—Estarás mucho más seguro aquí, Alfred —aseguró la duquesa—. No es que llevarnos de Necrópolis al príncipe sea demasiado peligroso, pero aun así...
—Iré con vosotros —insistió Alfred, terco. Para su sorpresa, encontró a un ardoroso valedor en Tomás.
—Estoy de acuerdo contigo —declaró el joven con entusiasmo—. Decididamente, deberías acompañarnos.
Tomás llevó aparte ajera y le cuchicheó algo. Los ojos astutos de la mujer estudiaron con detenimiento a Alfred, para incomodidad de éste.
—Sí, quizá tengas razón.
Jera sostuvo una charla con su padre. Alfred prestó atención y captó algunos fragmentos del diálogo.
—No deberíamos dejarlo aquí (...) por si acaso las tropas del dinasta (...) recuerda lo que te conté que vi (...) la muerte del muerto (...).
—¡Está bien! —exclamó el anciano con desagrado—. Pero no sueñes con llevarlo con nosotros a palacio. ¡Seguro que tropezaría con algo y eso sería fatal para todos!
—No, no —lo tranquilizó Jera—. Pero ¿qué hacemos con el perro? —insistió con un suspiro.
Finalmente, decidieron correr el riesgo de llevarlo con ellos. Como apuntó Tomás, iban a entrar en la ciudad durante el período de descanso y serían muy escasas las probabilidades de que tropezaran con algún ciudadano vivo que se tomara la molestia de presentar una protesta por la presencia de un animal.
Viajaron por los caminos secundarios de las Antiguas Provincias y llegaron a Necrópolis en pleno período de reposo. El camino principal que conducía a la ciudad estaba desierto. La muralla se alzaba oscura y silenciosa. Las lámparas de gas estaban apagadas y la única luz era el leve resplandor rojizo de lejano mar de Fuego. Tras desmontar del carruaje, siguieron a Tomás hasta lo que parecía una madriguera bajo la pared de la caverna. Toda la ciudad conocía la existencia de los agujeros de rata, como los llamaban, y sus habitantes los utilizaban porque eran preferibles al acceso por la puerta principal y al tráfico congestionado de los túneles.
—¿Cómo piensa el dinasta defender esas entradas contra un ejército invasor? —susurró Jera mientras agachaba la cabeza para no golpearse con el techo húmedo y brillante de la oquedad.
—Seguro que él debe de hacerse la misma pregunta —respondió Tomás con una leve sonrisa—. Tal vez por eso se ha encerrado en sus aposentos con los mapas y los consejeros militares.
—Pero también es posible que no sienta la menor preocupación —intervino Jonathan mientras ayudaba por enésima vez a Alfred a ponerse en pie—. Necrópolis no ha caído nunca ante un asalto.
—Es este suelo resbaladizo... —murmuró Alfred en tono de disculpa, encogiéndose ante la mirada de irritación del viejo conde—. ¿De veras habéis librado tantas guerras entre vosotros?
—¡Oh, sí! —respondió Jonathan con toda tranquilidad, como si estuvieran hablando de partidas de fichas rúnicas—. Si te interesa el tema, ya te hablaré de eso más tarde. Ahora, supongo que será mejor si bajamos la voz. ¿Por dónde, Tomás? Aquí abajo me confundo fácilmente.
Tomás indicó una dirección y el grupo se adentró en un laberinto de túneles a oscuras, que se entrecruzaban de tal modo que Alfred no tardó en sentirse completamente perdido y confuso. Cuando miró a su alrededor, vio trotar tras ellos al perro.
Las primeras calles, las más próximas a la muralla, estaban vacías. Estrechas y lúgubres, serpenteaban entre un barrio desordenado de casas y pequeñas tiendas desvencijadas, construidas con bloques de piedra negra o excavadas en las formaciones de lava.
