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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (22 page)

BOOK: El manipulador
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—¿
Ja
? —preguntó.

A McCready se le iluminó la cara con una sonrisa, como si la hubiese reconocido.

—¡Oh, sí, es usted, Fräulein! Ha cambiado, por supuesto. Pero no mucho más que yo. Ya no se acordará de mí. Soy Martin Kroll. Usted me dio clases en la escuela primaria, hace unos cuarenta años.

La anciana se limitó a mirarle con sus brillantes ojos azules detrás de unas gafas de montura de oro.

—Yo me encontraba en Weimar en aquellos años. Vengo de Berlín, ¿sabe usted? Vivo allí. Y me pregunté si usted seguiría aquí. En la guía telefónica encontré su nombre. Así que vine para ver qué tal le va. ¿Me permite entrar?

La anciana se apartó a un lado y McCready entró. Un recibidor sombrío y mohoso por los años. La anciana, arrastrando los pies debido a la artrosis de las rodillas y los tobillos, le condujo hasta su sala de estar, cuyas ventanas daban a la calle. McCready esperó a que la anciana se sentara para tomar asiento en una silla.

—¿Así que le di clases en aquella época, en la vieja escuela primaria de la Heinrich Heine Strasse? ¿Cuándo fue eso exactamente?

—Bien, tuvo que ser en los años cuarenta y tres y cuarenta y cuatro. Nuestra casa había sido bombardeada. En Berlín. Así que fui evacuado aquí junto con otros niños. Tuvo que ser en el verano del cuarenta y tres. Estaba en una clase con…, ¡ay, los nombres…!, bueno, me acuerdo de Bruno Morenz. Era mi compañero de juegos.

La anciana se le quedó mirando un buen rato, luego se puso de pie. McCready la imitó. La mujer se deslizó hasta la ventana y miró hacia la calle. Un camión lleno de
vopos
pasaba traqueteando. Todos iban sentados muy rígidos. Llevaban las cartucheras al cinto, en las que llevaban sus pistolas «AP9» de fabricación húngara.

—Siempre los uniformes —murmuró la anciana como si hablase consigo misma—. Primero los nazis, ahora los comunistas. Y siempre los uniformes y las pistolas. Primero la Gestapo y ahora la SSD. ¡Ay, Alemania!, ¿qué hemos hecho para merecernos ambas cosas?

La mujer se apartó de la ventana y se volvió hacia McCready.

—Usted es inglés, ¿verdad? Siéntese, haga el favor.

McCready se alegró de poder hacerlo. Se dio cuenta de que, pese a su avanzada edad, la dama conservaba aún una mente afilada como una navaja.

—¿Por qué dice una cosa así? —preguntó McCready con acento indignado.

La anciana no se inmutó ante aquella muestra de indignación.

—Por tres razones. Me acuerdo de todos los niños a los que di clases en aquella escuela durante la guerra y después de la guerra, y no había ningún Martin Kroll entre ellos. Y, en segundo lugar, la escuela no estaba en esa calle. Heine era judío, y los nazis se encargaron de hacer desaparecer su nombre de calles y monumentos.

McCready se hubiese dado de bofetadas. Tenía que haber sabido que el nombre de Heine, uno de los más grandes poetas de Alemania, no había sido rehabilitado hasta después de la guerra.

—Si usted grita o da la voz de alarma —dijo él, sereno—, yo no le haré daño. Pero ésos vendrán por mí, me llevarán y me fusilarán. La elección es suya.

La anciana anduvo cojeando hasta su sillón y se sentó.

—En 1934, yo era catedrática en la Universidad Humboldt, en Berlín. Más joven que el resto de los catedráticos, y la única mujer. Los nazis llegaron al poder. Yo los despreciaba. Y así lo manifesté. Me imagino que he de considerarme afortunada, pues podrían haberme enviado a un campo de concentración.

»Pero se mostraron indulgentes; me enviaron aquí, para que diese clases en la escuela primaria a los hijos de los trabajadores del campo.

»Después de la guerra no regresé a la Humboldt. En parte, porque me parecía que los niños de aquí tenían más derecho a las clases que yo pudiera darles que los espabilados jóvenes de Berlín, y, en parte, porque tampoco se me apetecía enseñar la versión comunista de las mentiras. ¿Responde esto a su pregunta?»

—¿Y si me llegan a detener de todos modos y les hablo de usted?

La anciana sonrió por primera vez.

—Mi querido joven, cuando una tiene ochenta y ocho años, no hay nada que le puedan hacer a una que Dios Nuestro Señor no vaya a hacer muy pronto. ¿Por qué ha venido a verme?

—Bruno Morenz. ¿Se acuerda de él?

—¡Oh, sí, claro que me acuerdo! ¿Tiene problemas?

—Sí, Fräulein Neumann, y muy graves. Se encuentra aquí, no muy lejos de esta casa. Vino con una misión…, mía. Cayó enfermo, de la cabeza. Ha perdido completamente los nervios, tiene que estar escondido por ahí afuera, en alguna parte. Necesita ayuda.

—La Policía y todos esos soldados, ¿están aquí por Bruno?

