El conservador se lanzó hacia Jonathan e intentó arrastrarlo lejos del cadáver. Alfred lo oyó añadir algo acerca de un «lázaro», pero no entendió a qué se refería el conservador con aquel término incoherente.
Jonathan se quitó de encima al conservador con una fuerza nacida del dolor, de la desesperación y de la locura. El nigromante conservador fue a estrellarse contra una pared, se golpeó la cabeza y cayó derrumbado al suelo. El duque no le prestó la menor atención y tampoco reaccionó al sonido de unos pesados pasos, aún lejano pero cada vez más próximo. Con el cuerpo aún caliente de su esposa apretado contra su pecho, Jonathan continuó cantando las runas mientras las lágrimas le corrían por el rostro.
—Los guardias se acercan —dijo Haplo con voz acerada, cortante—. Probablemente, sólo me has salvado la vida para que me vuelvan a matar. Supongo que no se te habrá ocurrido pensar en el modo de salir de aquí, ¿verdad?
Alfred volvió la vista en un gesto involuntario hacia el pasadizo que los había llevado hasta allí y advirtió que el sonido de las botas pesadas procedía precisamente de allí.
—Yo..., yo... —balbució.
Haplo soltó un bufido de mofa y miró al duque con aire torvo.
—Está demasiado ido para resultarnos de alguna ayuda.
El patryn se incorporó con cierta vacilación y estuvo a punto de caer de nuevo sobre el lecho de piedra. Con una mirada furiosa, advirtió a Alfred que se mantuviera a distancia. Cuando recuperó el equilibrio, Haplo salió de la celda tambaleándose y observó el pasadizo, que continuaba hasta perderse en unas sombras impenetrables.
—¿Este conducto nos lleva fuera de las catacumbas, o a un callejón sin salida? Si es esto último, estamos atrapados. También puede suceder que nos perdamos en el laberinto de pasadizos. De todos modos, es nuestro único... ¡Eh, hola, muchacho! ¿De dónde sales?
Como si se materializara de la oscuridad, el perro saltó sobre su amo con un ladrido de alegría. Haplo se inclinó para acariciarlo. El perro hizo fiestas, dio vueltas en torno a su amo y le mordisqueó los tobillos en un frenesí de afecto.
Los pasos sonaban más cerca, pero parecía que avanzaban más lentamente y Alfred captó unas voces, ininteligibles pero audibles. A juzgar por los retazos de conversación, parecía que los intrusos recelaban de penetrar en las catacumbas y hacer frente a la magia amenazadora del misterioso extranjero.
Haplo dio unas palmaditas en los flancos al perro y dirigió una mirada inquisitiva a Alfred.
—¡Ya sé qué me vas a preguntar! —exclamó el sartán con voz agitada. Se incorporó apresuradamente, evitando la mirada del patryn, y cruzó la estancia hasta donde yacía el conservador, hecho un ovillo en el suelo. Alfred se arrodilló junto al cuerpo inconsciente del nigromante y añadió—: La respuesta es no. No consigo recordar el hechizo que he utilizado para matar al muerto. Lo intento, pero no puedo. Es como lo de mis desmayos: ¡no tengo modo de controlarlos!
—Entonces, ¿qué diablos haces perdiendo el tiempo? —replicó Haplo, airado—. ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Si supiéramos por dónde...!
—¡Las runas! —Alfred recordó los signos mágicos que había visto durante el descenso y se volvió hacia la pared del pasadizo, que brillaba a la luz de la lámpara. Con mano temblorosa, señaló la parte inferior de la pared y repitió—: ¡Las runas!
—Sí, las runas. ¿Y qué?
—Nos ayudarán a salir de aquí. Yo... ¡Espera!
Los dedos de Alfred siguieron los trazos tallados en la roca, repasaron las espirales y las muescas y los intrincados dibujos. Tocó uno de ellos y pronunció la runa. El signo mágico bajo sus dedos empezó a despedir una suave y radiante luz azulada. El fuego mágico prendió entonces en la runa contigua a la que estaba tocando, y también ésta empezó a emitir un fulgor mortecino. Muy pronto, una tras otra, apareció de la oscuridad una hilera de runas iluminadas que marcaba el pasadizo hasta desaparecer tras un recodo.
—¿Eso nos conducirá fuera? —inquirió Haplo. —Sí —contestó Alfred con confianza—. Es decir... —El sartán vaciló, recordando lo que había visto en los salones de los niveles superiores. Hundió los hombros y añadió—: Siempre que los signos mágicos no hayan sido destruidos o borrados...
—Bueno. Menos es nada... —murmuró el patryn con un gruñido. Las voces procedentes de los pasadizos sonaban más fuertes—. Vámonos. ¡Parece que estén agrupando ahí a todo el condenado ejército! Tú ve delante. Yo llevaré al príncipe. Conociendo a Baltazar, tengo la impresión de que pondrá trabas a que volvamos a la nave si no llevamos con nosotros a Su Alteza.
