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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (21 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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La pregunta lo llevó a detenerse, una vez incorporado. Se imaginó tendido en el suelo de roca con el nigromante plantado ante él, imaginó su cuerpo alzándose...

Se apresuró a borrar la imagen de su mente y echó a andar. Tenía cosas más importantes en que reflexionar.

O tal vez no, le susurró una vocecilla en su interior. Si moría en aquel mundo —y había estado muy cerca de la muerte en otros dos mundos—, ¡aquello era lo que harían con él!

Aquellos ojos que miraban directamente hacia su pasado. Aquella piel blanquecina, cerúlea, aquellos labios y uñas violáceos, aquel cabello lacio y despeinado... La repulsión le hizo un nudo en el estómago y, por un momento, el patryn pensó en huir, en salir a escape.

Asombrado, consiguió dominarse. ¿Qué diablos le estaba sucediendo?, se dijo. ¡Huir! ¡Escapar! ¿De qué? ¿De un puñado de cadáveres?

—Esto es cosa del sartán —murmuró con rabia—. Ese cobarde lloriqueante me está afectando las ideas. Si estuviera muerto, supongo que poco me importaría estarlo de un modo o de otro.

Sin embargo, su mirada pasó de los cadáveres a los fantasmas, aquellas formas sombrías y patéticas siempre rondando cerca de su cuerpo correspondiente, al alcance de éste pero incapaz de tocarlo.

—Padre, déjame esto a mí —Edmund le hablaba al cadáver con loable paciencia—. Quédate con el pueblo. Yo iré con los soldados a ver qué sucede.

—¿Nos ataca la gente de la ciudad? ¿De qué ciudad? No recuerdo ninguna... —El resucitado monarca sonaba quejumbroso; su voz hueca expresaba frustración y perplejidad.

—¡No hay tiempo para explicaciones, padre! —La paciencia del príncipe estaba llegando al límite—. Por favor, no te preocupes. Yo me encargo de todo. El pueblo. Tú, quédate con el pueblo.

—Sí, el pueblo. —El cadáver captó esta palabra y pareció asirse a ella firmemente—. Mi pueblo se vuelve a mí en busca de liderazgo pero, ¿qué puedo hacer? ¡Nuestra tierra está muriendo! Tenemos que marcharnos, buscar otro lugar. Hijo mío, ¿escuchas lo que digo? ¡Hemos de abandonar nuestra tierra!

Pero Edmund había dejado de prestar atención. Se alejó con los soldados muertos y retrocedió apresuradamente hacia la entrada de la caverna. El nigromante se quedó atrás para atender a las divagaciones del cadáver viviente. El perro, al no tener instrucciones de lo contrario, trotó junto a los talones del príncipe.

Haplo se apresuró tras Edmund pero, al alcanzarlo, vio el brillo de unas lágrimas en las mejillas del príncipe y advirtió su abrumado dolor. El patryn dejó unos pasos de distancia y se entretuvo haciendo fiestas con el perro para dar tiempo al príncipe a recobrar el dominio de sí. Edmund se detuvo, se pasó el revés de la mano por los ojos en un gesto rápido y volvió la cabeza.

—¿Qué quieres? —preguntó con voz áspera.

—He venido a coger al perro —respondió Haplo—. Ha salido corriendo detrás de ti antes de que pudiera detenerlo. ¿Qué sucede?

—No hay tiempo para... —Edmund reemprendió la marcha a toda prisa.

Los soldados muertos avanzaban con rapidez, aunque con torpeza. Les costaba caminar. Tenían problemas para medir los pasos y para efectuar cambios de dirección si encontraban un obstáculo. En consecuencia, tropezaban con los muros de la caverna, resbalaban de los peñascos y tropezaban con las rocas. Pero, aunque no parecían darse cuenta de los obstáculos, ninguno de éstos los detenía. Avanzaban a través de los charcos de magma al rojo vivo sin la menor vacilación. La lava quemaba las ropas y corazas que pudieran llevar todavía y convertía la carne muerta en grumos requemados. Y, sin embargo, incluso entonces seguían avanzando.

Haplo notó crecer de nuevo en su interior la repulsión que había sentido antes. En el Laberinto había presenciado cosas que habrían vuelto loco a cualquiera, pero ahora se vio obligado a endurecer la que consideraba una voluntad de hierro para seguir avanzando junto a aquel horrendo ejército.

Edmund le dirigió una mirada como si deseara que su interlocutor se quitara de en medio. Haplo mantuvo con determinación su expresión amistosa y preocupada.

—¿Qué has dicho que sucede? —insistió.

—Un ejército de Necrópolis ha desembarcado en el puerto del pueblo —respondió Edmund, lacónico. Al parecer, algo más pasó por su mente pues añadió, en tono más conciliador—: Lo siento. Vosotros teníais un barco amarrado allí, creo recordar.

Haplo estuvo a punto de responder que las runas protegerían la nave, pero lo pensó mejor.

