Yo seguí guardando para mí las dudas y temores que sentía. Quizá cometía un error, pero ¿cómo podía ahora arrebatarle su esperanza recién recobrada?
Una jornada de medio ciclo nos condujo a las proximidades de la salida del túnel. El suelo dejó de hacer pendiente y se niveló. El agradable calorcito se intensificó hasta convertirse en un bochorno agobiante y un resplandor rojizo, procedente del lago de la Roca Ardiente, bañó el conducto con una luz tan intensa que apagamos las antorchas. A través del túnel nos llegó el eco de un extraño sonido.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Edmund, ordenando un alto.
—Creo, Alteza —respondí, vacilante—, que eso que oís es el sonido de los gases que se elevan en burbujas de las profundidades del magma.
El príncipe parecía nervioso, excitado. Yo había visto aquella misma expresión en su rostro cuando era un niño y le proponía llevarlo de excursión.
—¿A qué distancia estamos del lago?
—Calculo que no mucha, Alteza.
Se dispuso a continuar la marcha, pero lo agarré del brazo para impedírselo.
—Ten cuidado, Edmund —le aconsejé en voz baja—. La magia de nuestro cuerpo se ha puesto en funcionamiento para protegernos del calor y de los humos venenosos, pero nuestra fuerza no es inagotable. Debemos avanzar con cautela, sin apresurarnos.
Mi discípulo se detuvo de inmediato y me miró a los ojos.
—¿Por qué? ¿A qué debemos tener miedo? Dímelo, Baltazar.
Me conoce demasiado. No puedo ocultarle nada.
—Mi príncipe —le dije, pues, llevándomelo aparte, donde no pudieran oírnos el rey y el resto de la comitiva—. No puedo precisar la causa de mis temores y por eso me disgusta hablar de ellos.
Extendí el mapa sobre una roca y los dos nos inclinamos sobre él. Los demás apenas nos prestaron atención, pero advertí que el rey nos observaba con aire suspicaz y sombrío.
—Finge que estamos estudiando la ruta, Edmund. No quiero preocupar innecesariamente a tu padre.
El joven dirigió una breve mirada de preocupación al viejo rey y me siguió el juego, preguntando en voz alta dónde estábamos.
—¿Ves las runas dibujadas aquí, sobre el lago? —indiqué en voz baja—. No puedo decirte qué significan, pero cuando las miro me invaden los malos presagios.
—¿No tienes idea de lo que dicen? —inquirió Edmund, contemplando los signos mágicos.
—Su mensaje se ha perdido con el transcurso del tiempo, mi príncipe. Soy incapaz de descifrarlo.
—Quizá sólo advierten que este camino es traicionero.
—Es posible...
—Pero tú no crees que se trate de eso, ¿verdad?
—Edmund —respondí, y noté que las mejillas me ardían de turbación—, no estoy seguro de qué pensar. El mapa en sí no indica que la ruta sea peligrosa. Como verás, existe un camino ancho que bordea el lago. Hasta un chiquillo podría avanzar por él con facilidad.
—Tal vez el camino esté cortado u obstruido por desprendimientos de rocas. Ya nos hemos encontrado en situaciones así a lo largo de nuestro viaje —replicó Edmund, testarudo.
—Es cierto, pero quien confeccionó el mapa habría señalado tal circunstancia si se hubiera producido en la época en que lo realizó. Y, de haber sucedido más tarde, no habría tenido modo de saberlo.
—¡Pero de todo eso hace muchísimo tiempo! Sin duda, el peligro ya habrá desaparecido. Somos como un jugador de dados rúnicos perseguido por la mala suerte. Según el cálculo de probabilidades, nuestra fortuna ha de cambiar. Te preocupas demasiado, Baltazar —añadió Edmund con una carcajada, dándome unas palmaditas en el hombro.
