—Debo consultar con mi Señor —le dijo al perro, que miraba a su dueño con preocupación—. Pedirle consejo.
Pero eso significaría retrasar indefinidamente el viaje a través de la Puerta de la Muerte. Cuando el Señor del Nexo penetraba en los letales confines del Laberinto, nadie podía decir cuándo volvería, si es que lo hacía. Y, a su regreso, seguramente no le complacería descubrir que Haplo había desperdiciado aquel precioso tiempo en su ausencia.
Haplo se imaginó en presencia de aquel viejo formidable, el único ser viviente a quien el patryn respetaba, admiraba y temía. Se imaginó tratando de expresar en palabras aquella extraña sensación. E imaginó la respuesta de su amo:
«Un hechizo de desmayo. No sabía que fueras sensible a ellos, Haplo, hijo mío. Tal vez no deberías emprender un viaje de tanta importancia.»
No, era mejor que solucionara el asunto por su cuenta. Consideró la conveniencia de inspeccionar el resto de la nave, pero también esto sería una pérdida de tiempo.
—¿Y cómo puedo inspeccionar nada si no sé lo que busco? —inquirió, exasperado—. Soy como un niño que ve fantasmas en plena noche y quiere obligar a su madre a entrar con la vela para comprobar que no hay nada en la alcoba. ¡Bah! ¡Zarpemos de una vez!
Se encaminó con paso resuelto hacia la piedra de dirección y colocó ambas manos sobre ella. El perro ocupó su posición de costumbre junto a las portillas acristaladas, situadas en el pecho de la nave dragón. Al parecer, su amo había dado por concluido el extraño juego que había estado practicando. Meneando el rabo, lanzó un ladrido de excitación. La nave se elevó entre las corrientes de aire gracias a la magia y surcó el cielo veteado de púrpura.
La entrada en la Puerta de la Muerte era una experiencia aterradora, pasmosa. La Puerta, un minúsculo punto negro en el cielo entre dos luces, era como una estrella perversa que irradiaba oscuridad en lugar de luz. Por mucho que se aproximara la nave, el punto no crecía de tamaño. Más bien parecía ser la propia nave la que se encogía para caber en su interior. Parecía empequeñecer, menguar... produciendo una sensación atemorizadora que, sin embargo, Haplo sabía que sólo era producto de su mente, una ilusión óptica, como ver lagos de agua en mitad de un desierto yermo.
Era la tercera vez que el patryn penetraba en la Puerta de la Muerte procedente del Nexo y sabía que ya debería estar acostumbrado al efecto. Que no debería asustarlo. Pero una vez más, como en todas las ocasiones anteriores, contempló el pequeño agujero y notó que el estómago se le encogía y la respiración se le paralizaba. Cuanto más se acercaba, más deprisa volaba la nave. Ya no podía detener aquel movimiento, aunque quisiera. La Puerta de la Muerte lo estaba aspirando.
El agujero empezó a desfigurar el cielo. Vetas púrpuras y rosadas, destellos de rojo suave empezaron a enroscarse en torno a él. O bien el cielo estaba girando y él se encontraba quieto, o bien era él quien giraba y el cielo el que permanecía estacionario. Haplo nunca tenía modo de estar seguro. Y, mientras veía y pensaba todo aquello, él y la nave seguían siendo atraídos a una velocidad cada vez mayor.
Esta vez resistiría al miedo. Esta vez...
Un estrépito y un gemido inhumano hicieron que casi se le escapara el corazón por la boca. El perro, se incorporó de un salto y, como una flecha, salió del puente y corrió hacia el interior de la nave.
Haplo apartó a duras penas la vista del hipnotizador torbellino de colores que lo tenía concentrado en el punto de oscuridad. Escuchó a lo lejos el eco de los ladridos del perro, resonando en los pasillos. A juzgar por la reacción del animal, había alguien o algo a bordo de la nave.
Se lanzó hacia la puerta del puente. La nave cabeceaba y se mecía y se encabritaba. Le costó mantenerse en pie y avanzó dándose golpes contra los mamparos como un viejo borracho.
Los ladridos aumentaron de volumen e intensidad, pero Haplo apreció también un cambio extraño en ellos. Habían perdido el tono amenazador y ahora eran de alegría, como si el perro saludara a alguien que conocía.
Tal vez se había escondido a bordo algún niño, por una travesura o en busca de aventuras. Pero Haplo no pudo imaginar que ningún niño patryn cometiera tal diablura. Los niños patryn que crecían en el Laberinto (si conseguían vivir lo suficiente) tenían pocas oportunidades para poder disfrutar de la infancia.
Con dificultades, llegó hasta la puerta de la bodega y escuchó una voz débil y patética.
—Perro bonito. Vamos, bonito, cállate y vete y te daré este pedazo de salchicha...
