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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (24 page)

BOOK: El manipulador
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Sam se portó bien en el Barnardo’s, aprobó todos los exámenes, y salió de allí para enrolarse en el Ejército cuando todavía no era más que un niño. Cuando tenía dieciocho años fue trasladado a Malaya, donde había estallado ya en la jungla la guerra no declarada entre los británicos y los terroristas comunistas. Fue adscrito como escribiente al Cuerpo de Inteligencia Militar.

Un buen día pidió ver a su coronel y le hizo una sugerencia. El coronel, un oficial de carrera, le contestó de inmediato:

—¡Póngalo por escrito!

McCready lo hizo.

Los hombres del Servicio de Contraespionaje habían capturado a un cabecilla de los terroristas con la ayuda de algunos chinos malayos de la localidad. McCready había propuesto que se dejase filtrar una información entre la comunidad china acerca de que el hombre capturado había cantado como un canario y que sería trasladado desde Ipoh hasta Singapur en una fecha determinada.

Cuando los terroristas atacaron el convoy, el camión, que iba armado en su interior, estaba provisto de mirillas por las que asomaron los cañones de las ametralladoras emplazadas sobre trípodes. Cuando la emboscada acabó, los cadáveres de dieciséis comunistas chinos quedaron en la selva, otros doce habían recibido heridas de gravedad y los exploradores malayos se encargaron de eliminar al resto. Sam McCready permaneció un año más cumpliendo con su deber en Kuala Lumpur, luego abandonó el Ejército y regresó a Inglaterra. La propuesta que había escrito para su coronel fue archivada, por supuesto, pero alguien, en alguna parte, tuvo que leerla.

Se encontraba haciendo cola ante las oficinas de Cambio de Trabajo —en aquellos días todavía no se llamaba Oficina de Empleo— cuando sintió una palmadita en el hombro y un hombre de mediana edad, con chaqueta de tweed y sombrero pardo, le propuso ir a tomar algo a una taberna cercana. Dos semanas después, durante las que había habido tres entrevistas más, McCready fue reclutado por la Firma.

Desde entonces, hacía treinta años de ello, la Firma había sido para él su única familia. McCready oyó pronunciar su nombre y despertó de sus ensoñaciones. «Tienes que prestar atención —se recordó a sí mismo—, están hablando de tu carrera.»

Era Denis Gaunt quien lo hacía, empuñando en sus manos una gruesa carpeta.

—Caballeros, creo que deberíamos tener en cuenta una serie de acontecimientos que sucedieron en 1986, los cuales, por sí solos, justificarían que se reconsiderase el caso de la jubilación anticipada de Sam McCready. Acontecimientos que comenzaron, al menos en lo que a nosotros respecta, en una mañana primaveral en la meseta de Salisbury…

EL PRECIO DE LA NOVIA
CAPÍTULO PRIMERO

Al fondo, a la derecha del grupo de hombres, aún se extendían algunos jirones de niebla que se cernían sobre el terreno boscoso conocido como «Refugio del Zorro», y que presagiaba el advenimiento de un día caluroso y despejado.

Sobre el otero, desde donde se dominaba una superficie de terreno ondulado que dos generaciones de soldados conocían como la «Colina de las Ranas», los integrantes de aquel grupo mixto de oficiales iban ocupando sus posiciones respectivas para observar el desarrollo de unas maniobras militares cuyas fuerzas se medían a nivel de batallón. Ambos grupos estarían compuestos por soldados británicos, que, por razones de índole diplomática, no se dividirían en «británicos» y el «enemigo», sino en azules y verdes. Incluso la usual designación de «los rojos» había sido eliminada como deferencia a la composición de los oficiales que se hallaban en la cima del otero.

A lo largo del trecho de campo abierto en el extremo norte de la meseta de Salisbury, tan apreciada por el Ejército británico como el terreno ideal para efectuar las maniobras por su gran similitud con la meseta central alemana, sobre la que se presumía que sería librada la Tercera Guerra Mundial, habían sido apostados algunos árbitros, los cuales asignarían puntos a ambos bandos al finalizar, y esa puntuación sería la que decidiría el resultado de la batalla. Los hombres no morirían; ese día sólo se prepararían para ello.

Detrás del grupo de oficiales estaban aparcados los vehículos en los que habían llegado hasta allí; varios automóviles oficiales y un gran número de
Land Rover
, mucho menos confortables, con pintura de camuflaje o simplemente de un color verde opaco. Los hombres del Cuerpo de Avituallamiento habían dispuesto ya las cocinas de campaña, imprescindibles para satisfacer las interminables demandas de humeantes tazas de té y café durante el día, y ahora se dedicaban a la tarea de desempacar los bocadillos y los fiambres para el refrigerio.