—Así lo espero, mi príncipe —respondí con voz grave—, pero hazme caso. Presta atención a los estúpidos miedos de este nigromante. Actúa con cautela. Manda una avanzadilla de soldados para explorar el terreno...
Vi de nuevo al rey, que nos miraba con recelo.
—Sí, por supuesto —contestó Edmund, molesto ante mi osadía al pretender indicarle lo que tenía que hacer—. Así lo habría hecho en cualquier caso. Voy a comentar el asunto a mi padre.
¡Ah, Edmund! Si yo hubiera dicho algo más. Si tú hubieras dicho algo menos. Si... Nuestras vidas están llenas de estos síes...
—Padre, Baltazar cree que el camino en torno al lago puede ser peligroso. Quédate aquí con el pueblo y deja que me adelante con los soldados...
—¡Peligro! —estalló el rey con un vigor como no había ardido en su cuerpo ni en su mente desde hacía mucho, muchísimo tiempo. ¡Ay, y que tuviera que surgir en aquel instante...!—. ¡Peligro, y quieres que me quede atrás! Soy el rey. Al menos, lo era. —El anciano entrecerró los ojos en una mueca de astucia—. Ya he notado que te dedicas, con la ayuda de Baltazar, sin duda, a intentar enajenarme la lealtad de mi pueblo. He advertido cómo tú y el nigromante os ocultáis en los rincones en sombras para urdir vuestros planes. Pero no os dará resultado. ¡El pueblo me seguirá a mí, como siempre ha hecho!
Lo oí. Todo el mundo lo oyó. La acusación del rey resonó en la cavidad rocosa. Casi no pude contener el impulso de lanzarme corriendo sobre el viejo y estrangularlo con mis propias manos. No me importaba en absoluto lo que pensara de mí, pero mi corazón se desgarraba de dolor ante la herida que la acusación infligía a Edmund.
¡Si aquel rey loco hubiera comprendido la lealtad y devoción que sentía por él su hijo! ¡Si hubiera visto al príncipe durante aquellos largos y penosos ciclos, siempre al lado de su padre, escuchando con paciencia las divagaciones del anciano! ¡Si hubiera visto a Edmund negándose una y otra vez a aceptar la corona, incluso con el consejo de rodillas a sus pies, suplicándoselo! Si...
Pero ya basta. Uno no debe hablar mal de los muertos. Sólo puedo considerar que un nuevo acceso de locura puso tales ideas en la mente del monarca.
Edmund, presa de una palidez mortal, respondió pese a ello con una serena dignidad muy apropiada a su condición principesca.
—Me has malinterpretado, padre. Ha sido necesario que asumiera ciertas responsabilidades, que tomara ciertas decisiones, en el transcurso de tu reciente enfermedad. Como te dirá cualquiera de los presentes —hizo un gesto hacia el pueblo, que contemplaba a su rey con sorpresa y horror—, acepté hacerlo a regañadientes. Nadie está más contento que yo de verte ocupar otra vez el lugar que te corresponde como monarca del pueblo de Kairn Telest.
Edmund me miró, preguntando en silencio si quería responder a las acusaciones, pero dije que no con la cabeza y guardé silencio. ¿Cómo podía, honradamente, negar el deseo que había sentido en mi corazón, aunque mis labios lo hubieran callado?
Las palabras de su hijo tuvieron efecto sobre el viejo rey. De pronto, se mostró avergonzado, ¡y bien que debía! Alargó la mano y empezó a balbucir algo, tal vez una disculpa, como si fuera a abrazar a su hijo y pedirle perdón. Pero, entonces, se apoderó nuevamente de él el orgullo, o la locura. Me miró y su expresión se endureció. A continuación, dio media vuelta y se alejó, llamando a voces a los soldados.
—Un grupo vendrá conmigo —ordenó cuando se presentaron—. Los demás os quedaréis aquí a proteger al pueblo del peligro que, según las teorías del nigromante, está a punto de sobrevenirnos. Está lleno de teorías, ese nigromante nuestro. ¡La más reciente es la de imaginarse padre de
mi
hijo!
