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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (17 page)

BOOK: El manipulador
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—¿Dónde está Pankratin ahora? —preguntó Edwards.

—De acuerdo con el horario previsto, en estos momentos debe de estar en el aeropuerto militar de Potsdam: desde allí volará a Moscú.

—¿No podéis acercaros a él y advertirle?

—¡No, maldita sea! Cuando llegue a Moscú, se tomará una semana de permiso. Junto con algunos amigos del Ejército, en el campo. No podemos enviarle un mensaje cifrado hasta que no esté de vuelta en Moscú… si es que vuelve alguna vez.

—¿Y qué ha pasado con el manual de guerra? —preguntó Edwards.

—Creo que lo tiene el
Duendecillo
—dijo McCready.

Todos se le quedaron mirando. Appleyard dejó el cigarrillo en el aire.

—¿Por qué? —inquirió.

—Un simple cálculo de tiempo —contestó McCready—. El segundo encuentro era a las doce. Supongamos que se fue de la zona de estacionamiento a eso de las doce y veinte. El accidente ocurrió a las doce y media. A los diez minutos, y a unos ocho kilómetros de distancia, al otro lado de Jena. Estoy convencido de que si hubiese tenido escondido el manual en el compartimiento secreto debajo de la batería, incluso en el estado en que estaba, hubiera aceptado ser detenido por embriaguez al volante, pasando la noche en el calabozo, y luego hubiese pagado su multa. Tenía grandes probabilidades de que los
vopos
no hubieran sometido nunca su automóvil a un registro meticuloso.

»Si el manual hubiese estado ya en el «BMW», me parece que hubiéramos encontrado algún tipo de pista al interceptar los comunicados de la Policía. Ellos habrían informado a la central de la SSD en un lapso de diez minutos, no de dos horas. Estoy convencido de que lo lleva consigo, debajo de su chaqueta, quizá. Por eso no podía ir a la Comisaría. Cuando le hicieran la prueba del alcohol, le hubiesen quitado la chaqueta. Por eso tuvo que huir.

Se produjo entonces un silencio que duró algunos minutos.

—Ahora todo vuelve a depender del
Duendecillo
—dijo Edwards, que prefería utilizar, al igual que los demás, el seudónimo operativo, aun cuando todos conocían ya el verdadero nombre del agente—. Pero ha de estar en algún sitio. ¿Adónde puede haber ido? ¿Tiene amigos por allí? ¿Algún refugio seguro? ¿Algo?

McCready denegó con la cabeza.

—Hay una casa franca en Berlín Oriental. La conoce de los viejos tiempos. Ya he tratado de averiguarlo, pero no se ha establecido contacto. En el Sur no conoce a nadie. Nunca había estado por esa zona.

—¿Puede esconderse en los bosques? —preguntó Claudia.

—No es el terreno apropiado. No son los montes del Harz, con sus bosques umbríos. Llanos campos de labranza, ciudades pequeñas, aldeas, villorrios, granjas…

—Vamos, que no es el lugar apropiado para un hombre fugitivo, ya entrado en años y que ha perdido la chaveta —comentó Appleyard.

—En ese caso lo hemos perdido —dijo Claudia—. A él, el manual de guerra y a Pankratin, gran negocio.

—Me temo que todo parece indicarlo así —dijo Edwards—. La Policía del Pueblo empleará tácticas de saturación. Bloqueará todas las carreteras, todas las calles y todos los caminos. Sin un refugio al que acudir, me temo que, para el mediodía, habrá sido capturado.

La reunión concluyó con esa desalentadora observación. Cuando los estadounidenses se marcharon, Edwards detuvo a McCready en el umbral de la puerta.

—Escucha, Sam, sé que no hay esperanza, pero sigue con el caso, ¿quieres? He hablado con los de Cheltenham, con el departamento de Alemania Oriental, y les he pedido que continúen con la vigilancia y se pongan en contacto contigo para informarte en el mismo instante en que logren escuchar alguna cosa. Cuando capturen al
Duendecillo
, y acabarán por capturarlo, quiero saberlo al instante. Y ahora tendremos que apaciguar a nuestros primos de algún modo, aunque sólo Dios sabe cómo.

De regreso en su despacho, McCready empezó a preguntarse qué pasaría por la cabeza de un hombre que había sufrido un colapso nervioso. Por su parte, nunca había contemplado ese fenómeno. ¿Qué sería de Bruno Morenz en esos momentos? ¿Cómo reaccionaría ante su situación?, ¿de un modo lógico?, ¿o absurdo? Descolgó el teléfono y pidió que le comunicaran con el psiquiatra asesor del Servicio Secreto, un eminente profesional, conocido irreverentemente como
el Loquero
. Localizó al doctor Alan Carr en su consultorio de la calle Wimpole. El doctor Carr le dijo que estaría muy ocupado toda la mañana, pero que le agradaría encontrarse con McCready para ir a almorzar y responder a sus preguntas. McCready se citó con el psiquiatra en el hotel «Montcalm» a la una de la tarde.