—Sí. Si le encuentro antes que ellos, quizá pueda ayudarle. Llevármelo a tiempo.

—¿Y por qué ha venido a verme?

—Hablé con la hermana de Bruno en Londres, me dijo que él le había contado muy pocas cosas de los dos años que pasó aquí durante la guerra. Sólo que había sido muy desdichado y que su único amigo había sido su maestra de escuela, Fräulein Neumann.

La anciana se balanceó hacia delante y hacia atrás durante un rato.

—Pobre Bruno —dijo al fin—, pobre niño asustadizo. Siempre tan atemorizado. De los gritos y de los castigos.

—¿Por qué tenía Bruno miedo, Fräulein Neumann?

—Provenía de una familia socialdemócrata de Hamburgo. El padre había muerto, durante un bombardeo; pero, antes de que eso ocurriera debió de haber hecho en su hogar algún comentario ofensivo sobre Hitler. Bruno estaba alojado en la casa de un granjero a las afueras de la ciudad, un hombre brutal que bebía mucho. Por añadidura, un nazi fanático. Un buen día, por la noche, Bruno tuvo que haber dicho algo que había aprendido de su padre porque el granjero se quitó la correa y le dio una paliza con ella. Le golpeó duramente. A partir de entonces, aquello se convirtió en una rutina. El pobre Bruno solía salir huyendo de la casa.

—¿Y en dónde se escondía, Fräulein Neumann? ¡Por favor, dígamelo!

—En el pajar. En una ocasión me lo enseñó. Cuando fui a la granja a recriminar al granjero. Había un pajar solitario, al otro lado de los campos de heno, lejos de la casa y de los demás pajares. Bruno hacía un agujero en las balas de heno colocadas en lo alto del pajar. Solía esconderse allí, donde permanecía hasta que el granjero caía sumido en su acostumbrado sueño de borracho.

—¿Dónde estaba situada la granja exactamente?

—La aldehuela se llamaba Marionhain. Creo que todavía existe. Eran unas cuatro granjas agrupadas. Ahora habrán sido colectivizadas. Se encuentra entre los pueblos de Ober Grünstedt y de Nieder Grünstedt. Salga por la carretera en dirección a Erfurt. A unos seis kilómetros gire a la izquierda por un camino de tierra. Tiene que haber un letrero. La granja se llamaba
Finca
de Müller, pero lo más probable es que la hayan cambiado de nombre. Quizás ahora tenga un número. Pero si todavía existe, busque un pajar que se encuentra a unos doscientos metros del grupo de casas, al final de los campos de heno. ¿Cree que podrá usted ayudarle?

McCready se levantó.

—Si Bruno está allí, Fräulein Neumann, trataré de ayudarle. Le juro que lo intentaré por todos los medios. Le doy las gracias por su ayuda.

Cuando llegaron a la puerta, McCready se volvió hacia la anciana.

—Usted me ha hablado de tres razones que la habían llevado a creer que yo era inglés, pero sólo ha mencionado dos.

—¡Ah, sí! Usted va vestido como un obrero del campo y sin embargo, afirma que viene de Berlín. Allí no hay granjas. Lo que significa que ha de ser un espía, o bien trabaja para ésos… —dijo la dama, volviendo la cabeza hacia la ventana, por donde entraba el ruido de otro camión que pasaba por la calle—, o para los del otro lado.

—Podía haber sido un agente de la
Stasi
.

La anciana sonrió de nuevo.

—No, míster inglés, me acuerdo muy bien de los oficiales británicos que estuvieron aquí en 1945, durante un breve tiempo, antes de que los rusos llegasen. Ustedes eran mucho más educados.

El camino de tierra que salía de la carretera principal se encontraba exactamente donde la anciana había dicho que debería de estar, a la izquierda, y llevaba hacia una zona de ricos campos de labranza situada entre la N-7 y la autopista E-40. En un pequeño cartel se podía leer Ober Grünstedt. Se metió con la bicicleta por aquel camino hasta llegar a un cruce, a un kilómetro y medio de distancia. El camino se bifurcaba. A su izquierda estaba Nieder Grünstedt. McCready pudo ver la muralla de uniformes verdes que rodeaban la aldea. A su derecha se extendían los campos de maíz, aún no cosechados, cargados de espigas y de metro y medio de alto. Se inclinó sobre el manillar y se metió por el camino de la derecha. Bordeó Ober Grünstedt y vio un camino de tierra aún más estrecho que el anterior. Entró por él y cuando llevaba recorridos unos ochocientos metros divisó los tejados de un grupo de casas, graneros y establos, del típico estilo de Turingia, con los tejados sumamente empinados, altísimas torres y altos y anchos portalones para permitir la entrada a las carretas de heno a los grandes patios interiores de forma cuadrada. Marionhain.