El nigromante conservador estaba inconsciente, pero vivo. Alfred podía dejarlo allí sin cargos de conciencia. Tras comprobarlo, el sartán corrió al lado de Jonathan y se agachó, sin saber qué hacer o decir para convencer al abrumado duque de que huyera para salvar una vida que, en aquel momento, debía de importarle muy poco.
Empezó a decir algo, se detuvo y reprimió una exclamación.
La magia de Jonathan había dado resultado: Jera tenía los ojos abiertos y miraba a su alrededor. Alfred la vio alzar el rostro hacia su esposo con la mirada cálida y brillante de los vivos. Jonathan alargó la mano para acariciarla pero, en aquel instante, la expresión de la duquesa fluctuó, se difuminó, y dio paso a la mirada fija, fría y vacía de los muertos.
—Jonathan! —murmuró su voz viva con un gemido de dolor—. ¿Qué has hecho?
Y, a continuación, se oyó el eco helado, como salido de una tumba, de una voz que repetía con un gemido: «¿Qué has hecho?».
Una sensación de horror llenó a Alfred. Se echó atrás, tropezó con Haplo y se agarró a él con alivio.
—¿No me has oído? ¡Sigue adelante! —soltó el patryn. Haplo llevaba asido por el brazo al príncipe y el cadáver se dejaba conducir con toda docilidad—. Si el duque no quiere venir, déjalo. No nos es de ninguna utilidad. ¿Qué diablos te sucede ahora? ¡Te juro que...!
Haplo volvió la vista y no terminó la frase. Boquiabierto, contempló la escena.
Jonathan se había puesto en pie y ayudaba a su esposa a incorporarse. La flecha seguía alojada en su pecho y la sangre le embadurnaba las ropas. Ambos detalles de la figura se quedaron grabados en la mente de Haplo y de Alfred, pero era su rostro lo que...
—Una vez, en Drevlin, vi a una mujer que se había ahogado —comentó el sartán en un susurro, con una nota de espanto en la voz—. Yacía bajo el agua con los ojos abiertos y el cabello agitado por la corriente. ¡Parecía viva, pero yo supe en todo instante que..., que no lo estaba!
Tampoco la duquesa lo estaba. Alfred recordó la ceremonia que había presenciado en la caverna, recordó los fantasmas situados tras los cadáveres, separados de los cuerpos, distanciados de ellos.
—¿Jonathan? —repitió la voz una y otra vez—. ¿Qué has hecho?
Y el eco espectral: «¿Qué has hecho?».
El fantasma de Jera no había tenido tiempo de liberarse del cuerpo y la mujer estaba atrapada entre dos mundos, el de los muertos y el de los espíritus. La duquesa se había convertido en un lázaro.
{14}
LAS CATACUMBAS, ABARRACH
El conservador recobró el conocimiento y se incorporó entre quejidos. Los pasos de los guardias volvían a resonar y las voces que discutían habían callado. Al parecer, habían recibido órdenes e iban tras los fugitivos.
El cadáver animado del príncipe Edmund miró a su alrededor con el aire desconcertado de quien es despertado de golpe; su fantasma, cerniéndose en el aire junto al hombro de la figura, susurraba incoherencias que sonaban como el ulular de un viento helado. El cadáver de la duquesa constituía una aparición espantosa. Su imagen sufría continuos cambios, disolviéndose por un instante en la de un fantasma serpenteante, para hacerse tangible de nuevo al momento siguiente, bajo la forma de un cadáver pálido y ensangrentado. El duque no podía hacer otra cosa que mirarla; la enormidad de su crimen lo tenía totalmente aturdido. Alfred mostraba una palidez mortal, más acusada que la del cadáver, y daba la impresión de ir a desmayarse en cualquier momento. El perro ladró frenéticamente.
Sería más fácil quedarse allí a morir, se dijo Haplo con amargura. Pero no se atrevía a dejar atrás su cuerpo incólume.
—¡En marcha! —ordenó, dando un codazo en las costillas a Alfred sin miramientos—. Yo tengo al príncipe. ¡Vamos!
—¿Qué hay de...? —Alfred no podía apartar la mirada del duque y del horrible espectro de lo que había sido la duquesa.—¡Olvídate de ellos! Tenemos que largarnos de aquí. Se acercan los soldados y, probablemente, el propio dinasta viene con ellos. —Haplo empujó a un reacio Alfred pasadizo adelante—. Kleitus se encargará de los duques.
—¡Me mandarán al olvido! —chilló el lázaro. «... olvido...», repitió el eco.
El miedo puso en movimiento el cuerpo y el espíritu del lázaro. Haplo echó un vistazo a su espalda bajo la espectral oscuridad azulada, levemente iluminada por las runas, y tuvo la espantosa sensación de que dos mujeres corrían tras él.
