—¿Qué pasa? —preguntó Pascal, inquieto.
Su amigo no dejaba de recorrer el filo de aquella pieza de plata, deslizaba ahora por él la yema de uno de sus dedos.
—Ya te he dicho el excelente estado de conservación que presenta esta moneda —murmuró Mathieu, concentrado en girar aquella pieza de plata.
Aquella observación dejó frío a Pascal.
Mathieu levantó los ojos y miró solemne a su amigo:
—En aquella época había mucha pobreza, y lo que hacían los comerciantes y la gente de clase baja era limar los bordes de las monedas para quedarse con las virutas de plata, que luego fundían. Por eso es muy difícil encontrar unidades como esta, tan impecables —explicó, moviendo la cabeza hacia los lados, incrédulo—. ¡Es que está perfecta, ni una muesca! Lo único que permite una conservación tan perfecta como la que presenta esta moneda es que casi no llegase a circular...
Ahora Pascal sí comprendió.
—Lo que demuestra —concluyó el Viajero, en tono victorioso— que yo la recogí en un momento próximo a mil quinientos treinta y seis. O eso, o he descubierto hace poco un tesoro escondido con monedas de estas, ¿no?
—No, ni siquiera me serviría esa alternativa para salvarme de esta... conmoción. En ese caso, el transcurso del tiempo habría producido algún tipo de oxidación en las monedas. Y tu real está nuevecito, joder. Recién salido de fábrica, como quien dice.
Pascal intuyó que acababa de superar la primera batalla contra el escepticismo de Mathieu. La guerra la ganaría de un modo definitivo cuando su amigo asistiera a alguna reunión con los demás y fuese testigo de su viaje al Más Allá. Algo que no tardaría en ocurrir... si nada se interponía en su camino.
—Supongo... supongo que ahora vas a pedirme que guarde tu secreto —concluía un vacilante Mathieu, procurando intuir qué podía esperar Pascal de él tras aquella extraña revelación. Ansiaba encontrarse con Dominique, para poder hallar nuevos sustentos a aquella historia. Su apoyo le ayudaría a reducir la sensación de irrealidad que lo estaba abrumando.
Pascal lo miró a los ojos con cierta solemnidad.
—Tu silencio ya no es suficiente —sentenció—. Conocer el secreto de la Puerta Oscura te obliga a involucrarte hasta el final. Ya eres uno de los nuestros.
Mathieu comprobaría enseguida que aquellas enigmáticas palabras constituían la invitación a una próxima reunión que no olvidaría fácilmente.
Marble Arch, Londres
12-11-2008, 17:00 h
—... Usted puede hablar con los muertos.
Agatha la Serena se quedó mirándolos unos instantes, calibrando la situación. Aquella desconsolada pareja acababa de sincerarse, y ahora aguardaba una respuesta. El hombre paseaba la vista por los diferentes rincones de la sala frotándose las manos con insistencia; parecía impaciente por acabar con aquello, ahora que la franqueza de su esposa les había puesto en evidencia. En su rostro desolado se leía resignación. Aquella visita constituía para él, con toda seguridad, un último recurso en el que no confiaba, pero al que había accedido con objeto de acallar las esperanzas de su mujer. Virginia Fitzgerald era, a todas luces, quien había tomado la decisión de recurrir a la bruja, quien había empujado a ambos hasta allí.
Agatha, sin ánimo de prolongar demasiado la incertidumbre de sus clientes, asintió. A continuación, sin mediar palabra, se levantó de su asiento y cerró con llave la puerta del local. Después volvió a sentarse frente a ellos.
—Entrar en comunicación con los muertos es algo muy serio —les advirtió—, no se trata de un juego.
En su comentario no había, todavía, un compromiso para la petición implícita en las palabras de la señora Fitzgerald.
—Lo imaginamos —la mujer había echado el cuerpo hacia adelante, inclinándose sobre la mesa en la que aún permanecían la baraja y aquella primera carta anticipadamente separada del resto—. Pero ¿puede hacerlo?
«La desesperación hace que nos agarremos a un clavo ardiendo», pensó Agatha.
—Virginia, por favor... —rezongaba su marido, azorado ante un comportamiento en su mujer que no reconocía.
—¿Por qué quieren hacer algo así? —formuló Agatha retrasando aún más su respuesta—. A menudo es mejor dejar las cosas como están.
Virginia no dudó:
—Nuestro hijo Patrick falleció hace un mes —su voz se quebró al comunicar tan trágica noticia, pero logró recuperar la entereza suficiente para concluir su explicación—. No pudimos despedirnos, no estábamos con él. Eso nos está matando, no podemos conciliar el sueño, ni pensar, ni trabajar... Lo único que pedimos es poder enviarle un último mensaje. Nada más.
La señora Fitzgerald no pudo soportarlo y prorrumpió en sollozos. Su marido le pasó un brazo por los hombros mientras ella extraía de su bolso un pañuelo de papel con el que secó sus lágrimas.
