Se sintió reanimado, aunque no estuvo seguro de si se debía a aquella nueva esperanza o a las palabras reconfortantes del fantasma. Su cerebro había recibido demasiados sobresaltos y traqueteos como para formar pensamientos coherentes, y se limitó a agarrarse del lateral del vehículo con ceñuda determinación. La vida tenía un sentido y un propósito; Alfred aún no estaba seguro de cuáles eran, pero había decidido, al menos, seguir buscando.
El carruaje se aproximó al mar de Fuego y al peligro. Al llegar a lo alto de una pendiente, Alfred contempló a sus pies los embarcaderos; allí, entre los barcos, estaba el ejército de muertos arremolinándose y moviéndose en un gran caos. La escena evocó en él la imagen de una colonia de gusanos del coral invadida por un retoño de dragón hambriento. Al principio, cada gusano se ocupaba únicamente de escapar de las voraces mandíbulas. Sin embargo, después del pánico y la confusión iniciales, la amenaza había unido a los insectos y éstos se habían vuelto, en bloque, para repeler la agresión. La madre dragón había rescatado a su pequeño justo a tiempo.
Aunque en aquel momento reinara el pánico y la confusión en el muelle, un objetivo común los uniría muy pronto.
El carruaje aceleró pendiente abajo y se desvió hacia el este para dejar a buena distancia las naves de los muertos. Jonathan forzó a la aterrada pauka a una marcha agotadora. El ejército y el muelle desaparecieron de la vista.
Por fin, la enloquecida carrera llegó a su término. El carruaje se detuvo junto a la costa rocosa del mar de Fuego. La pauka se derrumbó en el suelo con los arreos aún puestos, jadeando pesadamente.
Delante de ellos, el vasto océano de magma incandescente despedía su fulgor rojo anaranjado, cuya intensa luz se reflejaba en la brillante superficie negra de las estalactitas que descendían en espiral desde el techo de la caverna. Enormes estalagmitas, oscuras contra el fondo encendido del mar de lava, formaban un perfil de costa como los dientes de una sierra mellada. Las olas de magma batían contra ellas perezosamente. Una sinuosa corriente de agua, procedente de la ciudad que se alzaba al fondo de la cavidad, caía al mar con un siseo y llenaba luego el aire caliente, infernal, convertido en enormes nubes de vapor.
Los vivos y el muerto se detuvieron cerca de la playa y observaron el mar. Apenas visible a lo lejos, Alfred creyó distinguir la otra costa.
—Creía que habías dicho que aquí encontraríamos una embarcación... —Haplo dirigió una mirada torva y cargada de suspicacia al cadáver del príncipe.
—Dije que os mostraría un modo para cruzar al otro lado —lo corrigió Edmund—. No hablé de ninguna embarcación.
El fantasma alzó un brazo blanco, luminoso, y señaló algo con un dedo etéreo. Al principio, Alfred pensó que Edmund se refería a que usaran su magia para cruzar el mar llameante.
—No puedo —murmuró el sartán, abatido—. Estoy demasiado débil. Tengo que emplear casi todas mis energías sólo para seguir vivo.
Hasta entonces, Alfred no había experimentado jamás el peso de su propia condición mortal; no había advertido nunca que sus poderes tenían límites físicos. Ahora empezaba a comprender a los sartán de Abarrach; a comprenderlos como había empezado a entender a Haplo. Podía ponerse en su piel.
El fantasma no dijo nada, pero Alfred creyó ver de nuevo la sombra de una sonrisa en sus labios traslúcidos. Su dedo seguía alzado.
—Un puente —dijo Haplo—. Hay un puente.
—¡Sartán...! —Alfred estuvo a punto de exclamar, como de costumbre, «¡Sartán bendito!». Pero las palabras murieron en sus labios. Nunca volvería a utilizar aquella fórmula. Al menos, no sin pensarlo a fondo.
Cuando Haplo lo había señalado, Alfred distinguió el puente (si realmente merecía tal apelativo, pensó). En realidad, no era más que una larga hilera de grandes peñascos de formas extrañas que, como por casualidad, se extendía en una línea recta que llegaba de una costa a otra del mar de Fuego. Era casi como si una gigantesca columna de roca hubiera caído sobre el magma y sus restos formaran un puente.
—Es el coloso caído —dijo Jonathan, asintiendo—. Pero antes estaba en mitad del océano.
—Eso era antes —comentó el príncipe—. Pero el mar se está encogiendo y ahora se puede alcanzar y utilizarlo para cruzar.
—Si es que tenemos valor para hacerlo —murmuró Haplo, y acarició al perro, rascándole la cabeza—. Aunque eso tanto da. —Con un pestañeo, miró a Alfred—. Como tú has dicho, sartán, no tenemos alternativa.
