Salvador eucarístico
. Juan de Juanes (ca. 1560-1570). Museo de Bellas Artes (Valencia).
Santo Grial (ca. siglo I a. C.). Catedral de Valencia.
—… Dejándonos otro pequeño misterio sin resolver —acotó Fovel con otra de sus muecas traviesas—. Mucho antes de esta
Cena
, Juan de Juanes ya era conocido gracias a los espléndidos Salvadores eucarísticos que pintaba. Se trata de imágenes devocionales ricas, trazadas sobre pan de oro, en las que se muestra a Jesús con la sagrada forma en la mano derecha y un cáliz en la izquierda o frente a él, de modo muy parecido a como lo ves aquí. El primero de los que ejecutó se conserva en esta sala. Data aproximadamente de 1545 y su Grial es una copa cualquiera. El joven De Juanes debía de tener poco más de veinte años cuando lo hizo. Pero después, por alguna razón que desconocemos, repitió una y otra vez esa misma composición sustituyendo el anodino cáliz de su primer
Salvador
por el «verdadero» de ágata. Da la impresión de que el artista se obsesionó con esa imagen. Como si por un lado alguien le hubiera advertido que la copa verdadera de la última cena estaba en Valencia, relativamente cerca de su pueblo natal, Fuente la Higuera, y por otro le hubiera hecho ver las reliquias de la Santa Faz que se veneraban en Valencia y Alicante y lo hubiera animado a copiar su rostro de forma casi compulsiva.
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—Vaya, vaya. Así que De Juanes se convirtió en un experto en reliquias, pero sobre todo en el Grial. ¿Es eso lo que quiere decirme?
—Sí. Aunque no se hizo un experto de manera inmediata. Fue un proceso que duró años. Los dos Salvadores eucarísticos que se conservan en el Museo de Bellas Artes de Valencia, a los que llaman «el rubio» y «el moreno» por sus diferentes colores de pelo, muestran aún un Grial poco exacto. Como si De Juanes lo hubiera pintado de oídas o de memoria. Sin embargo, en las últimas versiones del cuadro, como la que se venera en la catedral de Valencia y que debió de elaborar hacia 1570-1579, el cáliz es de una precisión asombrosa.
—O sea, que lo estudió.
—¡O lo tuvo en las manos! De lo que podemos estar totalmente seguros es de que a De Juanes se le consideraba un hombre tan erudito como piadoso. Algunos creen que incluso viajó a Italia para familiarizarse con el espléndido trabajo de Leonardo y Rafael, que llegó a asimilar como pocos pintores de su tiempo. Debió de ser por aquel entonces cuando cambió su nombre, Vicente Juan Masip, tan parecido al de su padre, también pintor y llamado Vicente Masip, por el latinizado de Juan de Juanes, con el que se ganó su prestigio.
—¿Y dejó algo escrito sobre el Grial?
—No, que sepamos. He investigado su vida con arreglo a la escasa documentación que se conserva de él, y sólo es digno de mención que Juan de Juanes, al igual que Rafael Sanzio, nunca tuvo una relación normal con la pintura.
—¿A qué se refiere?
—Te he dado ya una pista, hijo —sonrió malicioso—. Algunos llegaron a llamarlo «el segundo Rafael» y, la verdad, no creo que fuera sólo por la similitud de sus estilos. El caso es que, antes de empezar cualquiera de sus tablas, De Juanes se pasaba días en ayuno y oración preparando su alma. Temblaba cada vez que debía acometer lo que él consideraba una tarea sagrada. Y el día que empezaba a pintar iba temprano a misa y comulgaba. No es de extrañar que algunos críticos hayan dicho que sus obras, en especial alguno de esos Salvadores eucarísticos, sean de una belleza «tan divina que desmiente toda diligencia humana».
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O que estos cuadros «no parezcan pintados con la mano, sino con el espíritu»,
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ya que «podríamos decir que el Señor le guiaba la mano, y que el más hermoso de los hombres le había elegido para pintar sus imágenes, como Alejandro escogió a Apeles».
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—¿Y eso qué quiere decir exactamente?
—Que parecen obras inspiradas por el cielo. De hecho, sabemos que, mientras pintaba, a veces le ocurrían… ciertas cosas.
—¿Ciertas cosas? ¿Qué clase de cosas?