Los oficiales se arremolinaban en grupos o permanecían aparte, de pie, firmes e inmóviles, en las poses y con los ademanes que suelen adoptar, en cualquier lugar del mundo, los oficiales que pretenden estar observando algo. Algunos examinaban planos cubiertos con protectoras láminas de plástico transparente, sobre las que se podría escribir con bolígrafos especiales y borrarlo después. Otros inspeccionaban el terreno con sus potentes gemelos. Algunos conferenciaban entre sí con aire de extrema gravedad.

En el centro del grupo estaba el general británico de más alta graduación, el jefe del Comando Sur. A su lado se encontraba su invitado personal, el general de más alto rango del grupo de visitantes. Entre ambos, aunque conservando una cierta distancia detrás de ellos, se erguía un brillante y joven alférez, recién salido de una escuela de idiomas, que iba murmurando en los oídos de ambos hombres la traducción simultánea de cuanto decían.

El grupo de los oficiales británicos era el más numeroso de los dos, y estaba compuesto por una treintena de hombres. Todos ellos se distinguían por su aire de gravedad, como si fuesen muy conscientes de lo inusitado y trascendental de la ocasión. También irradiaban cierta actitud de desconfianza, dando la impresión de que no eran capaces de desprenderse de los hábitos adquiridos durante tantos años. Y es que aquél era el primer año de la
Perestroika
, y aunque los oficiales soviéticos ya habían sido invitados a presenciar algunas maniobras militares británicas en Alemania, ésa era la primera vez que se encontraban en el corazón de Inglaterra en calidad de invitados del Ejército británico. Los viejos hábitos se resisten a morir.

Los rusos estaban tan serios como los británicos, o quizás aún más. Hacían un total de diecisiete oficiales, cada uno de ellos había sido cuidadosamente seleccionado y examinado. Algunos hablaban un inglés pasable, y hasta lo entendían; cinco lo dominaban a la perfección y pretendían no entender ni una sola palabra.

De todos modos, el hecho de saber inglés no había sido prioritario en su selección. La capacidad fue lo primero que se tuvo en cuenta. Cada uno de los oficiales soviéticos era un experto en su campo, y estaba muy familiarizado con los equipos, las tácticas y las estructuras militares de los británicos.

Su misión no consistía sólo en escuchar lo que se les dijera, ni mucho menos en darle crédito; también debían estudiar a fondo todo cuanto vieran, no pasar nada por alto e informar a su regreso de qué tal eran los británicos, qué tipo de equipo habían usado, cómo lo habían usado y cuáles eran sus puntos débiles, si es que los tenían.

Habían llegado la noche anterior después de haber estado en Londres un día, la mayor parte del cual lo habían pasado en su propia Embajada. La primera cena en el comedor de oficiales de la base militar de Tidworth había transcurrido con cortesía y corrección, quizás en un ambiente algo tirante, pero sin incidentes. Los chistes y las canciones vendrían más tarde, quizás en su segunda o tercera noche. Los rusos sabían muy bien que de los diecisiete que eran tendría que haber cinco de ellos al menos que se dedicasen a vigilar al resto, y, probablemente, los unos a los otros.

Nadie mencionó nada de eso a los británicos, así como éstos tampoco se molestaron en comunicar a los rusos que entre sus treinta miembros había cuatro que pertenecían al Servicio de Contraespionaje, es decir, que eran los guardianes. De todos modos, los guardianes británicos estaban allí sólo para vigilar a los rusos, no a sus paisanos y compañeros de profesión.

El grupo de los militares rusos estaba compuesto por dos generales —uno, cuyas insignias indicaban que era del cuerpo de Infantería motorizada, mientras el otro pertenecía a la División Acorazada—; un coronel del Estado Mayor; un coronel, un comandante y un capitán del Servicio de Inteligencia militar, todos ellos «declarados», lo que significaba que admitían que lo eran; un coronel de las Fuerzas Aerotransportadas, cuya camisa de combate de cuello abierto dejaba ver el triangulo de una camiseta a rayas azules y blancas, que era el distintivo de las
spetsnaz
o Fuerzas Especiales; un coronel y un capitán de Infantería; un coronel y un capitán de la División Acorazada. A éstos se sumaban un teniente coronel del Estado Mayor conjunto, un comandante y dos capitanes; y terminaba la lista con un coronel y un comandante de Transmisiones.

El Servicio de Inteligencia militar soviético es conocido como el GRU, y los tres miembros «declarados» del GRU llevaban sus propias insignias. Sólo ellos sabían que el comandante de Transmisiones y uno de los capitanes del Estado Mayor conjunto eran también oficiales del Servicio de Inteligencia militar, pero «no declarados». Exceptuando esos cinco hombres, ninguno de los demás, rusos o británicos, estaba al tanto de ese hecho.