—Sí, me preocupa el barco —contestó—. Me gustaría ver qué ha sido de él.

—Le pediría a los soldados que se ocuparan de ello, pero los informes que traen no son muy fiables. Bien podría ser que nos hayan puesto alerta frente a un enemigo contra el que lucharon hace diez años.

—¿Por qué los usas de exploradores, entonces? —le preguntó el patryn.

—Porque no podemos dedicar a eso a los vivos.

Así pues, lo que Alfred le había contado era cierto. Al menos, esa parte. Y aquel pensamiento trajo a la mente de Haplo otro problema. El sartán... a solas...

—Vuelve —ordenó al perro—. Quédate con Alfred. El animal, obediente, hizo lo que le ordenaba su amo.

Alfred se sentía cada vez más desanimado y casi se alegró del regreso del animal, aunque sabía perfectamente que lo había enviado Haplo para espiarlo. El perro se tendió a su lado, dio un rápido lametón a la mano del sartán y puso la cabeza bajo la palma para incitar a Alfred a acariciarlo detrás de las orejas.

El retorno del nigromante no le produjo tanta alegría. Baltazar era un hombre vigoroso y enérgico. Su porte erguido, su aire imperioso y los ropajes negros, largos y vaporosos, realzaban su estatura y lo hacían parecer más alto de lo que era. Tenía el tono de piel marfileño de quien nunca había visto el sol. Sus cabellos, a diferencia de la mayoría de los sartán, eran tan negros que casi parecían azules. La barba, cortada recta cuatro dedos por debajo del mentón, brillaba como la obsidiana de su tierra natal. Sus ojos negros resultaban extraordinariamente inteligentes, astutos y penetrantes; su mirada taladraba lo que observaba y lo colocaba al trasluz para un examen más minucioso.

Baltazar volvió aquellos ojos implacables hacia Alfred, quien notó cómo su afilada hoja penetraba en él, taladrándolo.

—Me alegro de tener la oportunidad de hablar contigo a solas —dijo el nigromante.

Alfred no compartía en absoluto su alegría, pero había pasado gran parte de su vida en la corte y acudió automáticamente a sus labios un comentario diplomático.

—¿Va..., va a haber problemas? —añadió, encogiéndose bajo la mirada de aquellos ojos negros.

Baltazar sonrió y le informó —diplomáticamente también— que, si los había, no era asunto suyo.

Era una afirmación que Alfred podría haber discutido, pues se encontraba en medio del posible combate, pero el sartán no era demasiado hábil discutiendo y prefirió guardar un sumiso silencio. El perro bostezó y los miró desde el suelo con ojos soñolientos.

Baltazar permaneció callado. Todos los vivos de la caverna guardaban silencio, observando y esperando. Los muertos también permanecían quietos en el fondo de la oquedad, pero ellos no esperaban porque no tenían nada que esperar. Simplemente, estaban; y, al parecer, así seguirían hasta que uno de los vivos les dijera otra cosa. El cadáver del viejo monarca no parecía saber qué hacer consigo mismo. Ninguno de los vivos le dijo nada y por último, desvalido y desolado, se encaminó al fondo de la caverna para unirse a sus difuntos subditos en aquella pasiva existencia.

—Tú no apruebas la nigromancia, ¿verdad? —preguntó de pronto Baltazar.

Alfred notó como si la corriente de magma hubiera cambiado de curso y le subiera por las piernas y el cuerpo directamente hasta el rostro.

—Yo... No. No me gusta.

—Entonces, ¿por qué no volvisteis a buscarnos? ¿Por qué nos dejasteis abandonados?

—No sé..., no sé de qué me hablas.

—Claro que lo sabes.

La furia del nigromante, su rabia contenida, resultaba aún más espeluznante por el hecho de expresarla en apenas un susurro, que sólo Alfred podía escuchar.

Bueno, no sólo él. A sus pies, también el perro estaba pendiente de la conversación.

—Claro que sí. Eres un sartán, uno de nosotros. Y no procedes de este mundo.

Alfred quedó totalmente anonadado. No tenía idea de qué responder. No podía mentir pero ¿cómo decir la verdad cuando, en realidad, la desconocía?

Baltazar sonrió, pero la suya era una expresión atemorizadora, con los labios apretados, llena de un extraño y repentino regocijo.

—Veo el mundo del que procedes. Lo veo en tus palabras. Un mundo opulento, un mundo de luz y aire puro. ¡De modo que las antiguas leyendas son ciertas! ¡Nuestra larga búsqueda debe aproximarse a su final!

—¿Búsqueda de qué? —preguntó Alfred, desesperado, con la esperanza de cambiar de tema. Lo consiguió.

—¡Del camino de regreso a esos otros mundos! ¡De la salida de éste! —Baltazar se inclinó hacia él y el susurro se volvió agudo, cargado de tensión e impaciencia—. ¡La Puerta de la Muerte!