—Bueno… Fue muy comentado lo que le pasó cuando elaboró su magistral
Coronación de la Virgen
, también llamada
Inmaculada Concepción
o
Tota Pulchra
, para la iglesia de los jesuitas de Valencia. Ese cuadro no es normal, se mire por donde se mire.
—Por favor, vaya al grano —insistí.
—Es muy sencillo. Hablamos de una tabla enorme, de casi tres metros de alto, que fue pintada por encargo del padre Martín Alberro, un jesuita guipuzcoano destinado al colegio de San Pablo de Valencia y que casualmente era el confesor del artista. El padre Alberro había tenido un éxtasis en el que se le había aparecido Nuestra Señora, y le dijo a De Juanes que ella en persona (una señora calzada de Luna, vestida de Sol y coronada de estrellas, como la Virgen del Apocalipsis de san Juan, bañada en resplandores) le dio instrucciones sobre el tipo de cuadro que se le debía pintar. Un cuadro extraño. Sin perspectiva ni geometría alguna, y que debía incorporar en un lugar bien visible los principales nombres místicos de la Virgen, como
Civitas Dei
,
Stella Maris
,
Speculum sine macula
o
Porta Coeli
.
—«La Puerta del Cielo» —murmuré.
—Así es. De hecho, debes saber que esa pintura enseguida actuó como tal.
—¿Qué quiere decir?
—Se cuenta que, cuando Juan de Juanes estaba a punto de terminar su encargo, tuvo un accidente que pudo haberle costado la vida. El pintor estaba encaramado en lo alto del cuadro, repasando la parte superior, cuando el andamio que lo sostenía cedió. Entonces ocurrió el milagro: la imagen de Nuestra Señora que él mismo había pintado alargó su brazo fuera del lienzo, sosteniéndolo en volandas hasta depositarlo con suavidad en el suelo.
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Inmaculada Concepción
. Juan de Juanes (ca. 1568). Iglesia de la Compañía, Valencia.
—Bonito cuento —concedí.
—Que, como todos, esconde un poso de verdad, hijo. Para Juan de Juanes, sus tablas eran como entidades vivas, criaturas que podían favorecer el acceso a los mundos espirituales. Puertas, en suma. Quizá por su trabajo fue tan apreciado e imitado, ya que hacía posible que sus poseedores traspasaran los límites de lo material.
—Eso decían también de las obras de Fra Angelico…
—Exacto. Y ambos, con un siglo de diferencia, pintaron con el sentimiento de que su arte servía para un propósito trascendente. Se da además la circunstancia de que sus obras eran consecuencia de sus visiones. Por eso no es irracional pensar que con ellas buscaban provocar esa misma clase de experiencias en quienes las admiraban. Curioso, ¿verdad?
—Es más que eso. ¡Revelador!
—Sí —rió por primera vez—. Nunca mejor dicho. Muy revelador.
Aquella tarde dejé el Prado apenas una hora antes del cierre. Por alguna razón había perdido de nuevo, y completamente, la noción del tiempo. ¡Estuve cuatro horas dentro del museo! Pese a todas mis cautelas, ni siquiera el miedo a tropezar con el misterioso espía de El Escorial me había ayudado a escapar del abrazo de sus salas.
La noche había caído implacable sobre la ciudad, convirtiendo los solemnes alrededores del edificio Villanueva, la plaza de Neptuno y el hotel Ritz en un crisol de farolas macilentas y ventanas iluminadas. Fue entonces cuando eché un vistazo al reloj. Eran las siete y cinco. Debía darme prisa si aún quería ver a Marina en casa de su tía Esther y preguntarle cómo había pasado su primera jornada tras el susto del señor X.
El camino más rápido para llegar al piso de Esther —taxis aparte— atravesaba el parque del Retiro. Había que cruzarlo a pie hasta desembocar en la avenida Menéndez Pelayo, justo al otro extremo del gran bosque urbano de Madrid, y para eso lo mejor era recorrer las avenidas que serpenteaban entre la arboleda del parque. Todavía era una hora tranquila, no hacía demasiado frío y esa opción se me antojó mucho mejor que la de subirme al metro y hacer dos transbordos hasta la parada de la calle Ibiza.
