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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (75 page)

BOOK: El manipulador
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Mil dólares estadounidenses representaban una suma descomunal para el común de los habitantes de Port Plaisance. La recompensa prometida haría que alguien se presentase; alguien que hubiese visto algo, o a alguna persona. Y en Sunshine, cada cual conocía a cada cual…

En la pista de aterrizaje, Hannah estuvo observando cómo cargaban en el avión el cuerpo congelado del gobernador, al que Bannister y los cuatro agentes del equipo forense de las Bahamas acompañarían. Bannister se encargaría de facturar para Londres, en el vuelo nocturno, todo el material de raspaduras y muestras, que un coche patrulla de Scotland Yard recogería al amanecer, y las llevaría al laboratorio forense que el ministerio del Interior tenía en Lambeth. No esperaba demasiado de todo aquello; la segunda bala era lo que deseaba tener cuanto antes, y el doctor West la extraería esa misma noche en Nassau cuando hiciese la autopsia al cadáver. Precisamente por encontrarse en el aeropuerto, se perdió el mitin que Johnson dio en la plaza del Parlamento. Lo mismo les ocurrió a los periodistas, los cuales habiendo presenciado ya el comienzo del mitin electoral, cuando vieron pasar el convoy de la Policía, abandonaron la plaza y lo siguieron hasta la pista de aterrizaje.

McCready no se lo perdió. En aquellos momentos se encontraba en la terraza del hotel «Quarter Deck».

Una inconexa multitud, compuesta de unas doscientas personas, se había reunido allí para oír lo que su filantrópico benefactor tenía que decirles. McCready se fijó en una media docena de hombres, con camisas playeras de brillantes colorines y oscuras gafas de sol, que se habían diseminado entre la multitud, repartiendo trocitos de papel y banderas con sus respectivas astas. Las banderas eran blancas y azules, los colores del candidato. Los trocitos de papel eran dólares en billetes de curso legal.

A las tres y diez, un «Ford Fairlane» blanco, evidentemente el automóvil más grande que había en la isla, penetró en la plaza y se acercó a la plataforma reservada para el orador. Mr. Marcus Johnson se apeó del coche y subió por la escalerilla que le tenían preparada. Alzó los brazos en alto, agitando las manos como un boxeador que celebrara su victoria. Iniciada por los que iban vestidos con camisas de colorines, se produjo una salva de aplausos. Ondearon algunas banderas. A los pocos minutos, Mr. Marcos Johnson estaba pronunciando su discurso.

—Y yo os prometo, amigos míos, y
todos
sois mis amigos… —proclamó Mr. Marcus Johnson, en cuyo rostro de bronce brillaba ese tipo de sonrisa al que los anuncios de dentífricos nos tienen acostumbrados—, que cuando al fin seamos libres, una ola de prosperidad inundará todas estas islas. Tendréis trabajo en abundancia porque habrá hoteles, una nueva flota, bares, cafeterías, y nuevas industrias en las que se manufacturarán las riquezas del mar, que serán vendidas en los países del continente americano. De todo ello brotará la prosperidad. Y esa prosperidad irá a parar a
vuestros
bolsillos, amigos míos, no a las manos de personas que se encuentran muy lejos de nosotros, allá en Londres…

Estaba utilizando un megáfono para hacerse oír por todos los que estaban en la plaza. La interrupción llegó de un hombre que no necesitó megáfono alguno. La profunda voz de bajo resonó al lado opuesto de la plaza, pero acalló los gritos del político.

—¡Johnson, no te queremos aquí! —vociferó el reverendo Walter Drake—. ¿Por qué no te vuelves al lugar del que has venido y te llevas contigo a todos tus matones?

De repente, el silencio se hizo en la plaza. La multitud, asombrada, se quedó esperando que la tierra se abriera bajo los pies del pastor. Nadie había osado hasta entonces interrumpir a Marcus Johnson. Pero la tierra no se abrió. Sin decir una palabra, Johnson dejó el megáfono y se metió rápidamente en su automóvil. A una palabra suya, el coche se alejó a toda velocidad, seguido por un segundo automóvil en el que iba el grupo de sus ayudantes.

—¿Quién es ése? —preguntó McCready al camarero que atendía en la terraza.

—El reverendo Drake, señor.

El hombre parecía más despavorido que asustado. McCready se quedó pensativo. Él había escuchado una voz similar a ésa antes, en alguna parte, y estaba tratando de recordar dónde había sido. Al fin pudo localizarla en su memoria: durante su servicio militar, hacía unos treinta años, en Catterick Camp, en YorkShire. En la celebración de una parada militar. Se retiró a su habitación y realizó una llamada de seguridad a Miami.

El reverendo Walter Drake aceptó en silencio la paliza que le propinaron. Eran cuatro de los hombres que habían estado en la plaza; fueron a buscarlo esa misma noche, cuando salió de la iglesia para dirigirse a su casa. Los hombres usaron bates de béisbol y los pies. Le golpearon con rudeza, descargando sus palos contra el hombre tendido en el suelo. Cuando se cansaron de golpearle, se alejaron. A lo mejor estaba muerto. Era algo que no les preocupaba. Pero el reverendo Drake seguía vivo.