Haplo se detuvo en las sombras. La voz le resultó familiar. No era la de un niño, sino la de un hombre, y la conocía aunque no terminara de ubicarla. El patryn activó las runas de sus manos y una brillante luz azul irradió de los signos mágicos de su piel, iluminando la oscuridad de la bodega. Entonces entró en ella.
El perro estaba con las patas abiertas sobre el suelo inestable, ladrando con todas sus fuerzas a un hombre acurrucado en un rincón. También la figura del hombre le resultó familiar a Haplo: un cráneo casi calvo circundado de una orla de pelo en torno a las orejas, un rostro maduro de aire cansado y unos ojos apacibles, abiertos ahora por el pánico. Su cuerpo era larguirucho y parecía armado con piezas sobrantes de otros. Las manos y los pies eran demasiado grandes, el cuello demasiado largo, la cabeza demasiado pequeña. Habían sido sus pies los que, al enredarse en un carrete de cable, habían causado sin duda el estrépito y traicionado al individuo.
—¡Sartán! ¡Tú! —exclamó Haplo con aversión.
El hombre alzó la vista del perro al que había tratado de sobornar infructuosamente con una salchicha, parte de los suministros que Haplo guardaba en la bodega. Al advertir la presencia del patryn, el hombre lanzó una tímida sonrisa y se desmayó.
—¡Alfred! —Haplo soltó un profundo suspiro y dio un paso adelante—. ¿Cómo diablos has...?
En ese instante, la nave chocó de frente con la Puerta de la Muerte.
LA PUERTA DE LA MUERTE
La violencia del impacto arrojó a Haplo hacia atrás y obligó al perro a clavar las uñas en la cubierta para mantener el equilibrio. El cuerpo exánime de Alfred se deslizó suavemente por la cubierta inclinada. Haplo fue a golpear contra el costado de la bodega y luchó desesperadamente contra unas tremendas fuerzas invisibles que lo comprimían, aplastándolo contra las planchas de madera. Por fin, la nave se enderezó un poco y el patryn consiguió despegarse y, agarrando el hombro laxo del hombre tendido a sus pies, lo sacudió con energía.
—¡Alfred! ¡Maldita sea, sartán, despierta!
Tras un parpadeo, Alfred enfocó la vista. Lanzó un leve gemido, parpadeó de nuevo y, al observar el rostro sombrío y ceñudo de Haplo encima de él, pareció un tanto alarmado. El sartán intentó incorporar el cuerpo y sentarse pero, al cabecear la nave de nuevo, se asió instintivamente del brazo de Haplo para sujetarse. El patryn se desasió con gesto brusco.
—¿Qué haces aquí, en mi nave? ¡Responde, o por el Laberinto que...!
Haplo se detuvo, mirando fijamente al frente. Los mamparos de la nave se estaban cerrando a su alrededor, los tabiques de madera se acercaban más y más a él, la cubierta subía al encuentro del techo. Iban a ser aplastados, estrujados... pero, al mismo tiempo, los mamparos de la nave se alejaban en todas direcciones, expandiéndose en el vacío; la cubierta se hundía bajo sus pies y el universo entero se alejaba de él, dejándolo solo, pequeño y desamparado.
El perro soltó un gañido y se arrastró hacia Haplo hasta hundir el hocico en su mano. Los dedos del patryn agarraron al animal con gratitud. Su contacto era cálido, tangible y real. La nave volvía a ser suya y se estabilizó.
—¿Dónde estamos? —preguntó Alfred, con aire de desconcierto. A juzgar por la expresión aterrada de sus ojos grandes y acuosos, parecía que acababa de pasar una experiencia similar.
—Entrando en la Puerta de la Muerte —respondió Haplo en tono sombrío.
Durante unos instantes, ninguno de los dos dijo nada, sino que ambos miraron a su alrededor, aguzando la vista y el oído y conteniendo la respiración.
—¡Ah! —suspiró por fin Alfred, y asintió—. Eso lo explica...
—¿Explica qué, sartán?
—Cómo..., cómo he llegado hasta... ejem... aquí. —Alfred levantó los ojos un instante para mirar a Haplo, y volvió a bajarlos de inmediato—. No era mi intención, debes comprenderlo. Yo... buscaba a Bane, ¿lo recuerdas? El muchachito que te llevaste de Ariano. La madre del chico está loca de preocupación...
—¿Por un hijo al que abandonó hace once años? Sí, estoy conmovido... ¡ Continúa!
Las mejillas pálidas de Alfred se sonrojaron ligeramente.
—Las circunstancias de aquel momento... La mujer no tuvo elección... Su esposo...
—¿Cómo has llegado a mi nave? —repitió Haplo.