A aquellas horas del período de reposo del dinasta, las tiendas estaban cerradas y las casas, a oscuras. Muchas de éstas parecían desiertas, abandonadas a su suerte. Las puertas colgaban de las bisagras en ángulos extraños y las calles estaban sembradas de harapos y de fragmentos de hueso. El olor a descomposición resultaba allí inusualmente intenso. Alfred, movido por la curiosidad, se asomó por una ventana rota.
Un pálido rostro cadavérico lo miró desde la oscuridad. Unas cuencas vacías contemplaron la calle sin verla. Alarmado, Alfred retrocedió trastabillando y estuvo a punto de derribar a Jonathan.
—¡Vamos, sostente! —protestó el duque, recuperando el equilibrio y ayudando a Alfred a hacer lo propio—. Reconozco que es una vista deprimente. Esta parte de la ciudad fue en otro tiempo muy bonita, o así nos cuentan los códices antiguos. Entonces, este barrio albergaba a la clase trabajadora de Necrópolis: soldados, constructores, tenderos y nigromantes y conservadores de bajo rango. —Tras una mirada de advertencia de su esposa, bajó la voz y añadió—: Supongo que se puede decir que aún viven aquí, pero la mayoría de ellos lo hace como cadáveres.
Aquellas calles vacías con sus casas como tumbas resultaban tan deprimentes que Alfred suspiró de alivio cuando salieron a un túnel más amplio y vieron por fin a algún transeúnte. Entonces recordó el peligro de que se fijaran en el perro y, pese a los susurros de Jera asegurándole que todo iba bien, Alfred continuó su avance con aire nervioso, siempre pegado a la pared y evitando los charcos de luz mortecina de las lámparas siseantes. El perro lo siguió casi pegado a los talones, como si entendiera la situación y colaborara voluntariamente.
Los transeúntes pasaban junto al grupo sin mirarlos, como si no advirtieran siquiera su presencia. Poco a poco, Alfred se dio cuenta de que toda aquella gente eran cadáveres. Los muertos recorrían las calles de Necrópolis durante las horas de descanso de los vivos.
La mayoría de los cadáveres caminaba con decisión, claramente concentrada en alguna tarea encomendada por los vivos antes de acostarse. Sin embargo, aquí y allá, topaban con algún muerto que vagaba sin rumbo o que realizaba algún trabajo que habría debido llevar a cabo durante el período de vigilia. Los nigromantes rondaban Necrópolis haciéndose cargo de los muertos que se despistaban, que olvidaban su tarea o que se convertían en una molestia. El grupo de Alfred tuvo buen cuidado de ocultarse de dichos nigromantes, resguardándose en las sombras de los portales hasta que los hechiceros de negras túnicas se alejaban.
Necrópolis estaba construida en una serie de semicírculos en cuyo centro se alzaba la fortaleza. En los primeros tiempos, dentro de esta fortaleza habitaba una pequeña población de mensch y sartán pero, cuando creció el número de los que acudían a instalarse permanentemente en la ciudad, la población no tardó en extenderse más allá de las murallas y empezaron a edificarse casas a la sombra de su protección.
En los tiempos más prósperos de Necrópolis, el entonces dinasta, Kleitus III, convirtió la fortaleza en su castillo. La nobleza habitaba en espléndidas casas situadas cerca del castillo y el resto de la población se extendía en torno a ellas, en orden de rango y riqueza.
La casa de Tomás se hallaba a medio camino entre las casas pobres de la muralla exterior de la ciudad y las mansiones de los ricos, próximas a los muros del castillo. Deprimido y fatigado tras el recorrido, Alfred se alegró muchísimo de escapar de la atmósfera lóbrega y húmeda de las calles y entrar en unas estancias cálidas y bien iluminadas.
Tomás se excusó ante los duques y el conde por la modestia de su casa, la cual, como la mayoría de las viviendas de la caverna, estaba diseñada para ganar espacio.