La comandante Ludmila Vanavskaya entraba, a las diez en punto, por la puerta principal del edificio del estado mayor del Servicio de Seguridad del Estado, en la calle Normannen, donde le indicaron que subiese a la cuarta planta, que era la ocupada por el
Abteilung II
, el departamento de Contraespionaje. El coronel Voss la estaba esperando. La condujo hasta su despacho privado y le indicó que tomase asiento en una silla enfrente de su escritorio. El hombre se sentó a su vez y pidió que les sirvieran café. Cuando el ayudante salía del despacho, el coronel preguntó con amabilidad:

—¿Qué puedo hacer por usted, camarada comandante?

El coronel sentía curiosidad por saber a qué se debería esa visita en un día que prometía ser enormemente agitado para él. Pero el requerimiento provenía del Comandante en Jefe del cuartel general de la KGB, y el coronel Voss era perfectamente consciente de quiénes llevaban la voz cantante en la República Democrática Alemana.

—Usted está al cargo de un caso de la región de Jena —le contestó Vanavskaya—. El de un agente de Alemania Occidental que huyó, después de un choque, abandonando su automóvil. ¿Podría ponerme al corriente de los últimos detalles?

Voss le expuso aquellos pormenores que no habían sido incluidos en el informe que ya conocían los rusos.

—Supongamos —dijo Vanavskaya cuando el otro hubo terminado— que ese agente, Grauber, haya venido para recoger o entregar algo… ¿Alguna cosa de las que se encontraron en el automóvil o en la cavidad secreta podía ser lo que él trajo o lo que trataba de sacar?

—Nada en absoluto. Todos sus documentos no eran más que parte de su biografía ficticia. La cavidad estaba vacía. Si trajo alguna cosa, ya la había entregado; si pretendía llevarse algo, aún no lo había recogido…

—O todavía lo llevaba encima.

—Es posible. Sí. En todo caso, lo sabremos cuando lo interroguemos. ¿Podría preguntarle por qué se interesa tanto en este caso?

Antes de contestar, la comandante Ludmilla Vanavskaya sopesó sus palabras con sumo cuidado.

—Existe una posibilidad, tan sólo una remota posibilidad, de que el caso en el que yo estoy trabajando actualmente coincida con el suyo.

Pese a la absoluta inexpresividad de su rostro, el coronel Otto Voss se estaba divirtiendo de lo lindo. ¿Así que esa guapa hurona rusa sospechaba que el alemán occidental podía haber entrado en la Zona Este con el fin de ponerse en contacto con una fuente de información
rusa
, y no con un traidor de Alemania Oriental? ¡Qué interesante!

—¿Tiene alguna razón especial para creer, coronel, que Grauber vino a establecer algún contacto o que sólo tenía que depositar algo en un buzón falso?

—Estamos convencidos de que vino con el fin de establecer contacto con alguien —contestó Voss—. El accidente se produjo a las doce y media del mediodía de ayer, pero él había pasado por la frontera el martes a las once de la mañana. Si lo único que tenía que hacer era recoger un paquete de un buzón falso, o depositarlo, no hubiese necesitado quedarse más de veinticuatro horas. Eso podría haberlo hecho el mismo martes, al anochecer. Pero lo cierto es que pasó la noche del martes al miércoles en el hotel «Oso Negro» de Jena. Por eso creemos que vino para establecer contacto con alguien.

A la comandante Ludmilla Vanavskaya el corazón le dio un vuelco en el pecho. Un contacto, en la zona de Jena y Weimar, en algún tramo de la carretera, probablemente en una por la que viajaba el hombre al que ella perseguía, y más o menos casi a la misma hora. «¡A ti vino a visitar, hijo de puta!»

—¿Han logrado identificar a Grauber? —preguntó la comandante—. Seguro que ése no es su verdadero nombre.

Disimulando su orgullo, Voss abrió una carpeta, sacó una lámina de ella y le tendió un retrato robot. Había sido dibujado con la ayuda de los dos policías de Jena, de los dos agentes que habían ayudado a Grauber a apretar la tuerca del coche y del personal del hotel «Oso Negro». El retrato era muy bueno. Sin decir ni una palabra, Voss le tendió una fotografía de gran formato. Los rostros de ésta y del retrato robot eran idénticos.

—Se llama Morenz —dijo Voss—. Bruno Morenz. Un agente que trabaja a tiempo completo para el BND, en su sede de Colonia.

Vanavskaya estaba atónita. ¿Así que se trataba de una operación de Alemania Occidental? Siempre había sospechado que su hombre trabajaba para la CÍA, o para los británicos.

—¿Y aún no lo han detenido?

—No, comandante. Confieso que estoy sorprendido por la tardanza. Pero lo cogeremos. Encontraron abandonado el coche de la Policía, anoche, ya muy tarde. Los informes señalan que el depósito de la gasolina había sido agujereado. Estaba en las inmediaciones de Apolda, justo al norte de Jena. Eso significa que nuestro hombre va a pie. Tenemos una descripción perfecta de él: alto, corpulento, de cabello gris, y lleva un impermeable arrugado. No tiene documentación, su acento es renano. En lo físico, no está muy en forma que digamos. Caerá como fruta madura.