Los británicos, por su parte, no habían considerado necesario informar a los rusos de que veinte agentes del Servicio de Seguridad habían sido apostados alrededor del comedor de oficiales de Tidworth, y que permanecerían en sus puestos hasta que la delegación soviética hubiese partido para Londres y Moscú en la mañana del tercer día. Esos vigilantes se dedicaban a cuidar el césped y los macizos de flores, a servir las mesas o a abrillantar los objetos de bronce. Durante la noche se «relevarían» unos a otros, implantando turnos para no perder de vista el edificio del comedor y mantenerlo bajo vigilancia desde diversos puntos estratégicos repartidos en un amplio círculo. Como dijera el jefe del Estado Mayor al jefe del Comando Sur durante una reunión celebrada en el Ministerio de Defensa algunos días antes:

—En realidad, sería preferible no perder a ninguno de esos mierdas.

Tal como estaba previsto, el simulacro de guerra comenzó a las nueve de la mañana y se alargó durante todo el día. El lanzamiento de los efectivos del segundo batallón, del Regimiento de Paracaidistas, tuvo lugar inmediatamente después del almuerzo. Un comandante de las Fuerzas Paracaidistas se encontró al lado del coronel soviético de las Aerotransportadas, el cual estaba presenciando las maniobras con el más vivo interés.

—Veo —apuntó el ruso— que ustedes dan preferencia al mortero de campaña de dos pulgadas.

—Un instrumento muy útil y eficaz —asintió el inglés—, y en el que todavía se puede confiar.

—Estoy de acuerdo —dijo el ruso, despacio, con cierto acento extranjero—. Los usé en Afganistán.

—¿De veras? Pues yo los utilicé en las islas Malvinas —replico el comandante del segundo de Paracaidistas, el cual también pensó, pero no lo dijo: «Y la diferencia consiste en que nosotros ganamos la guerra de las Malvinas en breve tiempo, mientras que vosotros la estáis perdiendo de mala manera en Afganistán.»

El ruso se permitió a sí mismo una torva sonrisa. El británico le correspondió con otra similar. «Hijo de puta —dijo el ruso para sus adentros—, está pensando en lo mal que lo estamos haciendo en Afganistán.»

Los dos hombres mantuvieron un duelo de sonrisas. En aquella época nadie podía saber que el nuevo y notable Secretario General del Partido en Moscú ordenaría al Ejército soviético que se retirara de aquel país y abandonara su aventura afgana. Aún eran los primeros días de la
Perestroika
, y los viejos hábitos se resisten a morir.

Aquella noche, la cena en la base de Tidworth fue mucho más relajada. El vino corrió a raudales, y fue notoria la presencia del vodka, una bebida que el Ejército británico rara vez toma. Por encima de la barrera idiomática se abrió paso un ambiente de jocosidad. Los rusos recibieron la señal del general de Infantería Motorizada. Éste parecía estar rebosante de alegría con la conversación (traducida) del general británico, por lo que sus hombres se relajaron. El comandante del Estado Mayor conjunto estaba escuchando a un oficial inglés de la División Acorazada cuando éste se puso a contarle un chiste, entonces soltó la carcajada antes de caer en la cuenta de que se suponía que no sabía ni una palabra de inglés y que tendría que haber esperado la traducción para reírse.

El comandante del segundo batallón del Regimiento de Paracaidistas, que se encontraba al lado del comandante «declarado» del Servicio de Inteligencia militar soviético, del GRU, pensó que podría practicar sus nociones de ruso.

—¿
Govoritia vi pa angleeski
? —preguntó el británico.

El ruso estaba encantado.


Ochen malinko
—contestó el ruso, para pasar en seguida a un inglés entrecortado—: Muy poco, lo siento. Me esfuerzo por estudiarlo en libros, pero mi inglés no es bueno.

—Mejor que mi ruso, estoy seguro —dijo el paracaidista—. A propósito, me llamo Paul Sinclair.

—¡Oh, lo siento, por favor! —respondió el ruso, estirando el brazo y ofreciéndole la mano—. Pavel Kuchenko.

Fue una buena cena que terminó con canciones en el bar antes de que los dos grupos de oficiales saliesen en tropel hacia sus habitaciones a las once de la noche. Algunos de ellos pensarían que a la mañana siguiente les permitirían quedarse en la cama, pero los ordenanzas habían recibido la orden de presentarse con tazas de té a las siete.

En realidad, el comandante Kuchenko estaba ya despierto a las cinco de la madrugada, y se pasó dos horas sentado y sin moverse detrás de las cortinas de encaje que cubrían las ventanas de su dormitorio de soltero. Permaneció allí, con todas las luces apagadas, vigilando el camino que pasaba por delante de la residencia de los oficiales, seguía hacia la entrada principal y desembocaba en la carretera de Tidworth. Advirtió, o creyó advertir, en la semipenumbra de esas primeras horas de la mañana, la presencia de tres hombres que podían ser vigilantes.

También vio, a las seis en punto, al coronel Arbuthnot cuando salía por la puerta principal de la residencia, situada casi debajo de su ventana, para emprender lo que parecía ser su carrera matutina. Tenía motivos para pensar que se trataba de un hábito regular, ya que había visto al viejo coronel haciendo lo mismo en la madrugada del día anterior.

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