Alfred no podía respirar; era como si lo estuvieran estrangulando.

—¿Si..., si me perdonas —balbució, tratando de ponerse en pie y escapar de allí—. No..., no me siento bien...

Baltazar lo agarró por el brazo, impidiendo que se moviese.

—Puedo hacer que te sientas peor —murmuró, y dirigió una mirada a uno de los cadáveres.

Alfred tragó saliva, emitió un jadeo y pareció encogerse. El perro alzó la testuz y gruñó, preguntando al sartán si necesitaba ayuda.

Baltazar pareció desconcertado y algo avergonzado ante la reacción de Alfred.

—Discúlpame. No debería haberte amenazado. No soy mala persona. Pero sí —añadió con voz grave y emocionada— un hombre desesperado.

Alfred, temblando, se acurrucó junto al suelo de la caverna. Alargó una mano vacilante y dio unas palmaditas al perro, tranquilizándolo. El animal bajó la cabeza y reanudó su callada vigilancia.

—Ese otro hombre, el que viene contigo. El de las runas tatuadas. ¿Qué es? Un sartán, no: no es como tú o como yo. Pero se parece más a nosotros que esos otros, la Gente Menuda. —Baltazar cogió una piedra de cantos afilados y la sostuvo en alto a la luz mortecina que llenaba la cavidad—. Esta piedra tiene dos caras, cada una distinta de la otra, pero ambas partes son de la misma roca. Tú y yo somos una cara, parece. Él es la otra. Pero los dos formamos parte de un todo.

Los ojos negros de Baltazar clavaron contra la pared de roca al impotente Alfred.

—¡Habla! ¡Dime cosas de él! ¡Dime la verdad de ti! ¿Habéis venido a través de la Puerta de la Muerte? ¿Dónde está?

—No puedo hablarte de Haplo —respondió Alfred desmayadamente—. Cada persona tiene derecho a contar o mantener oculta su historia; la decisión le corresponde a él. —El sartán empezaba a sentir pánico y consideró que podría refugiarse en la verdad, aunque sólo fuera una verdad parcial—. Respecto a cómo llegué aquí, fue..., ¡fue un accidente! No fue a propósito.

Los ojos azabache del nigromante lo taladraron y hundieron su afilada hoja aquí y allá, sondeando y desgarrando. Por fin, con un gruñido, apartó la mirada. Pensativo, se quedó sentado mirando al rincón de la cavidad donde se habían reunido los muertos.

—Veo que no mientes —dijo por último—. No puedes mentir; eres incapaz de engañar. Pero tampoco estás diciendo la verdad. ¿Cómo puede existir esta dicotomía en tu interior?

—Porque desconozco esa verdad que me exiges contar. No la comprendo del todo y, por tanto, si hablara de la pequeña parte que conozco, y que sólo veo de manera imprecisa, tal vez estaría causando un daño irreparable. Es mejor que guarde para mí lo que sé.

Un destello de cólera brilló en los ojos de Baltazar, reflejando la luz amarilla de la hoguera. Alfred le plantó cara, resuelto y tranquilo; apenas palideció ligeramente. Fue el nigromante quien cedió primero y su iracunda frustración se redujo a un profundo abatimiento.

—Se dice que esta virtud fue un día la nuestra. Se dice que la mera idea de que uno de nuestra raza derramara la sangre de otro era tan inconcebible que no existía en nuestro idioma una palabra para denominar tal acto. Pues bien, ahora tenemos varias: asesinato, guerra, engaño, traición, trampa, muerte... Sí, muerte.

Baltazar se puso en pie. Su ira ardiente se enfrió y se solidificó como la roca fundida al entrar en contacto con un charco de agua helada.

—Me dirás lo que sepas de la Puerta de la Muerte. Y, si no me lo cuentas con tu voz de vivo, ¡me lo dirás con la voz de los muertos! —Se volvió un poco y señaló los cadáveres—. Ellos nunca olvidan lo que han sido, lo que han hecho. Sólo olvidan las razones por las que lo hicieron. Y por eso están dispuestos a repetirlo una y otra vez.

El nigromante se alejó por el túnel en pos de un príncipe. Alfred, desconcertado y sobrecogido, se quedó mirándolo. Estaba demasiado horrorizado para articular palabra.

CAPÍTULO 17

CAVERNAS DE SALFAG, ABARRACH

—¡Sabía que no debía dejar solo a ese sartán enclenque! —se dijo Haplo con irritación cuando escuchó los balbuceos y las confusas negativas de Alfred a través de los oídos del perro. El patryn estuvo tentado de dar media vuelta y regresar sobre sus pasos para intentar remediar la situación, pero comprendió que, para cuando llegara al lugar de la caverna donde había dejado al sartán, la mayor parte del daño ya estaría hecho. Así pues, continuó la marcha tras el príncipe y su ejército de cadáveres hacia la boca de la cueva.

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