El Mar De Fuego (13 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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Sacudiéndose de encima la horrorizada fascinación que lo atenazaba, Haplo elevó las manos sobre la esfera de gobierno de la nave y, al hacerlo, las runas de la piedra emitieron un brillo intenso, cegador. Entonces, la magia fluyó por sus alas, poniéndolas en acción, y la nave se elevó. Él
Ala de Dragón,
como la había bautizado, se desasió del contacto con el magma viscoso y flotó sobre el mar de roca fundida.

El patryn escuchó detrás de él un gemido y un sonido confuso. Cuando se volvió, el perro estaba incorporado a cuatro patas, ladrando en tono amenazador. Alfred estaba encogido sobre la cubierta, con una palidez mortal en el rostro.

—Creo que me voy a marear —dijo desmayadamente.

—¡No se te ocurra devolver aquí! —exclamó Haplo, notando un temblor en sus manos y experimentando también un nudo en el estómago y el amargo regusto de la bilis en la boca. Se concentró en el pilotaje de la nave.

Al parecer, Alfred también consiguió dominarse, pues el patryn no volvió a oírlo mientras maniobraba para ganar altura, con la esperanza de descubrir que habían salido de la caverna. Conforme se elevaba en la oscuridad, Haplo observó con desazón las formaciones de estalactitas. Éstas tenían un tamaño increíble; algunas medían más de mil brazas de diámetro. Abajo, muy lejos, quedaba el resplandor del mar de magma que se extendía hasta un horizonte rojo sobre negro.

Llevó de nuevo la nave hacia abajo, cerca de la orilla del mar, pues había distinguido a babor un objeto que penetraba en el magma y que parecía obra de la mano del hombre. Sus líneas eran demasiado rectas y regulares para ser producto de la naturaleza, por mucho que ésta fuera guiada por la magia. Al llegar un poco más cerca, Haplo observó lo que parecía un embarcadero, que se extendía desde la orilla hasta el océano de lava.

El patryn descendió todavía más y estudió detenidamente la extraña formación, tratando de obtener una visión clara.

—¡Mira! —exclamó Alfred, sentándose erguido y señalando algo. El perro, sobresaltado, emitió un gruñido—. ¡Ahí, a tu izquierda!

Haplo volvió la cabeza imaginando que estaban a punto de chocar con una estalactita, pero no vio nada delante de él y tardó unos instantes en determinar qué le señalaba el sartán.

A lo lejos se observaban bancos de nubes, creados por el encuentro del calor extremo del mar de magma y el aire frío de la parte superior de la inmensa caverna. En las nubes, arrastradas por el viento, se abrían algunos claros y entonces se hacían visibles mil y un pequeños puntos de luz que titilaban como estrellas.

Pero no podía tratarse de estrellas, en aquel mundo subterráneo.

El último velo de nubes se rasgó en jirones y, por fin, Haplo logró ver con claridad de qué se trataba. Repartidos por las planicies en terrazas, lejos del mar de magma, se alzaban los edificios y torres de una ciudad enorme.

CAPÍTULO 10

PUERTO SEGURO, ABARRACH

—¿Adonde conduces la nave? —quiso saber Alfred.

—Voy a amarrar en ese muelle, o lo que quiera que sea eso de ahí —respondió Haplo, dirigiendo la vista a la ventana con un gesto de la barbilla.

—¡Pero si la ciudad está en la orilla contraria!

—Precisamente.

—Entonces, ¿por qué no...?

—No me explico cómo has podido sobrevivir tanto tiempo, sartán. Supongo que se debe a esa costumbre tuya de desmayarte. ¿Qué harías tú? ¿Precisamente ante las puertas de una ciudad extraña, sin saber quién la habita, y pedir educadamente a sus moradores que te dejen entrar? ¿Qué les dirías cuando te preguntasen de dónde vienes, qué haces aquí y por qué quieres entrar en la ciudad?

—Les diría... esto... Está bien, supongo que tienes razón en este punto —concedió Alfred débilmente—. De todos modos, ¿qué conseguiremos amarrando la nave donde tú dices? —preguntó, haciendo un gesto vago—. Quienquiera que viva en ese lugar espantoso —el sartán no pudo evitar un escalofrío— se hará esas mismas preguntas.

—Tal vez. —Haplo dirigió una mirada penetrante y escrutadora al lugar donde pensaba posar la embarcación—. O tal vez no. Echa un vistazo, con cuidado.

Alfred dio un paso hacia la portilla acristalada. El perro emitió un gruñido, irguió las orejas y descubrió los dientes. El sartán se detuvo al instante.

—Está bien, perro. Deja que se acerque. Limítate a vigilarlo —ordenó Haplo al animal, que volvió a tumbarse sobre la cubierta sin apartar del sartán sus ojos de mirada inteligente.