Agatha había aceptado ya, con un segundo gesto de cabeza. Aquellas dramáticas circunstancias suponían un clásico en el devenir cotidiano de su profesión. La gente llevaba muy mal no poder despedirse de sus seres queridos, no haberles podido decir muchas cosas que, de hecho, habrían tenido que decirse en vida.
Y ella, en efecto, sí podía hacer algo al respecto. Agatha la Serena albergaba la capacidad de contactar con los muertos, aunque constituía una actividad peligrosa que solía evitar. Nunca se sabía quién podía contestar desde el Más Allá.
A pesar de ello, se había visto incapaz de rechazar la petición de ayuda que le planteaba aquel matrimonio destrozado. Se levantó de nuevo, redujo la iluminación de la sala, encendió unas velas que tenía preparadas sobre una bandeja y, a continuación, se dirigió hacia un mueble de madera maciza del que extrajo un tablero en el que había grabados en círculo números del uno al nueve, todas las letras del alfabeto y, bien señalados, un «sí» y un «no». Colocó aquel panel sobre la mesa que la separaba de sus clientes antes de tomar asiento frente a ellos. En una de sus manos agarraba una tablilla pequeña con forma de punta de flecha, que procedió a colocar sobre la lámina de madera.
El silencio era absoluto, tenso.
—Para intentar contactar con su hijo he de iniciar una sesión de ouija —explicó de forma somera—. Pero no puedo ofrecerles garantías de éxito, no siempre se logra atraer la presencia querida.
El matrimonio asintió, intimidado ante la ambientación inquietante de aquel ritual.
—¿Han traído algún efecto personal de su hijo? —preguntó la bruja—. Eso ayuda, atraerá al espíritu que nos interesa de entre todos los que se mantienen en la dimensión del Más Allá.
Virginia Fitzgerald le alargó una camiseta azul que guardaba en el bolso, ante el gesto estupefacto de su marido, que prefirió no comentar nada. Agatha recogió con delicadeza aquella prenda que le tendían, depositándola cerca del tablero, y se dispuso a comenzar. Extendiendo los brazos, colocó sus dedos cubiertos de anillos sobre la tablilla en punta, cerró los ojos y respiró en profundidad varias veces.
—No hablen —advirtió— hasta que yo se lo indique, y háganlo siempre dirigiéndose a mí. Yo transmitiré sus mensajes como intermediaria.
Ella ejercería de sujeto canalizador.
Transcurrieron diez minutos durante los cuales Agatha se mantuvo estática, con los brazos firmes y las yemas de sus dedos apoyadas sobre la pieza de madera diseñada para señalar. Por fin, lanzó su primera llamada:
—¿Hay... hay alguien ahí?
Llegados a aquel punto, al señor Fitzgerald se le había erizado la piel a pesar de su propia incredulidad, mientras que su mujer contenía la respiración, obsesionada por la posibilidad de comunicarse con su hijo. Solo eso le importaba, no podía pensar en otra cosa.
Pero nada. La tablilla no se movió ni un milímetro, lo que no sorprendió a la bruja; Agatha no percibía ninguna presencia del Más Allá que pudiera guiar la flecha a través de sus dedos, estaban solos en aquella habitación cerrada. No obstante, insistió:
—¿Hay alguien ahí... que quiera comunicarse?
Nuevos segundos de expectación inmóvil. Nada. Arthur se removió en su silla, experimentando unas considerables ganas de salir de allí. La mujer persistía con sus palpitaciones en el pecho.
Agatha abrió los ojos. Lo sentía por aquel matrimonio, pero la cosa pintaba mal. No siempre las entidades espirituales estaban disponibles —mucho menos cuando se buscaba a una en concreto—, y aquella noche parecía no ser la adecuada.
—Lo voy a intentar otra vez —murmuró a los Fitzgerald, perseverante—. Concéntrense ustedes también. Deséenlo con todas sus fuerzas, murmuren su nombre.
Patrick, Patrick, Patrick
...
Despegó sus dedos de la tablilla, agitó sus brazos para relajar los músculos y, después, volvió a adoptar la posición indicada para aquel ceremonial. Bajó los párpados e inició el roce con la pieza en punta, condensando sus pensamientos para dirigir su energía hacia la pregunta que enviaba al Más Allá.
—¿Hay alguien ahí? —su voz retumbó, firme, en aquel espacio sobre el que se había impuesto una atmósfera de tintes claustrofóbicos.
Una luz se apagó de improviso y un portazo se dejó oír fuera de la habitación, provocando que el señor Fitzgerald diese un respingo sobre su silla. Aquellos fenómenos le habían hecho palidecer, y agarraba la mano de su mujer con demasiada fuerza.
La tabla de ouija continuaba, no obstante, sin mostrar movimiento alguno. A pesar de que los indicios anteriores habían preocupado a Agatha —no parecían precisamente un anuncio cordial de la llegada del joven fallecido al que persistían en requerir—, la bruja insistió sin abrir los ojos:
—Si hay alguien con nosotros, que se manifieste.
Una fría humedad impregnó la espalda de la vidente, que procuró atenuar su propio pulso. Confirmado. No estaban solos en la habitación, ya no.