Edmund estuvo a punto de saltar, con unas palabras vehementes en la punta de la lengua. Yo lo sujeté por el brazo y lo retuve con un gesto.
El rey emprendió la marcha hacia la boca del túnel, seguido de un pequeño destacamento de veinte hombres. La salida era una estrecha abertura en la roca y la fila de soldados, que avanzaba de dos en fondo, tendría dificultades para colarse por la abertura. A lo lejos, a través de ésta, la luz flameante del lago de la Roca Ardiente despedía un intenso resplandor rojizo.
Los testigos de la escena se miraron entre ellos y se volvieron hacia Edmund. Parecían no saber muy bien qué hacer ni decir. Algunos miembros del consejo, en cambio, movieron la cabeza y emitieron expresivos chasquidos con la lengua. Edmund les dirigió una mirada colérica y todos enmudecieron al instante. Cuando el rey llegó al final del túnel, se volvió hacia nosotros.
—¡Tú y el nigromante quedaos con el pueblo, hijo! —gritó desde la distancia, y la mueca de burla que tenía en los labios resultó reconocible en su voz—. Vuestro rey volverá y os dirá si el camino está expedito o no.
Acompañado de los soldados, el viejo monarca salió del túnel.
Si...
Los dragones de fuego poseen una inteligencia considerable; uno casi está tentado de llamarla malévola pero, para ser honrados, ¿quiénes somos nosotros para juzgar a unos seres a los cuales nuestros antepasados dieron caza hasta casi exterminarlos? No tengo la menor duda de que, si los dragones pudieran y quisieran hablar con nosotros, nos recordarían que tienen buenas razones para odiarnos.
Aunque nada de esto hace las cosas más fáciles, en absoluto.
—¡Debería haber ido con él! —fueron las primeras palabras de Edmund cuando intenté suavemente apartar sus brazos del cuerpo roto y ensangrentado de su padre—. ¡Debería haber estado a su lado!
Si en algún momento de mi vida he estado tentado de creer que pudiera existir un plan inmortal, un poder superior que... Pero no. ¡No añadiré a todos mis demás pecados la blasfemia!
Tal como había ordenado el rey, Edmund se quedó esperando. Se mantuvo erguido, digno, con el rostro impasible. Pero yo, que lo conocía muy bien, comprendí que hubiera querido echar a correr tras su padre. Hubiera querido explicarse, hacer que su padre entendiera... Si lo hubiese hecho, tal vez el viejo monarca habría cedido y dado el asunto por zanjado. Tal vez no se habría producido la tragedia.
Edmund, como ya he explicado, es joven y orgulloso. Estaba furioso, con toda razón. Había sido insultado delante de todos, sin el menor motivo, y no estaba dispuesto a dar el primer paso para la reconciliación. Noté que temblaba de cólera contenida. Aguardó cerca de la boca del túnel sin decir una palabra. Nadie se atrevía a hablar. Todos esperamos en silencio durante un tiempo que me pareció interminable.
¿Qué sucedía? Ya habían tenido tiempo suficiente para dar toda la vuelta al perímetro del lago, pensaba para mí, cuando el grito resonó en el túnel, repitiendo su eco terrible en las paredes de la oquedad.
Todos reconocimos la voz del rey. Yo... y su hijo... reconocimos en su grito una advertencia, un anuncio de muerte.
El alarido fue terrible, primero sofocado por el terror y luego agónico, entrecortado de dolor. Se prolongó largo rato y su eco espantoso siguió resonando en los muros de roca, devolviéndonos el grito de muerte una y otra vez.
Jamás en mi vida he oído una cosa igual y espero no volver a oírla. El grito habría podido convertir en piedra a la gente, como dicen que sucede ante la visión del mítico basilisco. Sé que a mí me dejó helado donde estaba, con el cuerpo paralizado y la mente en no mucho mejor estado.