Alfred cruzó con torpeza la cubierta, mirando de reojo al animal. El leve balanceo de la nave hizo que el sartán trastabillara. Haplo meneó la cabeza y se preguntó qué diablos iba a hacer con Alfred mientras exploraba aquel mundo. Alfred llegó hasta el mirador sin graves contratiempos y, apoyado en el cristal, observó el exterior.

La nave descendió en espiral por los aires hasta posarse con suavidad en el magma, donde quedó flotando sobre las olas viscosas de roca fundida.

El embarcadero había sido tallado en lo que una vez había sido un afloramiento natural de obsidiana que penetraba en el mar de magma. Otros edificios de factura humana, excavados en la misma roca, se alzaban frente al muelle al otro lado de una tosca calle.

—¿Ves alguna señal de vida? —preguntó Haplo.

—No observo el menor movimiento —respondió Alfred, mirando detenidamente—. Ni en los muelles ni en la ciudad. Somos la única embarcación a la vista. El lugar está desierto.

—Sí, tal vez. Nunca se sabe. Esto podría ser el equivalente a la noche en este mundo. Podría ser que todo el mundo durmiera. Pero, al menos, no hay vigilancia. Con un poco de suerte, seré yo quien haga las preguntas.

Haplo aproximó la nave dragón al muelle y su mirada escrutó la pequeña población tallada en la roca. Más que un pueblo, decidió por fin, parecía una zona portuaria de carga. La mayoría de los edificios tenía aspecto de almacenes, aunque aquí y allá había algunos que podían ser tiendas o tabernas.

¿Quién podía navegar por aquel océano espantoso, letal para cualquiera salvo para los protegidos por una magia poderosa, como la suya? Aquel mundo extraño y ominoso despertaba en él una gran curiosidad, mayor de la que había sentido por los mundos que había visitado antes, cuyas características recordaban bastante a las del suyo.

No obstante, seguía sin saber qué hacer con Alfred. Al parecer, el sartán compartía sus pensamientos, pues Haplo lo oyó preguntar en tono sumiso:

—¿Que vas a hacer conmigo?

—Lo estoy pensando —murmuró el patryn, fingiendo estar absorto en la delicada maniobra de amarre aunque, en realidad, la nave era gobernada por la magia de las runas de la piedra de dirección.

—No quiero quedarme aquí. Iré contigo.

—La decisión no es cosa tuya. Harás lo que yo te diga y basta, sartán. Y, si digo que te quedes aquí con el perro para vigilarte, aquí te quedas. De lo contrario, lo lamentarás.

Alfred movió la cabeza calva lentamente, con aire de serena dignidad.

—No me amenaces, Haplo. La magia sartán es diferente de la patryn, pero tiene las mismas raíces y es igual de poderosa. Yo no he utilizado mi magia con la misma frecuencia con que las circunstancias te han obligado a ti a emplear la tuya. Pero soy más viejo y estarás de acuerdo conmigo en que cualquier tipo de magia se potencia y refuerza con la edad y el conocimiento.

—¿De acuerdo? ¿Estar de acuerdo? —repitió Haplo con una risilla burlona, aunque su mente evocó al instante a su Señor, cuya edad era insondable, y al enorme poder que había acumulado.

Echó un vistazo a su enemigo, al representante de una raza que había sido la única fuerza en el universo capaz de poner coto a la desmedida ambición de los patryn, a su justa aspiración de hacerse con el dominio completo y absoluto sobre los vacilantes sartán y sobre los pendencieros mensch, de comportamiento caótico.

Alfred no parecía un enemigo muy formidable. Su rostro apacible indicaba, a juicio del patryn, una personalidad débil y blanda. Su porte, con los hombros hundidos, daba a entender una actitud servil, ovejuna. Haplo ya sabía que el sartán era un cobarde. Peor aún, Alfred iba vestido con una indumentaria apropiada sólo para una sala real: una levita raída, unos calzones ceñidos, atados a las rodillas con unos lazos de ralo terciopelo negro, un pañuelo de cuello con bordados, un gabán de amplias mangas y unos zapatos adornados con hebillas. Pese a ello, Haplo había visto a aquel tipo, a aquel débil ejemplar de sartán, paralizar con un hechizo a un dragón merodeador mediante unos simples movimientos de aquel cuerpo tan torpe.

Haplo no tenía ninguna duda de quién vencería en un enfrentamiento entre los dos y supuso que Alfred tampoco la tendría, pero una lucha de aquellas características le haría perder tiempo y las armas mágicas de combate que emplearían dos seres como ellos, lo más parecido a dioses que podría concebir un mensch, anunciarían sin duda su presencia a cualquier ser que estuviera al alcance de la vista o del oído.