A los pocos segundos, y sin que ella hiciese una mínima presión sobre la pieza, notó el roce de la tablilla resbalando con lentitud sobre la lámina grabada de madera. Abrió los ojos para seguir el rumbo de la flecha, que los señores de Fitzgerald observaban con fijeza hipnotizada.
Se detuvo en el «sí».
Un espíritu había entrado en contacto con ellos, algo que siempre resultaba pavoroso. La vidente casi podía sentir su aliento de muerto sobre ellos.
Agatha tuvo que armarse de valor para formular la siguiente cuestión, y aun así le tembló la voz:
—¿Cuántos... sois?
La tablilla se deslizó sin prisa hasta que su vértice señaló el número «uno».
Virginia enfocó entonces con sus ojos a la vidente, suplicante, y esta entendió su inquietud. Tenía que comprobar si era Patrick quien había acudido a la llamada.
—¿Eres... eres Patrick Fitzgerald?
Las cortinas de una ventana próxima se agitaron, algo ilógico en la quietud de la estancia. Sus corazones latían con fuerza. Arthur, espantado, hacía verdaderos esfuerzos para no solicitar la interrupción del ritual, un sacrificio que hacía por su esposa.
La punta de flecha inició su movimiento ralentizado, que ahora provocaba una expectación mucho mayor. Parte de su recorrido era común para alcanzar el «sí» y para señalar el «no», así que la agonía de los padres se agudizó centímetro a centímetro. Por fin, la flecha finalizó el tramo común y se decantó por el «no», donde se detuvo.
El desconcierto y la decepción fueron evidentes en el rostro de Virginia Fitzgerald, que se dejó caer contra el respaldo de su silla. Obsesionada por la fanática fijación en su propósito, el mero hecho de aquella comunicación con el Más Allá no la impresionaba.
Por el contrario, Agatha no había atenuado su postura tensa, crispada. Si no se trataba de Patrick, ¿quién había acudido a su llamada? ¿Qué tipo de presencia estaba con ellos?
Así lo planteó en voz alta. La pieza no tardó en ir eligiendo con su vértice determinadas letras, siempre a su velocidad pausada, que Agatha fue hilvanando hasta construir una palabra: «Marc».
Un nombre aséptico que, sin embargo, hizo tragar saliva a la vidente. No se atrevió a preguntar nada más, porque de algún modo sabía que habían convocado a un ser maligno.
Lo que fuera que estuviese allí no era bueno.
Fernando Rivas se disponía a abandonar su piso, pero se detuvo en el pasillo al reconocer junto a la ventana del salón la silueta inconfundible de su único hijo, Pascal. El cuerpo delgado del chico, con la falta de armonía propia del desarrollo todavía incompleto, se recortaba contra la luz vespertina, apoyado en el marco de aluminio en una pose indiferente. Por debajo del resplandor procedente de la calle quedaban sus pantalones vaqueros, lo suficientemente caídos como para mostrar el comienzo de sus calzoncillos; la camiseta algo ajustada que resaltaba sus hombros huesudos, y sobre los ojos, dirigidos hacia el cristal, Fernando adivinó aquel flequillo que le tapaba parte de la cara. Su inconfundible hijo.
—¿Qué haces, Pascal? —el muchacho se volvió al oír la voz grave de su padre, que se había aproximado hasta él por la espalda y ahora le sonreía.
Pascal, pillado por sorpresa, todavía mostró durante un instante el semblante lánguido con el que había permanecido mirando hacia el exterior. No obstante, se apresuró a ocultar aquel resquicio de su intimidad, y Fernando apenas tuvo tiempo de comprobar cómo su hijo sepultaba en la profundidad de sus ojos grises la naturaleza real de su estado de ánimo y adoptaba un aspecto más neutro, menos comprometido; en definitiva, el aspecto que se esperaba de un adolescente.
Fernando movió la cabeza hacia los lados, poco convencido. Alguna preocupación merodeaba por la cabeza de su hijo, había llegado a percibirlo; algún problema que no le apetecía compartir con sus padres, por lo visto. Típico a esa edad, de todos modos. La apatía como filosofía de vida.
Aunque Pascal no era así, nunca había sido así.
Fernando pensó que no había sido ágil, su lenta aproximación permitía ahora a su hijo exhibir la naturalidad necesaria para disimular sus verdaderos sentimientos. El «todo va bien» se había convertido en una respuesta demasiado frecuente a la hora de frenar nuevas preguntas. Aquella apacible fórmula que los tranquilizaba había pasado a convertirse en pocos meses —quién lo hubiera podido imaginar— en una sutil barrera que se había alzado sin que nadie pareciera darse cuenta.
Pascal siempre había sido un chico introvertido, eso era cierto. No solo pasaba inadvertido en los diferentes entornos en los que se movía, sino que incluso parecía buscarlo. Aun así, a sus quince años había incorporado a su forma de ser una dosis adicional de hermetismo que a sus padres no les hacía ninguna gracia ni sabían cómo afrontar. Y es que tampoco podían forzarle a que se abriera con ellos: una táctica tan poco espontánea podía resultar contraproducente.