Los espectros se mantuvieron inspeccionando la zona, comunicándose entre ellos en una especie de lenguaje de chasquidos, aunque no avanzaron más. Pascal comprobó aliviado que a aquellos seres no les agradaba la idea de aproximarse más a la zona iluminada. Pero no soltó la daga.
Solo una de aquellas criaturas llegó a alcanzar el lado opuesto del montículo que servía al Viajero de protección, y allí se mantuvo husmeando durante unos interminables segundos. Pascal oyó el roce del hueso con la roca. El espectro deslizaba sus falanges desnudas sobre la piedra, tal vez desorientado por las sensaciones que le provocaba la proximidad del Viajero. El chico, con el corazón en un puño, se dio cuenta de que lo único que lo separaba de aquel monstruo era ese bloque emergente a través del cual él había llegado hasta la Tierra de la Espera.
Como barrera no era mucho. Al menos, él se encontraba en el lado iluminado.
Se preparó para lo peor.
El espectro, apoyado en el montículo, insistía con terquedad en su búsqueda. Pascal, mientras tanto, se dejó embargar por el calor que ascendía de la empuñadura de su arma, convencido de que podría acabar con aquel monstruo si las cosas se ponían feas. El problema vendría si se abalanzaban sobre él todos los demás.
Entonces, poco podría hacer. Recordó la advertencia que le hiciera Beatrice la primera vez que se enfrentaron a aquellos servidores del Mal: los espectros cuentan con la «mordedura ponzoñosa», un recurso letal. En cuanto sus mandíbulas te alcanzan, comienza en tu cuerpo un proceso de descomposición irreversible, te vas pudriendo poco a poco, consumido en dolores atroces, sin que nada ni nadie pueda evitarlo.
Pascal se imaginó a sí mismo en aquel trance, alcanzado por alguna de las bocas todavía dentadas de aquellas calaveras. Recreó su cuerpo humeante de hedor a putrefacción, la presencia sinuosa y repugnante de los gusanos alimentándose de su carne muerta mientras él todavía permanecía vivo, retorciéndose en medio de aquel suplicio, implorando un final que tardaba en llegar. Lo último que se corrompía eran los órganos vitales, lo que aseguraba una prolongada agonía.
Por fortuna, no se vio obligado utilizar su arma, y poco después escuchaba el alentador sonido de la comitiva de espectros alejándose hacia la espesura. Tardó mucho en reunir la determinación suficiente para asomarse y confirmar que había pasado el peligro; un error podía costar caro. Cuando lo hizo, el resplandor de las antorchas de aquella caravana de la muerte apenas era una línea de puntos, lo que lo animó a saltar sobre la zona más visible del sendero y empezar a caminar a buen paso, siguiendo la ruta que conducía al cementerio de Montparnasse.
De vez en cuando llegaban hasta él correteos furtivos procedentes de la oscuridad, sonidos escalofriantes que le recordaban que no debía abandonar la zona iluminada. Porque en el Más Allá, el silencio, la aparente serenidad, no es sinónimo de seguridad. No entre las sombras.
Pascal comprobó en su reloj el transcurso del tiempo, consciente del plazo de que disponía antes de volver al mundo de los vivos. Todavía tenía margen, pero no se descuidaría; no quería causar preocupaciones innecesarias a sus amigos. Bastante habían sufrido ya; no era cuestión de empezar esa nueva etapa como Viajero creando falsas alarmas.
Al cabo de un rato apareció ante su vista el familiar muro del cementerio. Recordaba que los muertos que aguardaban en aquel recinto solían controlar las esporádicas incursiones de los carroñeros, así que dio por sentado que su llegada ya habría sido detectada. No se equivocaba. En cuanto cruzó la puerta del cementerio, se encontró con un nutrido comité de bienvenida. Alrededor de cincuenta personas se habían reunido ya, y no paraban de llegar más.
Pascal agradeció ese esfuerzo de vitalidad en aquella tierra donde resultaba tan difícil transmitir calor. Pronto distinguió los rostros familiares del capitán Armand Mayer, con quien se fundió en un abrazo que le hizo percibir de nuevo la extrema frialdad de aquellos cuerpos; Charles Lafayette, cuya apariencia joven ocultaba el hecho de ser el huésped más antiguo de aquel cementerio; Frederick, el motorista; e incluso distinguió a Maurice Pignant, el hombre que le había facilitado los datos de su fallecimiento para que el Viajero los confirmase en el mundo de los vivos. Fue saludando a todos afectuosamente, así como a otros muchos que veía por primera vez.
Lo que estaba claro es que Pascal no necesitaba presentación alguna. Era toda una institución en el Más Allá. Experimentó una íntima satisfacción al saber que aquella admiración, aquel respeto sincero, no procedía del rango que ostentaba, sino de cómo lo había desempeñado en el rescate de Michelle. Le aceptaban como Viajero no como algo inevitable, sino porque se lo había ganado.
Por eso, aquel recibimiento le resultaba tan gratificante.