Además, después de reflexionar, Haplo llegó a la conclusión de que no tenía un especial interés en dejar al sartán a bordo. El perro no dejaría respirar siquiera a Alfred, si así se lo ordenaba. Pero a Haplo no le había gustado el comentario del sartán acerca del animal. «Sí, el perro, ya sé», había dicho. ¿Qué era lo que sabía? ¿Qué era lo que había que saber? El perro era un perro. Nada más, salvo que el animal le había salvado la vida en una ocasión.

El patryn amarró la nave en el muelle silencioso y vacío y se mantuvo alerta, casi convencido de que pronto aparecería alguien a recibirlos. Un funcionario interesado en saber qué los llevaba allí, o algún paseante ocioso que contemplara la arribada con curiosidad.

Siguió sin ver a nadie. Haplo sabía poco de muelles y dársenas pero interpretó aquella soledad como una mala señal. O todo el mundo estaba profundamente dormido y totalmente desinteresado de lo que sucedía en el muelle o bien el pueblo, como había apuntado Alfred, estaba desierto. Y los pueblos desiertos solían estarlo por alguna razón, y tal razón no solía ser nada bueno.

Una vez amarrada la nave, Haplo desactivó la piedra de dirección y la colocó de nuevo sobre el pedestal mientras el brillo de sus runas iba apagándose. A continuación, inició los preparativos para desembarcar. Revolviendo entre su equipaje, encontró un rollo de tela blanca y empezó a vendarse meticulosamente las manos y las muñecas, ocultando las runas tatuadas en su piel.

Los tatuajes cubrían casi todo su cuerpo, que mantenía siempre tapado bajo una gruesa indumentaria: blusa de manga larga, un largo manto de cuero, pantalones de piel con las perneras por dentro de unas botas altas, también de cuero, y un pañuelo atado en torno al cuello. Ningún signo mágico adornaba su rostro torvo, de mandíbula cuadrada y recién afeitado, ni las palmas de sus manos o las plantas de sus pies, pues la magia de las runas podía afectar a los procesos mentales y a la percepción de los sentidos físicos; el tacto, la vista, el oído, el olfato...

—Permíteme una curiosidad —dijo Alfred, observando con interés las maniobras de su interlocutor—. ¿Por qué te molestas en camuflarte? Hace siglos que..., que... —titubeó, sin saber cómo continuar.

—¿...que nos encerrasteis en esa cámara de torturas que llamabais prisión? —completó la frase Haplo, lanzando una fría mirada al sartán. Éste bajó la cabeza.

—No sabía... No me había dado cuenta. Ahora sí. Ahora lo comprendo. Y lo lamento.

—¿Comprender? ¿Cómo vas a entender nada sin haber estado allí? —Haplo hizo una pausa y se preguntó de nuevo, incómodo, dónde habría estado Alfred durante la travesía de la Puerta de la Muerte—. Que lo lamentas... Eso seguro, sartán. Ya veremos el tiempo que duras en el Laberinto. Y, para responder a tu pregunta, la razón de que me camufle es que ahí fuera puede haber gente (como tú, por ejemplo) que recuerde a los patryn. Y mi Señor no quiere que nadie los recuerde. Al menos, por el momento...

—Podría haber otros como yo, que se acordarían de vosotros e intentarían deteneros. Es eso a lo que que te refieres, ¿verdad? —Alfred exhaló un suspiro—. No seré yo quien pueda. Estoy solo y, por lo que deduzco, vosotros sois muchos. Cuando estuviste en Pryan, no encontraste rastro de que alguno de los míos viviera, ¿verdad?

Haplo lanzó una mirada penetrante al sartán, sospechando algún truco aunque no lograba imaginar cuál. Por un instante, volvió a ver las hileras de tumbas con sus jóvenes cadáveres bajo los cristales. Adivinó la búsqueda desesperada que había llevado a cabo Alfred por todos los rincones de Ariano, desde los reinos altos de los hechiceros autoproscritos hasta los territorios inferiores de los casi esclavos gegs, y experimentó de nuevo la terrible pena de llegar a la conclusión de que sólo él había sobrevivido, de que su raza y todos sus sueños y planes habían muerto.

¿Qué había salido mal? ¿Cómo podían haberse consumido hasta desaparecer unos seres casi divinos? Y, si un desastre semejante podía sucederles a los sartán, ¿era posible que se produjera también entre los patryn?

Molesto, Haplo apartó de su mente tal pensamiento. Los patryn habían sobrevivido en una tierra decidida a matarlos, lo cual demostraba que siempre habían tenido razón. Ellos eran los más fuertes, los más inteligentes, los más adecuados para mandar.

—En efecto, no encontré el menor rastro de los sartán en Pryan —repuso Haplo—, excepto una ciudad construida por ellos.

—¿Una ciudad? —repitió Alfred, esperanzado.

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