Pascal intentó apartarse, se revolvió luchando por liberarse de aquellos dedos de niño que se incrustaban en su garganta con fuerza de adulto. Ni con sus dos manos lograba zafarse de aquel cepo de piel joven que le impedía tomar aire.
El pulso silencioso continuaba, solo delatado por los pequeños golpes secos que el cuerpo de Pascal provocaba en el suelo con sus frenéticas contorsiones. El oxígeno empezó a faltarle, su rostro congestionado se volvía hacia la puerta de su cuarto, incapaz de emitir sonidos inteligibles o, por lo menos, audibles.
Solo salían de sus labios gemidos ahogados. No podía pedir ayuda.
A su espalda, las puertas del armario se habían abierto más, como esperándole.
Pascal continuaba resistiéndose a aquella extremidad que se perdía en la zona oculta bajo la cama, cada vez con menor impulso. Tuvo una idea, algo desesperada. Sin mirar, estiró un brazo hacia el cajón de la mesilla, que por fortuna estaba a su alcance, hasta tocar el tirador. Su visión, mientras tanto, empezaba a enturbiarse, pero no detuvo su iniciativa, del mismo modo que su atacante no reducía la presión de sus manos.
El chico insistió en maniobrar con su mano libre. Empujó hasta que el cajón quedó completamente abierto, y entonces forzó la postura para introducir los dedos en el interior y comenzar a revolver con el rastreo indiscriminado de un ciego. Tanteaba los objetos y los descartaba al identificarlos, para proseguir su búsqueda sin pérdida de tiempo.
El Viajero veía cada vez peor, y unos primeros vahídos le advirtieron de que estaba a punto de perder la consciencia. Disponía de muy poco tiempo antes de quedar a merced de aquel inesperado visitante.
Al fin halló lo que buscaba, el tercero de los instrumentos del Viajero junto con la daga y el talismán: se trataba del brazalete que atenuaba los latidos del corazón, acababa de reconocer su perfil curvilíneo y su tacto neutro. Lo atrapó sin pérdida de tiempo y, atrayéndolo hacia sí, ya con el balanceo de un borracho a punto del desmayo, consiguió ponérselo en la muñeca.
En el instante en que aquella pieza de metal entró en contacto con su piel, los dedos que estrujaban su garganta perdieron empuje, aflojaron su cerrazón al no detectar la presencia viva que anhelaban. Pascal, envuelto en toses conforme el aire volvía a entrar en sus vías respiratorias, los apartó de un golpe y retrocedió varios metros.
Cuando se hubo recuperado, se asomó bajo su cama con la daga en la mano, pero ya nada lo esperaba.
Se había salvado... no sabía de qué.
Pascal Rivas había sido el último en entrar a las duchas tras la clase de Educación Física de aquella mañana, y ahora permanecía medio vestido en un banco de aquellos vestuarios ya vacíos, con gesto abstraído, secándose sin prisa con su toalla. Aún no había logrado quitarse de encima la preocupación por el fenómeno paranormal que había sufrido de madrugada, y que no acababa de entender. ¿Por qué había sido atacado? ¿Quién era aquella criatura? Pensar en Marc no tenía mucho sentido; ¿para qué iba ese ente demoníaco, una vez liberado, a atacar a la persona de la que se había servido para huir de la región de los condenados? Por otro lado, aquellas risas infantiles que había creído percibir...
Esa misma tarde visitaría a Daphne para comunicarle el final de la cuarentena, y aprovecharía para ponerla al día de lo sucedido. Sentía curiosidad por conocer su opinión, tal vez pudiera arrojar algo de luz sobre aquel episodio.
Una voz familiar le sobresaltó:
—Qué lento eres últimamente, ¿no?
Pascal giró la cabeza para encontrarse frente a frente con la atlética figura de Mathieu, que lo observaba desde la puerta del vestuario con una sonrisa extraña.
—Las prisas no son buenas —disimuló, sin dejar de pasarse la toalla por el torso todavía desnudo—. ¿Cómo es que has vuelto? ¿No tienes clase?
—Claro que tengo. Como tú, aunque no parece importarte llegar tarde.
A Pascal no se le escapó el tono inquisitivo de su amigo, que le había provocado un súbito despertar. Su confusión nerviosa se diluía por momentos, la cita de la tarde con Daphne había pasado por un instante a un segundo plano ante la delicada situación que acababa de materializarse, ahora se daba cuenta. Pascal maldijo en silencio no haber mantenido ya la charla pendiente con su amigo, un error que ahora lo colocaba a él en una precaria posición. Y es que Mathieu era el único del grupo de amigos a quien todavía no había puesto al corriente de lo de la Puerta Oscura, un hecho aún más imperdonable teniendo en cuenta la ayuda que el chico les había prestado en su anterior viaje al Más Allá.
En cualquier caso, Mathieu había regresado a los vestuarios con alguna intención concreta, que no tardaría en desvelarle. Aunque estaba matriculado en un curso superior, los dos grupos solían compartir las duchas y el espacio para cambiarse, pues sus horas de Educación Física coincidían.