—Quisiera estar presente durante los interrogatorios —dijo Vanavskaya que no tenía nada de melindrosa. Ya había asistido antes a algunos interrogatorios.

—Si se trata de una solicitud oficial de la KGB, daré mi consentimiento, por supuesto.

—Lo será —dijo Vanavskaya.

—En ese caso, no se aleje mucho, comandante. Lo cogeremos, lo probable es que lo consigamos antes del mediodía.

La comandante Ludmilla Vanavskaya volvió al edificio de la KGB, canceló su vuelo de Potsdam a Moscú y utilizó una línea de seguridad para ponerse en contacto con el general Chaliapin. Este se mostró de acuerdo.

A las doce del mediodía, un avión de transporte
Antonov
32 de las Fuerzas Aéreas soviéticas despegó del aeropuerto de Potsdam en dirección a Moscú. El general Pankratin y otros altos oficiales del Ejército y de las Fuerzas Aéreas se encontraban a bordo, de regreso a la capital soviética. Algunos oficiales jóvenes iban en la parte de atrás, junto con las sacas del correo. En ese vuelo de regreso al hogar no se encontraba ninguna secretaria de la Embajada soviética, vestida con un traje oscuro. De todas formas, nadie la echó en falta.

—Se encuentra en lo que solemos llamar estado de disociación, o crepuscular, o de huida —dijo el doctor Carr, mientras se inclinaba sobre los entremeses compuestos por rodajas de melón y aguacates.

El doctor Carr había escuchado atentamente la descripción que McCready le hacía de un hombre anónimo que había sufrido un grave colapso nervioso. Nada sabía, ni tampoco lo había preguntado, acerca de la misión que ese hombre estaba realizando, ni de dónde había ocurrido ese colapso nervioso, salvo que había sido en territorio hostil. Les retiraron los platos vacíos y les sirvieron los lenguados, limpios de espinas.

—¿Disociación de qué? —preguntó McCready.

—De la realidad, por supuesto —contestó el doctor Carr—. Es uno de los síntomas clásicos de esa clase de síndrome. Es muy posible que haya mostrado algunos signos de desilusión consigo mismo antes de que se produjese el derrumbamiento final.

«Ya lo creo que ha habido signos», pensó McCready. Haciéndose creer a sí mismo que una hermosa prostituta se había enamorado de él, que podía comenzar una nueva vida junto a ella, escapando de todo; cargando a sus espaldas con un doble crimen.

—El de huida —prosiguió el doctor Carr mientras hundía el tenedor en el exquisito lenguado a la
meuniere
— significa simplemente eso, huir. Escapar de la realidad, en especial de la realidad cruda y desagradable. Estoy convencido de que su hombre estará pasando ahora por unos momentos muy difíciles.

—¿Y qué hará? —le preguntó McCready—. ¿Adónde se dirigirá?

—Buscará refugio, un sitio en el que se sienta a salvo, donde pueda ocultarse; un lugar en que todos los problemas desaparezcan y la gente lo deje en paz. Puede regresar a un estado similar al de la infancia. En cierta ocasión tuve un paciente que atosigado por los problemas, se retiró a su dormitorio, se acostó, adoptó la posición fetal, se metió el dedo pulgar en la boca y se quedó allí. No quería levantarse. Vuelta a la infancia, como puede ver. Sentirse a salvo, en lugar seguro. Sin problemas. Éste es un lenguado excelente, por cierto. Sí, un poco más de ese
Meursault
borgoñón… Gracias.

«Todo eso estará muy bien —pensó McCready—, pero Bruno Morenz no tiene refugio alguno donde esconderse. Nacido y criado en Hamburgo, designado a Berlín, Munich y Colonia por razones de trabajo, no podía disponer de ningún lugar donde esconderse en las inmediaciones de Jena y Weimar.» Bebió unos sorbos más de vino y preguntó:

—¿Y suponiendo que no tenga refugio adonde pueda ir a esconderse?

—En ese caso, me temo que estará deambulando sumido en un estado de confusión, incapaz de ayudarse a sí mismo. Según mi experiencia, si tiene algún lugar de destino podría actuar de forma lógica para alcanzarlo. Pero sin ese lugar… —prosiguió el doctor, haciendo una pausa para encogerse de hombros—, lo cogerán. Quizá ya le hayan detenido. O será al atardecer, a más tardar.

Sin embargo, no lo cogieron. A lo largo de la tarde la ira y la frustración del coronel Voss fueron en aumento. Las veinticuatro horas se habían convertido en treinta; miembros de la Policía.

CAPÍTULO V

La comandante Ludmilla Vanavskaya no pudo conciliar el sueño. Trató de dormir, pero permaneció despierta en la oscuridad, preguntándose, intrigada, cómo demonios era posible que los alemanes orientales, con su reputación de eficacia en el control de su propia población, pudiesen dejar escapar a un hombre como Morenz en un área de treinta kilómetros cuadrados. ¿Había hecho
autostop
, robado una bicicleta?, ¿seguiría agazapado en el fondo de una zanja? ¿Qué diablos estaban haciendo los
vopos
en toda esa zona?

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