—Marian ya no está con nosotros —comunicó Lafayette, visiblemente emocionado ante la presencia del Viajero—. Ya fue llamada por el Bien. Apenas ha estado tiempo aquí.
Marian era una encantadora niña de unos ocho años a la que Pascal recordaba de su primer viaje. Se alegró por ella.
El capitán Mayer, fallecido en 1899 en acto de servicio, lucía su uniforme con la pulcritud de siempre. En su pechera impecable relucían sus medallas.
Pascal no pudo disimular su impaciencia más tiempo. Buscó con la mirada, entre las siluetas parsimoniosas de los muertos, la figura resplandeciente de Beatrice. Su pulso ya había empezado a precipitarse ante la inminencia del encuentro, pero su ansiedad no se veía satisfecha con el paso de los minutos y él empezaba a intranquilizarse.
—Seguro que pronto aparece —aventuró el militar, perspicaz—. Desde que te fuiste no ha abandonado los senderos más cercanos al cementerio, lo que es muy inusual en un espíritu errante.
Los espíritus errantes eran almas cuyos cuerpos no habían recibido sepultura en el mundo de los vivos, lo que los obligaba a vagar sin rumbo fijo por los senderos de luz durante el tiempo de espera. No estaba, pues, en su naturaleza la esencia hogareña que obligaba al resto de los muertos a permanecer en sus tumbas hasta la llamada del Bien, un instinto que, por otra parte, protegía a los fallecidos convencionales de los peligros que implicaba desplazarse fuera de los recintos sagrados.
Mayer sonreía. ¿Había hecho un guiño a Pascal al hacer referencia al comportamiento del espíritu errante?
El chico procuró mostrar una alegría comedida por miedo a delatar sus sentimientos hacia Beatrice. Comprobar hasta qué punto ella había aguardado su retorno no ayudó a suavizar su desazón; solo hizo patente el desequilibrio que cobijaba en su interior, un desequilibrio que iba creciendo conforme se precipitaban los acontecimientos.
Y es que, incluso allí, Michelle continuaba ocupando un claro lugar en su corazón. Para los sentimientos no hay distancias.
Pascal, Lafayette y Mayer comenzaron a pasear entre las lápidas mientras conversaban. Llegaron hasta el panteón de los Blommaert, y el Viajero recordó, todavía con cierta congoja, el agónico asedio de los carroñeros que había sufrido allí.
—No han vuelto desde entonces —informó Mayer.
Terminaron sentándose sobre varias tumbas. Al principio, Pascal se mostró algo dubitativo ante semejantes asientos, invadido de cierta aprensión.
—No te preocupes, hace tiempo que están vacías —explicó Lafayette señalando las losas con una sonrisa—. Nosotros solemos venir aquí a jugar a las cartas. Así que ponte cómodo.
Pascal obedeció. Pronto se vio obligado a dar respuesta a muchas cuestiones sobre el mundo de los vivos en la actualidad, provocando un asombro generalizado, y sobre cómo habían transcurrido para él y Michelle aquellos tres meses. Mientras contestaba, aprovechó para intercalar su propia investigación, y así se esteró de que Marc no había vuelto a aparecer desde que Pascal abandonara la Tierra de la Espera. El Viajero frunció el ceño, decepcionado. Si los muertos no podían informarle, iba a ser muy difícil obtener los datos que había ido a buscar.
—Ese demonio es muy listo —comentó Mayer, suspicaz—. Sabe que si no interfiere en la Tierra de la Espera, no alertará a los centinelas de la Atalaya. Por eso no se deja ver.
Pascal asintió, interesado.
—¿Eso quiere decir que nunca se aproxima a los senderos de luz? —indagó.
Lafayette intervino:
—No olvides que es una criatura condenada, no puede pisarlos. A lo sumo, ya que ha accedido a la Tierra de la Espera, podría entrar en los recintos sagrados, como hacen los carroñeros.
—Así que permanece merodeando por las zonas oscuras...
Mayer hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sí. Aunque —añadió, adoptando una pose calculadora—, pensando en términos de estrategia militar, el mejor lugar para moverse y protegerse llegado el caso es el subnivel de los fantasmas hogareños. Allí no suelen entrar los centinelas, y nosotros tampoco podemos hacerlo.
Numerosas voces de fallecidos que atendían a la conversación por los alrededores corearon opiniones idénticas.
Pascal asintió. Aquella hipótesis era la misma que él había manejado en el mundo de los vivos para justificar los ataques paranormales que había sufrido, y coincidía además con una de las teorías que manejaban Marcel Laville y la Vieja Daphne.
Marc se estaba moviendo por el sector de los fantasmas hogareños, seguro. Así, todo cuadraba.
—Supongo que eso justifica la completa ausencia de noticias que tenemos sobre él después de que entrara en nuestra región hace ya tres meses de tu tiempo —concluyó Lafayette.
Tres meses del mundo de los vivos, que equivalían a veintiuno del Mundo de los Muertos, consideró el Viajero.