Alfred quiso responder, pero le ardía la garganta. La boca se le había quedado seca y sólo pudo contemplar el puente roto, las enormes brechas entre los fragmentos de la columna caída, el mar de magma que fluía debajo.
Un resbalón, un paso en falso...
«¿Y qué ha sido mi vida —se preguntó Alfred con desconsuelo— sino una serie interminable de resbalones y pasos en falso?»
Descendieron entre los peñascos hasta la orilla del mar. El camino era traicionero; manos y pies resbalaban sobre la roca húmeda y una espesa niebla flotaba ante sus ojos impidiéndoles la visión. Alfred entonó runas hasta quedarse afónico y casi sin aliento. Tenía que concentrarse para dar cada paso, para asirse a cada saliente. Cuando al fin llegaron a la base del coloso caído, estaba agotado. Y la parte más difícil aún no había comenzado.
Hicieron un alto junto a la base para descansar e inspeccionar el camino que les esperaba. Las pálidas facciones de Jonathan brillaban de sudor y el cabello le caía en húmedas greñas junto a las sienes. Tenía los ojos hundidos y rodeados de oscuras sombras. El duque se pasó la mano por la boca, asomó la lengua entre los labios cuarteados —el ataque de los lázaros les había impedido aprovisionarse de agua— y miró a la otra orilla, como si fijara un extremo de su voluntad en aquel oscuro horizonte con la intención de utilizarlo como maroma a la que sujetarse en su avance.
Haplo se encaramó al primer segmento del coloso hecho pedazos para examinar la piedra bajo sus pies. Aquel primer fragmento, la base, era el más largo y sería el más fácil de cruzar. Poniéndose en cuclillas, observó la roca con curiosidad y pasó la mano por ella. Alfred permaneció sentado en la orilla, jadeante, envidiando la fuerza y la juventud del patryn. Haplo le hizo una seña.
—¡Sartán! —dijo, en tono perentorio.
—Me llamo... Alfred.
Haplo alzó la mirada, frunció el entrecejo y masculló:
—¡No tengo tiempo para tonterías! Veamos si eres útil, por una vez. Ven a echarle un vistazo a esto.
Todo el grupo trepó al coloso. Arriba era tan ancho que se podría haber colocado en él tres carretas de carga atravesadas y aún quedaría espacio para un par de carruajes por cada lado. Alfred se arrastró por él con la misma cautela que si fuera la rama de un pequeño árbol hargast tendido sobre un torrente de aguas bravas. Cuando se acercó a Haplo, el sartán resbaló y cayó de cuatro manos sobre la roca. Cerró los ojos y hundió los dedos en la piedra.
—No ha sido nada —dijo Haplo, hastiado—. ¡Maldita sea, tendrías que ser el colmo de la torpeza para caerte de aquí! ¡Abre los ojos, estúpido! ¡Mira, mira eso!
Alfred abrió los ojos y miró a su alrededor, temeroso. Estaba muy lejos del borde pero tenía muy presente el mar de magma que fluía debajo de él, y aquel pensamiento hacía que el borde pareciera mucho más próximo. Apartó la mirada del flujo viscoso, de color rojo aloque, y miró la roca bajo sus manos.
Signos mágicos... grabados en la roca. Alfred olvidó el peligro y sus manos siguieron amorosamente las antiguas runas talladas en la piedra.
—¿Pueden ayudarnos de algún modo esas runas? ¿Sirve todavía para algo su magia? —inquirió Haplo en un tono de voz que daba a entender que aquella magia no había servido nunca de gran cosa.
Alfred movió la cabeza en gesto de negativa y respondió:
—No, ya no puede ayudarnos. La magia de los colosos estaba destinada a proporcionar vida, a portar vida desde este reino inferior hasta las cavernas y territorios de más arriba.
El cadáver de Edmund levantó la cabeza y sus ojos muertos contemplaron otra tierra, que tal vez podían ver con más claridad que esta por la que el príncipe se desplazaba ahora. La expresión del fantasma se hizo lúgubre y triste.
—Ahora, esa magia se ha roto. —Alfred exhaló un profundo suspiro, miró atrás hacia la costa y contempló los bordes quebrados, mellados, de la base de la columna—. Y el coloso no cayó por accidente. Es imposible que así fuera, pues su magia lo habría impedido. El coloso fue derribado deliberadamente, tal vez por quienes temían que estuviera absorbiendo vida de Necrópolis para transportarla a los reinos de más arriba. Fuera cual fuese la razón, su magia se ha desvanecido y no podrá ya ser renovada.
Igual que aquel mundo. El mundo de los muertos.
—¡Mirad! —exclamó Jonathan. Su rostro y sus ojos reflejaban el calor del fuego.
A duras penas, distinguieron a lo lejos las primeras naves que se separaban de la costa.
Los muertos habían iniciado la travesía.