—Mi padre era un noble menor. Me dejó el derecho a acceder a la corte como los demás nobles, a la espera de una sonrisa de Su Majestad, y poco más —explicó Tomás con un deje de amargura—. Ahora, sigue acudiendo a la corte con los demás muertos. Yo también lo hago, con los vivos. Hay pocas diferencias entre los dos.
—Todo eso cambiará pronto —aseguró el conde, frotándose las manos—. La rebelión se acerca.
—La rebelión se acerca —repitieron los demás en una especie de reverente letanía.
Alfred emitió un débil suspiro, se dejó caer en una silla y se preguntó qué hacer a continuación. El perro se enroscó a sus pies. El sartán se sentía confuso, incapaz de pensar o reaccionar por propia iniciativa. No era un hombre de acción, como Haplo.
«Los acontecimientos me mueven a mí y no al contrario», reflexionó Alfred con tristeza. Se suponía que debía hacer algo para poner fin a la práctica de las artes nigrománticas, prohibidas durante tanto tiempo. Pero ¿qué? Estaba solo en ese empeño, y no era un hombre muy fuerte ni muy astuto para un asunto como aquél.
El único pensamiento que llenó su mente, su única aspiración, era huir de aquel mundo horrible, escapar, desaparecer, olvidarlo y no volver a pensar nunca más en él.
—Disculpa, amigo —dijo el duque, acercándose a él y dándole una afectuosa palmadita en la rodilla.
Alfred dio un respingo y levantó la vista, asustado.
—¿Te encuentras bien? —inquirió Jonathan, preocupado.
Alfred asintió, hizo un vago gesto con la mano y murmuró algo sobre lo fatigoso del trayecto.
—Antes has mencionado que te interesaba la historia de nuestras guerras. Mi esposa y el conde están planificando con Tomás la estrategia para hacernos con el cuerpo del príncipe. A mí me han echado. —Jonathan se encogió de hombros con una sonrisa—. Sencillamente, no tengo dotes para las intrigas. Mi función es entretenerte, pero, si estás demasiado cansado y prefieres retirarte, Tomás te enseñará tu habitación...
—No, no. —Si algo no quería Alfred era quedarse a solas con sus pensamientos—. Por favor, me encantará escuchar historias de..., de guerras. —Tuvo que esforzarse para hacer pasar la palabra por el nudo que sentía en la garganta.
—Sólo puedo hablarte de las que se libraron aquí. —El duque acercó una silla y se puso cómodo—. ¿Té? ¿Unas galletas? ¿No tienes hambre? Bien, veamos por dónde empiezo. Al principio, Necrópolis era una población pequeña; era, sobre todo, un lugar donde aguardaba la gente hasta poder trasladarse a otras partes de Abarrach. Sin embargo, al cabo de un tiempo, los sartán y los mensch (entonces había mensch aquí) empezaron a considerar que la vida era bastante buena en la ciudad y que no era preciso marcharse. Necrópolis creció entonces rápidamente. Se empezó a cultivar la tierra fértil y las cosechas prosperaron. Por desgracia, no sucedió lo mismo con los mensch.
Jonathan hablaba con una ligereza y despreocupación que Alfred encontró desconcertante.
—No parece que eso te preocupe gran cosa —apuntó en un tono de suave rechazo—. Pero se suponía que los sartán tenían que proteger a las razas más débiles.
—Sí, creo que nuestros antepasados se preocuparon mucho, al principio —respondió Jonathan en actitud defensiva—. Se sintieron abrumados, incluso. Pero, en realidad, no fue culpa suya. La ayuda que les prometieron que recibirían de otros mundos no llegó nunca y la magia necesaria para mantener con vida a los mensch en este mundo hostil resultó, sencillamente, excesiva. Nuestros antepasados no pudieron proporcionársela. No estaba en su mano evitar su extinción y, con el tiempo, dejaron de echarse la culpa. La mayoría de sus descendientes acabó por creer que la era de la Agonía de los Mensch fue un suceso inevitable, necesario.