La huida de Jera hizo reaccionar a Jonathan. El duque corrió tras su esposa. Sus manos avanzaron hacia ella, pero dio la impresión de que no se atrevía a tocarla. Por fin, los brazos cayeron a los costados, sin fuerzas.
Alfred inició un cántico. Las runas de las paredes se iluminaron brillantemente, guiándolos hacia el interior de las catacumbas. La luz azulada rara vez fallaba. Si una fila de signos mágicos de una pared se apagaba o perdía luminosidad, era casi seguro que las runas de la otra pared eran visibles.
Las runas los condujeron cada vez más abajo. El suelo formó una pendiente tan acusada que hacía incómodo el avance. El bloque de celdas quedó atrás muy pronto, igual que las mejoras modernas como las lámparas de gas de las paredes.
—¡Esta parte... es antigua! —exclamó Alfred, jadeando debido al esfuerzo de tanto correr, trastabillar y tambalearse—. Las runas... están intactas.
—Sí, pero ¿adonde diablos nos conducen? —preguntó Haplo—. ¿No nos llevarán a un pozo, verdad? ¿O de cabeza a un callejón sin salida...?
—Yo... Creo que no.
—¡
Crees
que no! —repitió Haplo con aire despectivo.
—Al menos, las runas no guían a nuestro enemigo hacia nosotros —apuntó Alfred, señalando el camino por el que venían. El pasadizo había quedado engullido por la oscuridad; las runas se habían apagado.
Haplo aguzó el oído y no logró captar rastro alguno de las pisadas ni de las voces. Tal vez el estúpido de Alfred había conseguido por fin hacer una a derechas. Y quizás el dinasta había abandonado la persecución.
—Eso, o tiene el suficiente juicio para no acudir aquí abajo —murmuró Haplo. El patryn se sentía mareado e inseguro de sus piernas. Cada respiración le costaba un considerable esfuerzo. Las runas pasaban borrosas ante sus ojos.
—Si pudiera descansar... un rato —sugirió Alfred tímidamente—. Si tuviera un momento para reflexionar...
Haplo no quería detenerse. Le parecía inimaginable que el dinasta permitiera que se les escurrieran de entre los dedos. Sin embargo, era consciente (aunque jamás lo hubiera reconocido) de que no estaba en condiciones de dar un paso más.
—Está bien —accedió, pues. Se dejó caer al suelo, aliviado. El perro se enroscó a su lado y, apretándose contra él, apoyó la cabeza en la pierna de su amo.
—Vigílalos, muchacho —le ordenó éste, moviendo la testuz del animal en un lento arco que abarcó a todos los presentes en el estrecho túnel. El cadáver del príncipe había dejado de avanzar y permanecía firme, mirando al vacío. El cuerpo y el espíritu de Jera se balanceaban inquietos de un lado a otro del pasadizo. Jonathan se derrumbó sobre el suelo de roca y hundió el rostro entre los brazos. No había pronunciado palabra desde el inicio de la huida.
El patryn cerró los ojos y se preguntó, agotado, si tendría energías suficientes para completar el proceso de curación. O si ésta era posible, teniendo en cuenta la potencia del veneno que Kleitus había empleado contra él...
El perro alzó la cabeza y soltó un ladrido seco. Haplo abrió los ojos.
—No te muevas de nuestro lado, Alteza —dijo el patryn.
El cadáver del príncipe, que ya se había alejado unos pasos túnel adelante, dio media vuelta. La expresión de perplejidad de su rostro aparecía reemplazada por una mueca de determinación.
—Vosotros no sois mi pueblo. Debo volver con mi pueblo.
—Te llevaremos con él, pero debes tener paciencia.
La respuesta pareció contentar al cadáver de Edmund, que volvió a quedarse inmóvil. Su fantasma, en cambio, se agitó y pareció susurrar algo. El lázaro detuvo su inquieto vagar y volvió la cabeza como si alguien le hubiera hablado.
—¿Es eso lo que deseas? ¡La experiencia no es nada agradable! ¡Fíjate en mí! —exclamó con voz desgarrada.
«... en mí...», se oyó el eco.
El fantasma del príncipe parecía decidido.
El lázaro levantó los brazos y sus manos ensangrentadas trazaron unas extrañas runas en torno al cadáver de Edmund. El rostro de éste, antes apacible en la muerte, se contrajo de dolor. El fantasma desapareció y la vida brilló en los ojos del cadáver. Sus labios se entreabrieron y formaron unas palabras, pero sólo uno de los presentes escuchó lo que decían.
La figura cambiante de la duquesa se volvió hacia Haplo.
—Su Alteza se pregunta por qué lo ayudas.
Haplo intentó mirar hacia Jera, cruzar su mirada con la del lázaro, pero no fue capaz. La visión de la sangre, la flecha y aquel rostro cambiante le resultó insoportable, demasiado horrible. Se maldijo por su debilidad, pero mantuvo la mirada fija en el príncipe.