Media hora después recobró el conocimiento y se arrastró hasta la casa más próxima. La asustada familia llamó al doctor Caractacus Jones; éste tuvo que conducir al predicador a su clínica valiéndose de una carretilla de mano; luego se pasó el resto de la noche curando y vendando sus heridas.

Desmond Hannah recibió una llamada telefónica durante la cena. Tuvo que dejar el hotel e ir al palacio de la gobernación para atender la llamada. Era del doctor West, que le hablaba desde Nassau.

—Escúcheme —dijo el especialista en patología forense—, ya sé que lo único que pretendían era conservar el cadáver, pero lo que tengo aquí parece un bloque de cemento. Está helado y sólido como una roca.

—Las autoridades locales hicieron lo mejor que pudieron —dijo Hannah.

—Y eso es también lo que yo quiero hacer —replicó el médico—, pero pasarán unas veinticuatro horas hasta que se me descongele ese tipo.

—Practique la autopsia lo antes que pueda, por favor —pidió Hannah—. Necesito esa maldita bala.

CAPÍTULO IV

El Superintendente jefe de detectives Hannah decidió entrevistarse primero con Mr. Horatio Livingstone. Poco después de la caída del sol le telefoneó a su casa de Shantytown. El político atendió a su llamada al cabo de unos minutos. Le dijo que estaría encantado de recibir al delegado de Scotland Yard dentro de una hora.

Osear condujo el «Jaguar», llevando al inspector jefe Parker sentado a su lado. Hannah iba en el asiento de atrás, junto a Mr. Dillon, del Ministerio de Asuntos Exteriores. En su ruta no necesitaban pasar por las calles céntricas de Port Plaisance, ya que Shantytown se encontraba a unos cinco kilómetros de distancia, junto a la carretera de la costa, a la misma altura en que el palacio de la gobernación estaba emplazado.

—¿Ha hecho algunos progresos en sus pesquisas, Mr. Hannah, o quizás ésta es una pregunta indiscreta y poco profesional? —inquirió Dillon en tono cortés.

Si había algo que no le gustaba a Hannah era comentar la marcha de sus investigaciones con personas que no pertenecieran a su propio grupo. Y jamás lo hacía. De todos modos, ese tal Dillon parecía ser tan sólo del Ministerio de Asuntos Exteriores.

—El gobernador fue asesinado por un disparo realizado con un arma de fuego de gran calibre cuya bala le atravesó el corazón —explicó—. Al parecer, fueron efectuados dos disparos. Uno erró en el blanco y fue a estrellarse contra la pared que había al fondo, detrás del gobernador. He recuperado el proyectil y lo he enviado a Londres.

—¿Muy destrozado? —preguntó Dillon.

—Me temo que sí. La otra bala se encuentra todavía alojada dentro del cuerpo, según creemos. Sabré algo más al respecto cuando reciba el resultado de la autopsia que se está practicando en Nassau, pero no será hasta esta noche.

—¿Y en cuanto al asesino?

—Según parece entró por la puerta del muro del jardín, que había sido forzada. Le dispararon a unos tres metros de distancia, y, a continuación, el asesino se fugó por allí. Aparentemente.

—¿Aparentemente?

Hannah le expuso su idea de que el hecho de forzar la puerta podía ser una simple estratagema para distraer la atención de que en realidad el asesino procediera de la misma casa. Mr. Dillon dio muestras de encontrarse hondamente sorprendido.

—Nunca se me hubiese ocurrido pensar en algo así —dijo.

El automóvil entraba en esos momentos en Shantytown. Como su nombre indicaba, era un lugarejo de unos cinco mil habitantes, compuesto por una multitud de casas arracimadas, construidas con tablones de madera como paredes, con planchas de hierro galvanizado como tejados.

Una gran profusión de pequeñas tiendas, en las que se vendían toda clase de frutas y verduras, amén de camisetas, forcejeaban por hacerse sitio entre las viviendas y las tabernas. Era, muy a las claras, el territorio particular de Livingstone; allí no se veía ni un solo cartel de propaganda de Mr. Marcus Johnson, pero los de Livingstone aparecían por todas partes.

En el centro de Shantytown, al que se accedía por la calle más ancha de la villa (también la única), se alzaba una gran mansión protegida por una valla. Los muros de ésta eran bloques de coral, y permitían la entrada por una única puerta lo bastante amplia como para que cupiese un coche por ella. Al otro lado de la valla se divisaba el tejado de la casa, el único edificio de dos plantas en toda Shantytown. Se rumoreaba que Mr. Livingstone era el propietario de un gran número de tabernas y que cobraba tributo a los bares que no le pertenecían.

El «Jaguar» se detuvo delante de la entrada, y Stone tocó el claxon. A lo largo de toda la calle se aglomeraban los isleños que habían acudido a contemplar la flamante limusina con su banderita ondeando en un pequeño mástil colocado en la parte delantera del coche, en la aleta derecha. El automóvil del gobernador jamás había entrado antes en Shantytown.