—Yo... conseguí localizar la Puerta de la Muerte en Ariano; los gegs me pusieron en una de sus zarpas de excavación, ¿recuerdas esos artefactos?, y me bajaron hasta el Torbellino y hasta la misma boca de la Puerta de la Muerte. Acababa de entrar cuando experimenté una sensación como..., como si me estuviera haciendo pedazos y entonces fui lanzado violentamente hacia atrás..., hacia adelante... no lo sé. Perdí el sentido. Cuando desperté, estaba aquí —Alfred abrió los brazos, desvalido, indicando la bodega.
—Ése debe de haber sido el estrépito que escuché. —Haplo contempló a Alfred con aire pensativo—. Sé que no mientes.
Por lo que he oído, vosotros, miserables sartán, no podéis mentir. Pero tampoco me estás diciendo toda la verdad. Alfred enrojeció aún más y bajó los párpados.
—Antes de abandonar el Nexo... —murmuró con un hilo de voz—, ¿experimentaste una..., una sensación extraña?
Haplo rehuyó pronunciarse, pero Alfred tomó su silencio por asentimiento.
—Una especie de sacudida, de ondulación, me refiero. ¿No tuviste una sensación de mareo? Me temo que era yo... —añadió en el mismo tono desfallecido.
—Ya supongo. —El patryn se agachó en cuclillas y lanzó una mirada iracunda a Alfred—. ¿Y ahora qué hago contigo, en nombre de la Separación? ¿Qué...?
El tiempo se retardó. La última palabra que pronunció Haplo pareció tardar un año en salir de su boca y otro año en llegar a su oído. Alargó la mano para agarrar a Alfred por el pañuelo que el hombrecillo llevaba en torno a su cuello, y la mano avanzó milímetro a milímetro ante su mirada. Haplo intentó acelerar el movimiento, pero éste se hizo aún más lento. El aire no le llegaba a los pulmones con suficiente rapidez. Moriría asfixiado antes de poder aspirar el oxígeno necesario.
Pero, paradoja inexplicable, estaba también moviéndose deprisa, demasiado deprisa. Su mano había agarrado a Alfred y zarandeaba al hombrecillo como un perro haría con una rata. Gritaba unas palabras que le sonaron a un confuso galimatías y Alfred trataba desesperadamente de soltarse y responder algo, pero la contestación fue tan rápida que Haplo tampoco la entendió. El perro estaba tendido a su lado, moviéndose a cámara lenta, y estaba incorporado y dando brincos por la cubierta como un poseso.
La mente del patryn, frenética, intentó habérselas con aquellas dicotomías. El resultado fue que renunció a toda explicación y se aisló. Haplo luchó contra las brumas de oscuridad y concentró la atención en el perro, negándose a ver o a pensar en nada más. Finalmente, todo se aceleró o se frenó. Y volvió la normalidad.
Se dijo que aquello era lo máximo que había penetrado en la Puerta de la Muerte sin perder la conciencia. Sin duda, se dijo, debía agradecérselo a Alfred.
—Se hará aún peor —murmuró el sartán, palidísimo y temblando de pies a cabeza.
—¿Cómo lo sabes? —Haplo se enjugó el sudor de la frente e intentó relajarse; tenía los músculos contraídos y doloridos de la tensión.
—Yo... estudié la Puerta de la Muerte antes de entrar en ella. Las otras veces que tú la has cruzado, siempre has perdido la conciencia, ¿verdad?
Haplo no contestó. Decidió volver al puente. De momento, Alfred estaría bastante seguro en la bodega. ¡Desde luego, el sartán no iría a ninguna parte!
El patryn se levantó de su posición en cuclillas... y siguió levantándose. Creció y creció hasta que debería haber traspasado el techo de madera, y se encogió, haciéndose más y más pequeño hasta que una hormiga habría podido pisarlo sin advertirlo siquiera.
«La Puerta de la Muerte. Un lugar que existe pero que no existe, que tiene sustancia pero es efímera. En ella, el tiempo marcha hacia adelante y hacia atrás a la vez. Su luz es tan brillante que me sumerge en la oscuridad.»
Haplo se preguntó cómo podía hablar si no tenía voz. Cerró los ojos y fue como si los abriera aún más. Su cabeza y su cuerpo se separaban, desgarrándose en dos direcciones diferentes y absolutamente opuestas. Su cuerpo se comprimía hasta implosionar. Se llevó las manos a la cabeza, que sentía a punto de estallar, y notó un vértigo atroz que lo hacía rodar hasta perder el equilibrio y caer sobre la cubierta. Escuchó a lo lejos que alguien gritaba, pero no captó el grito porque estaba sordo. Lo vio todo con claridad porque estaba completa y absolutamente ciego.
La mente de Haplo discutió consigo misma, tratando de reconciliar lo irreconciliable. Su conciencia se hundió más y más en su interior, buscando recuperar la realidad, encontrar algún punto estable en el universo al que asirse.
Y encontró... a Alfred.