Alfred no dijo nada y sacudió la cabeza, abatido.
—Fue en esa época, posiblemente como reacción a lo sucedido —continuó Jonathan—, cuando se iniciaron los estudios sobre las artes nigrománticas.
—Las artes
prohibidas
—lo corrigió Alfred, pero en una voz tan baja que el duque no lo oyó.
—Cuando ya no tuvieron que dedicar energías a mantener a los mensch, nuestros antepasados descubrieron que podían vivir bastante bien en este mundo. Inventaron naves de hierro para cruzar el mar de Fuego, fundaron colonias sartán por todo Abarrach y establecieron rutas comerciales. Así nació el reino de Kairn Necros. Y, conforme progresaban, lo hacía también el arte de la nigromancia. Hasta que, pronto, los vivos vivían de los muertos.
Sí. Alfred fue viendo en imágenes lo que Jonathan le contaba.
La vida en Abarrach era satisfactoria. Y la muerte tampoco estaba mal. Pero entonces, justo cuando todo parecía ir tan bien (dejando aparte el asunto de los mensch, que, de todos modos, ya había caído en un olvido casi total), las cosas empezaron a torcerse terriblemente.
El mar de Fuego y todos los lagos y ríos y océanos de magma empezaron a enfriarse y a encogerse. Reinos que hasta entonces habían sido vecinos comerciales se convirtieron en acérrimos enemigos que acaparaban sus preciosos suministros de comida y combatían por los colosos portadores de vida. Entonces se libraron las primeras guerras.
—Supongo que sería más correcto llamarlas escaramuzas o altercados, y no guerras. Estas —continuó Jonathan en tono más serio y solemne— llegarían más tarde. Según parece, nuestros antepasados no tenían una idea demasiado clara de cómo se hacía una guerra.
—¡Por supuesto que no! —respondió Alfred con gesto grave—. Los sartán aborrecemos la violencia. Somos los pacificadores. ¡Promovemos la paz!
—Vosotros os podéis permitir ese lujo —apostilló Jonathan sin alzar la voz—. Nosotros, no.
Alfred enmudeció, desconcertado por el comentario del joven duque. ¿Acaso la paz era un lujo sólo al alcance de un mundo rico y bien abastecido? Recordó al pueblo del príncipe Edmund, harapiento, helado y hambriento, viendo morir a sus ancianos y a sus niños mientras en el interior de la ciudad había comida y calor. ¿Qué habría hecho él en su lugar? ¿Se limitaría a ver morir a sus hijos, a dejarse morir mansamente? ¿O lucharía? Alfred se movió en su asiento, repentinamente incómodo.
«Ya sé lo que haría —se dijo—. ¡Me desmayaría!»
—Con el paso del tiempo, nuestro pueblo se hizo más amante de la guerra —Jonathan dio un sorbo a la taza de té de hierba de kairn—. Los jóvenes empezaron a entrenarse como soldados y se organizaron ejércitos. Al principio intentaron combatir empleando como arma la magia, pero ésta consumía demasiadas energías que eran necesarias para la supervivencia, de modo que estudiaron el antiguo arte de fabricar armas. Las espadas y las lanzas son mucho más toscas que la magia, pero son eficaces. Las escaramuzas se convirtieron en batallas e, inevitablemente, condujeron a la gran guerra de hace aproximadamente un siglo: la Guerra del Abandono.
»Una poderosa hechicera llamada Bethel afirmó haber descubierto la manera de salir de este mundo. Anunció que tenía intención de marcharse y que se llevaría a todo el que quisiera ir con ella. Consiguió muchos seguidores y, si se hubieran marchado todos, la población del reino, que ya disminuía rápidamente de manera natural, habría quedado diezmada. Eso, por no hablar del temor que sentía todo el mundo a lo que pudiera suceder si la «Puerta», como ella la llamaba, se abría. ¿Quién sabía qué fuerza terrible podía entrar por ella y adueñarse de Abarrach?