nathanael casi con desaprobación.
Se miraron incómodos, pues tenían muy poco más que decirse. Si Nathanael pasaba el tiempo libre con fulanas, Rob J. no estaba enterado. Aun odiaba a su padre cuando pensaba como le había ido a mamá en la vida, pero sabía que Nathanael luchaba de un modo que ella habría admirado.
Fácilmente podría haber entregado a sus hermanos a la viuda, pero vigilaba expectante las idas y venidas de Della Hargreaves, ya que las chanzas y las risillas de los vecinos le habían hecho saber que era candidata a convertirse en su madrastra. Se trataba de una mujer sin hijos, cuyo marido, Lanning Hargreaves, también carpintero, había muerto quince meses antes, cuando le cayó una viga encima. Era costumbre que cuando una mujer moría y dejaba hijos pequeños, el viudo contrajera nuevo matrimonio en seguida, y no llamó la atención que Nathanael pasara ratos a solas en casa de Della. De todos modos, esos encuentros eran breves, pues por lo general Nathanael estaba demasiado cansado. Los enormes pilotes y tablones utilizados en la construcción de los embarcaderos debían cortarse en línea recta a partir de leños de roble negro, y hundirse en el fondo del río durante la bajamar. Nathanael trabajaba sometido al frío y la humedad. Al igual que el resto de su cuadrilla, desarrolló una tos seca y cavernosa, y siempre volvía con dolor de huesos. De las honduras del agitado y pegajoso Támesis extrajeron fragmentos de historia: una sandalia romana de cuero, con largas tiras para los tobillos; una lanza rota, restos de alfarería... Llevó a casa, para Rob J., un pedazo de pedernal trabajado; afilada como un cuchillo, la punta de flecha había aparecido a veinte pies de profundidad.
—¿Es romana? —preguntó Rob impaciente.
Su padre se encogió de hombros.
—Tal vez sea sajona.
No existió la menor duda acerca del origen de la moneda encontrada pocos días más tarde. Cuando Rob humedeció las cenizas del fuego y frotó y frotó la moneda, en una cara del disco ennegrecido aparecieron las palabras
Prima Cohors Britanniae Londonii
. Su latín eclesiástico apenas resultó suficiente.
—Tal vez se refiere a la primera cohorte que estuvo en Londres —comentó.
En la otra cara de la moneda aparecía un romano a caballo y tres letras: IOX.
—¿Qué significa IOX? —preguntó su padre.
Rob no lo sabía. Mamá habría podido contestar, pero como no tenía a nadie más a quien preguntárselo, se guardó la moneda.
Estaban tan acostumbrados a la tos de Nathanael, que ya no la oían. Una mañana que Rob estaba limpiando el hogar hubo una ligera conmoción delante de su casa. Abrió la puerta y vio a Harmon Whitelock, integrante de la cuadrilla de su padre, y a dos esclavos que había requisado entre los estibadores para que trasladaran a Nathanael a su casa.
Los esclavos aterrorizaban a Rob J. Existían diversas formas de que un hombre perdiera la libertad. El prisionero de guerra se convertía en el
servi
de un guerrero que podía haberle quitado la vida pero se la había salvado. Los hombres libres podían ser condenados a la esclavitud por graves delitos, al igual que los deudores o aquellos que no podían pagar un castigo o multa severos, La esposa y los hijos de un hombre se convertían en esclavos con él, al igual que las futuras generaciones de su familia.
Esos esclavos eran hombres corpulentos y musculosos, con las cabezas afeitadas, lo que denotaba su condición, y ropas raídas que apestaban. Rob J. no supo si se trataba de extranjeros capturados o de ingleses, ya que en lugar de dirigirle la palabra lo contemplaron impasibles. Nathanael no era esmirriado, pero lo transportaban como si pesara lo que una pluma. Los esclavos asustaron a Rob J. incluso más que la cetrina palidez del rostro de su padre, o la forma en que le colgaba la cabeza cuando lo depositaron en el suelo.
—¿Qué ha pasado?
Whitelock se encogió de hombros.
—Es una desgracia. La mitad hemos caído y no hacemos más que toser y escupir. Hoy se encontraba tan débil que quedó vencido en cuanto iniciamos el trabajo pesado. Supongo que unos pocos días de descanso le permitirán regresar a los muelles.
A la mañana siguiente, Nathanael no pudo abandonar la cama y su voz era como un chirrido. La señora Hargreaves trajo té caliente con miel y rondó por allí. Hablaron en tono bajo e íntimo, y una o dos veces la mujer rió. Cuando la viuda se presentó a la mañana siguiente, Nathanael tenia mucha fiebre y no estaba de humor para bromas ni sutilezas, así que se fue deprisa.
Su lengua y su garganta se tomaron de color rojo brillante y no hacía más que pedir agua.
Durante la noche soñó, y en un momento gritó que los apestosos daneses subían por el Támesis en sus barcos de proa alta. Se le llenó el pecho de una flema viscosa que no podía expulsar y respiraba con creciente dificultad. Al clarear el día Rob fue corriendo a la casa vecina en busca de la viuda, pero Della Hargreaves se negó a acudir.
—Me pareció que eran aftas. Y las aftas son altamente contagiosas —dijo, y cerró la puerta.
Como no tenía a donde apelar, Rob se dirigió una vez más al gremio. Richard Bukerel lo escuchó atentamente, lo siguió hasta su casa y se sentó un rato al pie de la cama de Nathanael, fijándose en su rostro encendido y oyendo el jadeo de su respiración.
La salida fácil habría consistido en llamar a un sacerdote. El clérigo poco podría haber hecho, salvo encender cirios y rezar, y Bukerel le podría haber dado la espalda sin temor a ser criticado. Desde hacia años era un constructor de éxito, pero estaba perdido en tanto jefe de la Corporación de Carpinteros de Londres, e intentaba administrar un magro erario para conseguir mucho más de lo posible.
Sin embargo, sabia lo que le ocurriría a aquella familia si no sobrevivía uno de los progenitores, por lo que se fue corriendo y utilizó los fondos del gremio para contratar los servicios de Thomas Ferraton, médico.