—Puede que no se haya dejado ver, pero debéis saber que no ha perdido el tiempo —explicó Pascal—. Ha estado aprovechando los vínculos que el nivel de los fantasmas hogareños tiene con mi mundo para interferir en él.
—¿Interferir? —repitió Lafayette.
—Ha matado —tradujo Pascal, muy serio—. Ha acabado con dos médiums muy importantes.
Aquella noticia cayó como una bomba sobre los semblantes tranquilos de los muertos, cuyas facciones de ojos apagados pasaron a reflejar una intensa preocupación.
—Eso es muy grave —afirmó el capitán Mayer rascándose la perilla—. ¿Lo habéis confirmado?
—El Guardián de la Puerta es quien ha relacionado las muertes con Marc —argumentó Pascal.
—Entonces será cierto —convino el militar, pensativo—. ¿Qué puede impulsar a ese ser a actuar así en un mundo que no es el suyo? Por lo visto, no consigue asumir que ya no pertenece a la dimensión de los vivos.
—No le basta con hacer el mal en regiones muertas —intervenía ahora Charles Lafayette—. Comete la osadía de volver a hacer daño en tierra viva. Para un condenado, eso es más apetitoso, aunque supone muchas limitaciones, ya que solo puede actuar desde aquí. Supongo que le compensa.
A pesar de que para nadie era fácil aceptar la propia muerte, no se recordaba una rebeldía tan enconada, quizá porque las condiciones imperantes no solían permitirlo. Pero Marc, aprovechándose de un cúmulo de circunstancias excepcionales, se había convertido en un elemento muy dañino que permanecía enganchado a los dos mundos.
—No hace falta averiguar qué le impulsa a actuar así para intuir que es necesario detenerlo —señaló Mayer—. Lo antes posible.
Todos asintieron. Pascal empezaba a asumir que un encuentro con el ente demoníaco iba a ser inevitable. Los problemas serios requerían soluciones serias.
—Transmitiremos a Polignac esta noticia, a ver si él puede arrojar algo de luz —propuso Lafayette—. No es fácil ponerse en la piel de un ser maligno.
—Os lo agradezco; parece una buena idea —comentó Pascal, quien no disponía de tiempo como para dirigirse a la catedral donde el conde pasaba su tiempo de espera—. Tal vez a él se le ocurra qué puede estar tramando Marc. Eso nos permitiría adelantarnos a sus movimientos.
Por el momento, era precisamente ese demonio quien llevaba la delantera, razón por la que había logrado pillar desprevenidos a los dos médiums asesinados. El factor sorpresa constituía a menudo un arma demasiado poderosa.
Al igual que a Pascal, a nadie se le escapó que, al margen de lo que pudieran llegar a deducir, la única forma de frenar las criminales intenciones del ente era a través de un enfrentamiento directo: allá donde estuviese, había que sacarlo de su guarida. El papel de Viajero —único con posibilidades de hacerlo— volvía, pues, a teñirse con la impetuosa tonalidad del desafío. No obstante, nadie hizo comentarios al respecto. De todos modos, Pascal, incluso antes de introducirse en la Puerta Oscura esa misma tarde, ya lo había asumido de forma inconsciente. Ya había empezado a prepararse mentalmente, aunque ese primer viaje obedeciese a un único objetivo de tanteo e indagación.
La conversación continuaba y Pascal, enfrascado en ella a pesar de su propia ansiedad por reencontrarse con Beatrice, no la vio aproximarse. Pero el espíritu errante ya había accedido al recinto funerario y apenas había tardado en vislumbrarlo entre el bosque de sepulturas y panteones. Ella reconoció su pelo y su delgada figura, intuyó sus latidos, se divirtió recorriendo con la vista sus pantalones caídos. Lo primero que había hecho la chica, tras llevarse un dedo a los labios para que Lafayette —que sí la había detectado— no la delatase, era detenerse junto a las primeras lápidas, deseosa en ese instante inicial de un placer tan sencillo y silencioso como lo era el de la contemplación. Quería observar al Viajero con calma. Recrearse en los detalles que guardaba en su memoria. Qué guapo le parecía. Guapo y atractivo.
Beatrice reanudó su avance hacia él, sigilosamente. Si alguien podía desplazarse con soltura y en silencio, sin duda era ella.
Cuando estuvo a su espalda, extendió los brazos y le tapó los ojos, ante el gesto cómplice de quienes habían asistido a su maniobra.
Pascal, que en ese momento escuchaba a un muerto de mediana edad, contuvo un respingo al notar aquellas manos cerrarse sobre su rostro. No le hizo falta sentir la suavidad de aquellos dedos para adivinar quién jugaba con él de aquel modo.
—¿Beatrice? —su voz lo delataba saliendo de entre los labios con una impaciencia evidente.
—Hola, Pascal.
Pascal no logró disimular su nerviosismo. Estaba junto a la mujer cuya belleza e inocencia le habían deslumbrado hasta el punto de condicionar sus decisiones en el mundo de los vivos.