De momento Pascal mantuvo el semblante fatigado que se espera de quien ha practicado deporte. No hacía falta ser un lince para intuir el propósito de su amigo: lo que buscaba Mathieu era información.
—Te colocas siempre en la última ducha —señaló el recién llegado, perseverando en sus sutiles rodeos—. No sabía que fueras tan pudoroso.
Pascal se encogió de hombros.
—Ya ves. Ni yo que me observaras tanto.
Mathieu, sin alterar su sonrisa, se preguntó —como había hecho en otras ocasiones desde hacía algún tiempo— de dónde extraía Pascal aquella rapidez de reflejos tan ajena a la propia forma de ser que había exhibido durante años. En algunos aspectos, su amigo parecía otro. ¿Estaría vinculada esa inesperada evolución personal con su creciente cercanía a Michelle, Jules y Dominique? Una cercanía de la que Mathieu, por causas que ignoraba, se había visto excluido desde el principio, algo que empezaba a molestarle.
—¿Es que no se puede ser tímido? —añadió el joven español.
—No te hace falta. Estás bastante bien —Mathieu mostró una sonrisa pícara—, puedes enseñarte. Aunque deberías ganar algo de peso. Y hacer más deporte.
—Gracias, lo tendré en cuenta.
—Pero no cuela, Pascal. El que es pudoroso, lo es desde el principio, y tú antes no te comportabas así.
Mathieu dio unos pasos y se sentó junto a Pascal.
—Si te acercas más, gritaré —bromeó Pascal aludiendo a la condición homosexual de su amigo (era uno de los pocos del
lycée
que estaba al corriente de ello), en un intento bastante digno de cambiar de tema.
Mathieu soltó una sonora carcajada.
—De momento, prometo respetarte. Pero no te garantizo nada.
Pascal dejó de pasarse la toalla por la espalda. Estaba seco.
—No hace falta que me esperes —indicó a su involuntario acompañante, en una nueva tentativa de eludir aquella emboscada—, llegarás tarde a clase.
Mathieu suspiró, pasándose una mano por su breve melena morena.
—No necesitas seguir disimulando —el chico claudicaba, enseñaba sus cartas ante la férrea resistencia de su amigo a hablar—. El otro día las vi.
Pascal se irguió de forma inconsciente.
—¿Qué es lo que viste?
—Tus cicatrices. En la espalda. ¿Acaso llevas una doble vida, como yo? Porque no creo que esas marcas salgan de estudiar...
Pascal no supo qué decir. Desde que había vuelto de su viaje al mundo de la oscuridad, había procurado ocultar las marcas de los latigazos en su cuerpo, la única prueba visible que le había quedado de su aventura clandestina en el Más Allá; porque, aunque aquel viaje por la región de los condenados le había transformado mucho más de lo que habría estado dispuesto a admitir, las verdaderas secuelas no consistían en cambios físicos que pudieran distinguirse a simple vista.
—No me apetece hablar de ello —repuso Pascal, por fin—. Fue un accidente que tuve, nada más. No os lo he contado porque no tiene importancia.
—Cuánto misterio —Mathieu no cejaba en su empeño de iniciar la conversación que tendrían que haber mantenido meses atrás—. Y qué mal mientes.
Pascal resopló. Acababa de asumir —no tenía más alternativa— que había llegado el momento de incorporar a Mathieu al grupo de los conocedores de la Puerta Oscura. Como miembro del grupo de amigos, no debían mantenerlo al margen de algo tan importante y, aunque aprovechar aquella ocasión no era el mejor modo de solucionarlo, darle largas solo complicaría más las cosas.
—Aquí no podemos hablar —advirtió al fin, haciendo gala de una cautela que le permitió ganar tiempo—. Quedamos después de clase, ¿vale?
Pascal había adoptado sin percatarse el tono grave de las confesiones, que su amigo acogió con gesto triunfal mientras se levantaba del banco.
—De acuerdo, me conformo. Te dejo ya.
Pascal le observó dirigirse hacia la puerta del vestuario, con el porte resuelto de quien está satisfecho con su propio cuerpo.
—Mathieu.
El otro se volvió.
—Dime.
—Se te da bien esto de las encerronas, ¿eh?
Mathieu se echó a reír.
—Todos te conocemos. A veces te hace falta un pequeño empujón, eso es todo.
—Serás maricón...
Mathieu reanudó sus pasos hacia la salida, manteniendo un gesto digno.
—No lo sabes tú bien —dijo, sin volverse.
Pascal no pudo evitar echarse a reír. Qué necesario era el humor en todo momento.
No obstante, aquella risa, que contaba con los nervios como ingrediente principal, se cortó pronto. Pascal se sintió desbordado: a la tensión que suponía el ataque sufrido por la mañana y la visita a Daphne que había programado para la tarde, se añadía ahora la charla con Mathieu. Vaya día intenso.