En cambio, la voz torturada impulsó a Edmund a la acción.
—¡Padre! —exclamó, y en su grito iba todo el amor que había anhelado a lo largo de toda su vida. Y, como había sucedido siempre en ésta, su llamada no tuvo respuesta.
El príncipe echó a correr.
Capté el estrépito de las armas y el ruido confuso de la batalla y, ahogándolo todo, un espantoso rugido. Por fin podía dar un nombre a mis temores. Ahora sabía qué significaban las runas del mapa.
La visión de Edmund corriendo a afrontar el mismo destino que su padre me impulsó a reaccionar por fin. Rápidamente, con las fuerzas que me quedaban, invoqué un hechizo y, como las redes con las que habíamos capturado los peces, una red mágica cerró la boca del túnel. Edmund la vio, pero hizo caso omiso y se estrelló contra ella, debatiéndose e intentando deshacerla. Por último, desenvainó la espada e intentó abrirse paso a mandobles.
Pero mi magia, potenciada por el temor que sentía por él, era poderosa. Edmund no pudo pasar, y tampoco podía hacerlo el dragón de fuego del otro lado.
Al menos, esperaba que este último no pudiera. He estudiado los escritos de los antiguos sobre estas criaturas y me da la impresión de que subestimaron la inteligencia del dragón. Para mayor seguridad, ordené a la gente que se retirara al interior del túnel y se ocultara en los pasadizos que encontraran. Todos huyeron como ratones, incluidos los miembros del consejo, y pronto sólo quedamos en la oquedad de la entrada Edmund y yo.
Presa de la frustración, me zarandeó. Me suplicó, me lloró, amenazó con matarme si no eliminaba la red mágica, pero yo permanecí impasible. Ahora, tenía a la vista la terrible carnicería que se estaba produciendo en las orillas del lago.
La cabeza y el cuello del dragón, parte de su torso y la cola espinosa, afilada como una daga, se alzaban de la lava fundida. La cabeza y el cuello eran negros, negros como la oscuridad que habíamos dejado atrás en Kairn Telest. Sus ojos despedían un resplandor rojizo, flameante y espectral. Sus grandes mandíbulas tenían apresado el cuerpo de un soldado que se debatía inútilmente y, ante la mirada horrorizada de Edmund y la mía, la bestia las abrió y dejó caer al hombre al magma.
Uno tras otro, el dragón de fuego tomó a los soldados, que intentaban resistirse a la criatura con sus inútiles armas. Uno tras otro, el dragón los arrojó al lago ardiente. Un solo cuerpo dejó en la orilla: el cuerpo del rey. Cuando el último soldado se hubo marchado, el dragón volvió sus ojos en ascuas hacia nosotros y nos observó durante un interminable momento.
Juro que entonces oí unas palabras, y Edmund me aseguró más tarde que él también creyó escucharlas.
Habéis pagado el peaje que os corresponde. Ahora, podéis pasar.
Los ojos se cerraron, la negra cabeza se escurrió bajo el magma y la criatura desapareció.
Fuera o no cierto que había escuchado la voz del dragón de fuego, algo dentro de mí me dijo que el peligro había pasado, que la bestia no regresaría. Desvanecí la red mágica. Edmund salió del túnel antes de que pudiera detenerlo y corrí tras él, sin perder de vista el lago hirviente y agitado.
No había rastro del dragón. El príncipe llegó hasta su padre y tomó entre sus brazos el cuerpo del anciano.
El rey estaba muerto, y había tenido una muerte horrible. Un enorme agujero, infligido tal vez por la punta afilada de la temible cola, le había perforado el vientre y le había reventado las entrañas. Ayudé al príncipe a llevar el cadáver hasta el túnel. La gente se quedó al otro extremo de la oquedad, reacia a aventurarse más cerca del lago.