McCready no quiso pasar la aldehuela. Podría encontrarse con campesinos que lo identificarían al instante como a un extranjero. Dejó la bicicleta en los maizales y se subió a un montículo para poder observarlo todo mejor. A su derecha vio un pajar grande y solitario, construido con ladrillos y negras maderas embreadas, y se encontraba bastante apartado del grupo de graneros principal. Se agachó y, caminando casi en cuclillas, empezó a abrirse paso hacia el pajar, rodeando el lugar. En el horizonte, una oleada de uniformes verdes comenzó a moverse por los alrededores de Nieder Grünstedt.

El doctor Lothar Herrmann también estaba trabajando esa mañana. No solía hacerlo los sábados, por regla general, pero necesitaba estar ocupado en algo para distraerse y no darle vueltas a la situación tan embarazosa en la que se había metido. La noche anterior estuvo cenando con el Director General, la situación no resultó nada fácil.

Aún no se había efectuado detención alguna en relación con el caso del asesinato de Heimendorf. La Policía no había recibido todavía la información «requerida» acerca de una persona en particular a la que deseaban interrogar. Los agentes de la Brigada de Homicidios parecían encontrarse ante un muro impenetrable que se alzaba en torno a un juego de huellas dactilares y a dos balas disparadas por la misma pistola.

Se llevaron a cabo discretos interrogatorios a un cierto número de caballeros muy respetables, pertenecientes tanto al sector público como al privado, los cuales se vieron avergonzados por la situación en que se encontraban. No obstante, todos, sin excepción, cooperaron con la Policía en la medida de sus fuerzas. No pusieron objeción a dejarse tomar las huellas dactilares, ni a entregar armas para que fueran comprobadas, así mismo facilitaron los datos que permitieran verificar sus coartadas. Y el resultado de todo eso fue… nada.

El Director General se había mostrado comprensivo y pesaroso, pero inflexible. La falta de cooperación por parte del Servicio Secreto había ido ya demasiado lejos. El lunes por la mañana estaba dispuesto a ir él mismo en persona a las oficinas de la Cancillería Federal para entrevistarse con el Secretario de Estado, el cual tenía la responsabilidad en el aspecto político del BND. Sería una entrevista muy escabrosa, y él, el Director General, no estaba satisfecho. En absoluto.

El doctor Herrmann abrió la gruesa carpeta con las comunicaciones de radio mantenidas al otro lado de la frontera en el período comprendido del miércoles al viernes. Advirtió que parecía haber bastantes más que de costumbre. Algún tipo de alarma entre los
vopos
de la región de Jena. Cuando releía por encima los comunicados, la mirada del doctor Herrmann se detuvo en una frase que había sido utilizada en una conversación sostenida entre el vehículo de los
vopos
y la Central de Jena: «Grande, cabellos grises, acento renano…» El doctor Herrmann se quedó pensativo. Algo le vino a la memoria…

Su ayudante entró en ese momento en el despacho y dejó un telegrama sobre el escritorio, delante de su jefe. Si
Herr Doktor
insistía en trabajar el sábado por la mañana, bien podía ir procesando la información a medida que ésta llegaba. El telegrama se debía a la gentileza del Servicio de Contraespionaje, el BFV. En el despacho se comunicaba que un agente, particularmente observador, se había fijado en el rostro de un viajero que había llegado al aeropuerto de Hannover en un vuelo procedente de Londres, y que había entrado en Alemania bajo el nombre de Maitland. Como se trataba de un agente muy avispado, el hombre del Servicio de Contraespionaje buscó aquel rostro entre los de sus expedientes, y transmitió su identificación a la oficina central de Colonia. Desde allí fue transmitida a Pullach. El caballero Maitland era, en realidad Mr. Samuel McCready.

El doctor Herrmann se sintió muy ofendido. Era una gran descortesía por parte de un alto oficial del Servicio de Inteligencia de uno de los países de la OTAN el hecho de entrar en el país sin anunciarse. Y no tenía nada de usual. A menos que… Releyó las comunicaciones de Jena que habían sido interceptadas y el telegrama con la noticia de Hannover. «No se atrevería», pensó. Entonces otra parte de su cerebro le replicó: «Por supuesto que sí, el puñetero sería muy capaz de ello.» El doctor Herrmann descolgó el teléfono y empezó a tomar sus disposiciones.

McCready salió del abrigo que los campos de maíz le deparaban, atisbo a derecha e izquierda, y cruzó a la carrera los escasos metros de hierba que le separaban del viejo pajar. La puerta rechinó sobre sus oxidados goznes cuando la empujó para entrar. A través de algunas rendijas entre las tablas penetraban los rayos de sol, haciendo danzar las motas de polvo que revoloteaban por el aire y permitiendo ver en la penumbra el contorno confuso de viejos carretones, barriles, aperos de labranza, arreos de caballerías y artesas mohosas. McCready alzó la mirada. La parte de arriba, a la que se accedía por una escalera de mano, estaba repleta de fardos de heno apilados. McCready subió por la escalera y llamó con voz sofocada.

—Bruno.

No obtuvo respuesta. Entonces pasó por entre los fardos de heno apilados, tratando de encontrar algún indicio de que habían sido removidos. Al fondo del pajar advirtió, entre dos fardos, lo que le pareció ser el trozo de un tejido impermeable. Con gran cuidado separó los fardos.

BOOK: El manipulador
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