Sereno, marchando a buen paso, con las manos hundidas en los bolsillos del anorak y la bufanda cubriéndome las orejas y la boca, me dejé ir en una nube. Tenía la cabeza desbordada de sensaciones. Así que lo primero que hice fue inspirar profundamente el aire fresco del parque y repasar hacia dónde me estaba llevando todo aquello. Quería aprovechar mi paseo para tomar una decisión respecto a Marina. Valorar si la dejaba dentro o fuera de aquel juego y si yo debía continuar o no en él. Lo malo fue que, torpe de mí, en lugar de tomar decisiones prácticas terminé dándole vueltas a la forma de ver el arte que estaba aprendiendo del maestro, olvidándome otra vez del «lado humano» de todo aquello. Pero es que el asunto tenía su gracia. Por culpa de un perfecto desconocido, había empezado a mirar algunos de los cuadros del Prado casi como si fueran especímenes de otro planeta. Ahora los veía como mecanos creados por mentes ultrasensibles que lo último que buscaban era proporcionar placer estético. Empezaba a convencerme de que el gran propósito de sus autores, su sentido último, siempre había sido el de mantener abiertos ciertos umbrales de percepción hacia el «otro mundo». Como si el arte conservara intacta esa carga mágica que tuvo en sus comienzos hace cuarenta mil años, en las cavernas del norte de España.
Si Fovel estaba en lo cierto, aquél era un
secreto
que sólo conocían ellos. Acaso alguno de sus mecenas. Y ahora yo. Claro que, vista a unos cientos de metros del museo, con los pies sobre el pavimento helado del parque, aquella idea se antojaba poco menos que ridícula. ¿Rafael, Tiziano y Juan de Juanes abriendo ventanas al más allá con sus pinceles? Resultaba asombroso que sólo unos minutos antes Fovel hubiera conseguido que esa afirmación pareciera de una coherencia aplastante. ¿Y por qué el maestro del Prado se había fijado en un estudiante de periodismo para contarle todo aquello? Yo no era un experto en pintura. Ni tampoco uno de esos tipos que piden permiso para plantar sus caballetes frente a una obra maestra y se arman de paciencia para copiarla. No pertenecía a ese mundo. De hecho, no estaba seguro de pertenecer a ninguno…
—¿Señor Sierra?
Alguien resopló a mis espaldas, lejos, quizá en la embocadura de la cuesta que enfila hacia el paseo de las estatuas del Retiro, como si hiciera esfuerzos por alcanzarme.
—¿Señor Sierra? —repitió.
Mi ensoñación se rompió en mil pedazos.
—Es usted, ¿verdad? Por favor, ¡espéreme!
Que un desconocido pronunciara en voz alta mi apellido desde la penumbra de los jardines del parque me sorprendió menos que el hecho de que me tratase de usted.
—¡Aguarde! —insistió—, ¡tengo algo que decirle!
Antes de que pudiera echar a correr, un hombre que lanzaba grandes bocanadas de vaho por la nariz y la boca apareció a mi lado. Emergió de la nada, alcanzándome justo bajo la figura de doña Urraca, y cuando lo tuve enfrente maldije no haber salido por pies. Hubiera sido fácil, la verdad. Aquel tipo arrastraba ligeramente una pierna y no me habría alcanzado.
—Diablos… ¡Sabía que le encontraría aquí! —exclamó triunfal, con el aliento entrecortado, y sin esperar a que dijera una palabra, añadió—: Ustedes siempre caen.
—¿Cómo dice?
—Que los de su clase caen como moscas en la miel —replicó palmeándome la espalda, en un gesto de mal gusto—. ¡Si es que no pueden evitarlo! Je, je. La curiosidad les pierde.
El hombre parecía divertirse. Por culpa de la mala luz no pude verle bien la cara, pero hubiera jurado que sonreía de oreja a oreja. Era un tipo de rostro vulgar, pelo escaso y piel cerúlea. Había, no obstante, algo en aquel sujeto que me resultaba familiar. Como si ya lo hubiera visto en otra ocasión. Pero la gabardina Burberrys beige que llevaba desabotonada y su impecable traje negro con corbata a juego me hicieron desestimar semejante idea. Debía de ser un individuo respetable. Salvo a los profesores de mi facultad y a los compañeros de la revista, yo no frecuentaba mucho a gente con corbata.
—Oh, perdone. ¡Qué descortés soy! No me he presentado —sonrió, enrollando el periódico que llevaba y colocándoselo bajo la axila—. Me llamo Julián de Prada y soy inspector de Patrimonio.
—¿Policía? —pregunté algo intimidado.
—Algo así. Pertenezco a una brigada que se ocupa de proteger la integridad de las obras de arte y joyas bibliográficas de este país.