* * *
La Vieja Daphne, una de las videntes más reconocidas de París, se encontraba revisando unos tratados de astrología del siglo XIX en su biblioteca, cuando se abrió la puerta del local. Refunfuñando por la interrupción, se asomó al recibidor para encontrarse frente a la figura atlética de Marcel Laville, el clandestino Guardián de la Puerta Oscura.
Los ojillos de la anciana médium, erosionados por los años y envueltos en la bruma de su brillo acuoso, estudiaron a aquel tipo de mediana edad y aspecto pulcro que ocultaba su identidad bajo la apariencia de un reputado forense que solía colaborar con la policía. Ataviado con un traje azul oscuro, su semblante franco, terminado en una espesa mata de cabello gris siempre bien peinado, transmitía honestidad.
—¿Qué te trae por aquí, Marcel? ¿Alguna novedad? ¿Ya has reubicado la Puerta?
—Sí, está todo preparado para cuando Pascal decida volver a cruzarla.
La vidente sonrió.
—Ocurrirá pronto, percibo su ansiedad. Algo llama poderosamente su atención desde el Más Allá. Y él va a responder.
—El instinto del Viajero, supongo —aventuró el médico—. Ya debe de estar desarrollándose en él.
Daphne se pasó una mano por las comisuras de su boca, húmedas de saliva. No parecía convencida con aquel planteamiento.
—No lo sé, Guardián. Lo único que tengo claro es que hace tiempo que la mente del chico juega en los dos mundos.
—Pronto nos enteraremos de lo que le inquieta, entonces.
—No estoy segura. Tengo la impresión de que Pascal es más hermético de lo que parece.
—Bueno, es un adolescente. No suelen compartir todo lo que piensan.
—Cierto.
Marcel se rascó el mentón, decidido a abordar la verdadera razón de su visita.
—En realidad, he venido a pedirte un favor, Daphne.
Ella volvió a sonreír.
—Ya imaginaba que tu presencia aquí no se trataba de una simple cortesía. ¿Qué necesitas?
Marcel contestó al momento:
—La detective Marguerite Betancourt me ha pedido ayuda para un caso que se presenta muy difícil.
—Estupendo. Pues préstasela.
—El problema es... que lo que precisamos va más allá de mis análisis de laboratorio.
La vidente alzó la cabeza, suspicaz.
—¿En qué estás pensando?
—En el Viajero.
Daphne descartó aquella posibilidad con la cabeza.
—La detective jamás aceptará un recurso que se salga de lo racional.
—Esta vez lo hará, vidente. Está desesperada, en pocas horas soltarán a un asesino por falta de pruebas.
Ella frunció el ceño al oír aquella información.
—¿Y qué esperas del chico? La investigación policial no es su mundo.
—Lo único que pretendo es llevarlo al lugar del crimen; quizá vea algo como Viajero.
—La memoria de los lugares.
—Eso es.
Daphne se quedó pensativa.
—Tampoco puedo garantizarte que el Viajero acepte ayudaros.
—Solo te pido que hagas de enlace.
La médium se encogió de hombros.
—Bueno. A fin de cuentas, nuestra cuarentena estaba ya agonizando. Si Pascal accede, yo lo acompañaré en todo momento, que quede claro.
—Me parece bien, aunque ya sabes que... no le caes muy bien a Marguerite.
El rostro castigado de la médium, bajo su pelo desordenado, se arrugó todavía más al sonreír.
—Tendrá que ir acostumbrándose a mí esa detective.
* * *
Pascal terminó de guardar la toalla, cerró la cremallera de su mochila y se agachó para abrocharse los cordones de las zapatillas. Continuaba con la mirada dirigida al suelo cuando la puerta de aquella sala se cerró con violencia, provocando en él un respingo que le hizo saltar del banco.
¿Algún compañero gracioso?
Consultó su reloj. Ya no disponía de tiempo para llegar a clase. Se levantó y alcanzó la puerta en pocas zancadas.
No pudo abrirla.
Lo intentó una vez más, con el mismo resultado. ¿Alguien la había bloqueado desde fuera? Lanzó un par de insultos, a ver si eso convencía al bromista anónimo.
Pero nada; aquella puerta seguía igual de infranqueable, y al otro lado no se escuchaba nada.
Un ruido llegó hasta él desde el fondo del vestuario. Agua.
Una ducha acababa de empezar a gotear. Pascal se dio la vuelta, sorprendido. Estaba solo allí. ¿De repente comenzaba a caer agua de una ducha? ¿O tal vez lo había estado haciendo todo el rato y era ahora cuando él se daba cuenta?
Un sonido metálico, algo chirriante, vino a resolver su duda. Un sonido que había reconocido como el provocado por alguna de las manivelas que, tras las cortinas de las duchas, regulaban la presión del agua. Alguien la estaba girando.
Pero era imposible. No había nadie en el vestuario salvo él.