MAR DE FUEGO, ABARRACH
Echaron a correr por la columna cubierta de runas lo mas aprisa que se atrevieron. Tenían una ventaja sobre las naves, ya que el menguante mar de Fuego tenía en aquel punto su menor anchura y, por tanto, estaban mucho más cerca de la orilla opuesta que Kleitus y su ejército. La visión de las naves les dio renovados ímpetus y energías. Aunque los signos mágicos hubieran perdido su poder, los surcos de las runas les proporcionaban un terreno firme y una buena tracción para avanzar por la resbaladiza superficie.
Y, entonces, llegaron al final del primer fragmento. Un enorme precipicio en forma de uve separaba la base del coloso caído del segmento siguiente. Entre ambos se agitaba el mar de magma, turbulento entre los bordes mellados y cortados a pico.
—¡No podemos cruzar eso! —dijo Alfred, observando el abismo con abatimiento.
—No, aquí arriba es imposible. —Haplo calculó la distancia con la vista—. Pero quizá podamos ahí abajo. ¡Incluso tú deberías poder dar ese salto, sartán!
—¡Pero...! ¡Resbalaré, me caeré! Yo... Está bien, lo intentaré... —A Alfred se le hizo un nudo en la garganta y bajó los ojos ante la mirada furiosa de Haplo.
—No hay alternativa, no hay alternativa... —canturreó Alfred una y otra vez, en lugar de las runas. Tenía que conservarlas reservas mágicas que aún tuviera. Y, de algún modo, la letanía pareció ayudarlo.
—Eres un estúpido —murmuró Haplo al escuchar su soniquete. El patryn se detuvo al fondo de la hendidura con las piernas separadas, en perfecto equilibrio sobre unos accidentados estratos de roca, como un gato. Agarró por el delgado antebrazo a Alfred y trató de calmar al tembloroso sartán—. ¡Ahora, salta al otro lado!
Alfred miró atemorizado al otro lado de lo que le pareció un brazo inmenso de lava turbulenta.
—¡No! —se resistió a avanzar—. ¡No puedo! Jamás lo conseguiré! Yo...
—¡Salta! —rugió Haplo.
Alfred flexionó las rodillas y, de pronto, se encontró volando por los aires impulsado por un violento empujón desde detrás. Agitando los brazos como si volara, aterrizó pesadamente en el borde de un saliente rocoso a treinta palmos por encima del mar de lava. Y empezó a resbalar. Sus mano buscaron a tientas un asidero, pero bajo sus dedos se desmenuzaron unos guijarros. El sartán caía, resbalaba hacia el magma del fondo.
—¡Agárrate! —gritó Jonathan, frenético.
Alfred alargó la mano desesperadamente hacia un fragmento de roca que sobresalía del farallón. Cerró los dedos en torno a él y consiguió detener su caída. Tenía las manos sudorosas y empezó a resbalar de nuevo, pero sus pies encontraron un punto donde apoyarse y logró detenerse. Con los brazos y las piernas doloridos del esfuerzo, consiguió encaramarse al saliente y se quedó allí, encogido, tiritando de la impresión, sin atreverse a creer que se había salvado.
No tuvo tiempo de relajarse. Antes de que supiera qué estaba sucediendo, Jonathan salvó la hendidura de un salto, ayudado por detrás por los brazos infatigables de Haplo. El joven duque aterrizó con gracia y tranquilidad. Alfred lo agarró y lo ayudó a sostenerse.
—Aquí no hay espacio para los dos. Sigue hacia arriba —le dijo Alfred—. Yo esperaré aquí.
Jonathan inició una protesta.
Alfred señaló hacia adelante. El borde superior de la columna sobresalía del precipicio formando otra repisa, ésta por encima de sus cabezas. Sería preciso unos brazos muy fuertes para encaramarse a aquel saliente.
Jonathan miró, entendió la situación y empezó a escalar hacia la cima. Alfred lo observó unos instantes, inquieto, y se sorprendió profundamente al descubrir al cadáver de Edmund en el mismo saliente que él ocupaba. El sartán no logró comprender cómo había conseguido saltar el príncipe muerto; sólo pudo suponer que el fantasma había ayudado al cuerpo a hacerlo.
La tenue silueta blanca era como una sombra brillante del cadáver, apenas distinguible de las espirales de niebla que los envolvían. El fantasma parecía tan independiente que Alfred se preguntó por qué se molestaba en arrastrar con él aquel cuerpo muerto.
—¡Despierta, sartán! —gritó Haplo—. ¡Sigue subiendo con los demás!
—¡Te esperaré aquí para ayudarte!
—¡No quiero tu... —las siguientes palabras resultaron ininteligibles, ahogadas por el estruendo del magma— ...ayuda!
Alfred fingió no haber oído nada y esperó, impertérrito, agarrado a la roca.