Una pequeña ventanilla se abrió en el portalón de entrada, un ojo inspeccionó el vehículo y se abrió la puerta. El «Jaguar» penetró en un polvoriento patio y se detuvo frente a la terraza de la mansión. Había dos hombres en el patio, uno junto a la puerta y el otro en la terraza. Ambos vestían idénticos trajes, tipo safari, gris claro. Un tercer hombre, con idéntica indumentaria, se asomó por una ventana de la planta alta. Se metió cuando el automóvil se detuvo.

El hombre de la terraza les acompañó, a Hannah, Parker y Dillon, hasta un amplio salón, que parecía ser el aposento principal de la casa; el mobiliario era barato, pero funcional. Pocos instantes después, Mr. Horatio Livingstone hacía su aparición. Era un hombre alto y gordo, cuyo rechoncho rostro se retorcía en muecas al desvivirse por repartir sonrisas. Irradiaba afabilidad.

—¡Caballeros, caballeros, qué gran honor! ¡Tomen asiento, por favor!

Hizo un gesto para que les sirvieran café. Él mismo se acomodó en una amplia butaca, mientras sus redondos ojillos iban posando su mirada por los tres rostros blancos que tenía ante él. Otros dos hombres entraron en el aposento y se sentaron detrás del candidato. Livingstone los señaló con un ademán de su mano.

—Son dos de mis colaboradores: Mr. Smith y Mr. Brown.

Los dos saludaron con una inclinación de cabeza, pero no dijeron nada.

—Y bien, Mr. Hannah, ¿en qué puedo servirle?

—Ya sabrá, Mr. Livingstone, que estoy aquí para investigar el asesinato del gobernador, sir Marston Moberley, perpetrado hace cuatro días.

La sonrisa desapareció del rostro de Livingstone, que sacudió la cabeza apesadumbrado.

—Algo terrible —asintió en tono grave—, todos nos sentimos hondamente angustiados. Era una persona encantadora, realmente encantadora.

—Me temo que he de preguntarle dónde se encontraba usted el martes a las cinco de la tarde, y qué estaba haciendo.

—Aquí, Mr. Hannah, me encontraba aquí, con mis amigos; ellos le corroborarán lo que digo. Estaba preparando el discurso que pensaba pronunciar al día siguiente ante la Asociación de Pequeños Arrendatarios.

—¿Y también se encontraban aquí sus colaboradores? ¿
Todos
?

—Y cada uno de ellos. Estaba a punto de anochecer. Nos habíamos retirado ya, habiendo cumplido las labores del día. Aquí nos hallábamos, entre estos muros.

—Y respecto a sus colaboradores, ¿son nativos de las islas Barclay? —pregunto Dillon.

Hannah le dirigió una mirada de irritación; aquel hombre le había prometido que no abriría la boca. Livingstone sonrió, con una radiante expresión de alegría.

—¡Oh, no, me temo que no! Tanto yo como mis compatriotas de las Barclay carecemos de toda experiencia sobre cómo organizar una campaña electoral. Me di cuenta de que necesitaba ayuda administrativa… —prosiguió, gesticulando y sonriendo de nuevo con expresión de radiante alegría— para preparar mítines, carteles, folletos, discursos… Mis colaboradores son de las Bahamas, ¿Desea ver sus pasaportes? Toda su documentación fue examinada cuando llegaron a la isla.

Hannah le indicó con un gesto que ése no era su deseo. Detrás de Mr. Livingstone, Mr. Brown se había encendido un largo cigarro puro.

—Dígame una cosa, Mr. Livingstone, ¿tiene usted alguna idea de quién querría asesinar al gobernador? —preguntó Hannah.

Del regordete rostro desapareció la sonrisa. Mr. Livingstone adoptó una expresión de circunstancias y habló con gravedad.

—Mr. Hannah, el gobernador nos estaba ayudando a todos en nuestro camino hacia la independencia, hacia la libertad definitiva y a la separación del Imperio británico. De conformidad con la política practicada por Londres. Ni yo ni mis colaboradores teníamos el más mínimo motivo para desear que le ocurriese algo al gobernador.

Detrás del candidato, Mr. Brown mantuvo el cigarro a un lado y con la uña extremadamente larga de su dedo meñique separó unos dos centímetros de ceniza de la punta del cigarro, de tal modo que ésta cayó al suelo, pero sin que el extremo incandescente le quemara la yema del dedo. McCready pensó que había visto realizar esa operación en alguna parte.

—¿Piensa celebrar hoy algún mitin público? —inquirió Mr. Dillon en tono afable.

—Los negros ojillos de Mr. Livingstone se clavaron en él.

—Sí, a las doce me dirigiré a mis hermanos y hermanas de la comunidad de pescadores, en los muelles —contestó Livingstone.

—Ayer se produjo un incidente mientras Mr. Johnson se dirigía al pueblo en la plaza del Parlamento —apuntó amablemente Dillon.

Livingstone no dio muestras de que le hubiera agradado la forma en que habían echado a perder el mitin de su rival.

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