—Lo normal hubiese sido que en esta
Encarnación
(pues de eso se trata, sin género de dudas) el Greco pintara al arcángel con el brazo extendido hacia la Virgen, como vemos en tantas otras representaciones de ese momento. Incluso —añadió— aparece de esa guisa en una
Anunciación
de su autoría que se encuentra en una de estas salas…
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La Encarnación
. El Greco (ca. 1597-1600). Museo del Prado, Madrid.
El caso es que Orozco dejó bien claro en sus escritos que esa actitud de recogimiento y asombro del mensajero correspondía al momento en el que María se hizo madre. Y Doménikos lo plasmó al pie de la letra.
Mi memoria comenzó a echar chispas. ¿Cuántas anunciaciones había visto con el ángel cruzado de brazos? Casi exactamente bajo nuestros pies, en la planta inferior, había una. Quizá la más famosa del museo.
La Anunciación
de Fra Angelico. Si el maestro estaba en lo cierto, de buen grado el beato Orozco habría cambiado ese título por el de
Encarnación
, ya que en ella tanto la Virgen como el Anunciador trasponen sus brazos sobre el pecho.
—Perdone que haga de abogado del diablo, doctor, pero ¿eso es todo? ¿Toda la conexión Orozco-Greco se fundamenta en unos simples brazos cruzados?
—¡En absoluto! —Me pareció que su exclamación era de protesta—. Existe otro detalle profundamente orozquiano que vuelve a poner en evidencia quién fue la fuente de inspiración de estas imágenes. Fíjate en lo que hay entre María y Gabriel. ¿Lo ves? Es la zarza ardiente con la que Moisés habló durante el Éxodo
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y que, según el beato, reapareció en la habitación de la Virgen justo en el momento de la encarnación. No hay otras representaciones de esa zarza junto a María en toda la Historia del Arte. Verla ahí es… impresionante.
—¿Y
La Crucifixión
? —pregunté desviando la mirada hacia ese cuadro, una impactante escena nocturna del ajusticiamiento del Señor—. ¿También tiene la «marca» de las visiones de Orozco?
El maestro dio entonces un par de pasos hacia el lienzo y, extendiendo los brazos hacia arriba, casi como si imitara al crucificado, exclamó:
La Crucifixión
. El Greco (ca. 1597-1600). Museo del Prado, Madrid.
—¡Pues claro que la tiene! Y seguramente fue la más meditada de todas. No te he contado aún que uno de los ejercicios habituales del beato Orozco era el de quedarse durante horas admirando un viejo crucifijo parecido al que vemos aquí, que lo acompañó hasta la tumba. Esa pieza estuvo muchos años expuesta en el altar mayor de la iglesia de San Felipe Neri de Madrid hasta que un día, en medio de una de aquellas meditaciones, el crucificado abrió los ojos y le dedicó una mirada que jamás olvidaría. Después de esa visión vinieron muchas más, y gracias a ellas Orozco llegó a componer un relato de la pasión aún más crudo y detallado que el de los Evangelios.
—Es un poco osado decir eso. Si el beato fue un buen hombre de Iglesia, es extraño que se dejara llevar por sus visiones para encargar estos lienzos…
—Te recuerdo que no fue él quien los encargó sino su mentora, María de Aragón. Su obsesión era que la tumba de Alonso de Orozco, bajo el altar mayor del seminario, tuviera una decoración acorde a su dignidad y que sirviese para promover su ascenso a los altares…
—Aun así, me parece muy arriesgado salirse de los Evangelios en tiempos del Santo Oficio…
—Fueron desviaciones sutiles, de las que muy pocos se dieron cuenta —precisó—. A dos pruebas me remito. La primera tiene que ver con la forma de clavar los pies a Jesús. En todas las crucifixiones de Doménikos, el pie izquierdo del Mesías está colocado sobre el derecho… excepto en ésta. De hecho, así aparece también en la mayoría de obras de otros artistas. Pero nuestro beato dejó escrito que, tal y como vemos en este cuadro, los romanos pusieron su pie derecho sobre el izquierdo para, según él, causarle más dolor. Y a esto añadió otro detalle: que colgaron a Jesús tenso sobre el madero, sin posibilidad de arquear su tórax para inhalar aire, para así multiplicar su angustia y su agonía. Fíjate ahora en el potente chorro de sangre y agua que le mana de la herida del costado. También aparece de modo notorio en los escritos del beato. Orozco creía que una sola gota de ese líquido bastaría para redimirnos de nuestros pecados. Por eso los recoge un ángel, trasunto del «buen sacerdote», ¿recuerdas? Todos estos detalles, hijo, fueron meticulosamente estudiados por el Greco e incorporados a su pintura.
A esas alturas de nuestra conversación, sólo me quedaba una última pregunta que trasladarle al maestro. Ya tenía clara la filiación de Doménikos Theotokópoulos a la secta de Arias Montano. Su predilección por las cuestiones místicas explicaba el porqué de su agrado en pintar las revelaciones del beato Orozco. Aunque más ortodoxas y menos proféticas que las de Savonarola, también nacían del manantial de las revelaciones. De la misma fuente invisible, en definitiva, en la que se saciaron Hendrik Niclaes, Joaquín de Fiore o Amadeo de Portugal. Pero ¿por qué el Greco las pintó así? ¿Qué razón tenía para dotar a sus figuras de esa textura tan singular, tan exagerada, tan… impresionista?
Ante mi pregunta, Fovel amagó una de las respuestas más extrañas de la tarde. Eludió las teorías modernas que sospechan que el Greco padeció alguna clase de defecto visual o incluso brotes de locura, despachando como estúpidas las ideas del doctor Ricardo Jorge, que en 1912 calificó nuestra sala del Prado como «un museo lombrosiano» en el que hay «de todo: caras patibularias, figuras imbéciles, acéfalos e hidrocéfalos».
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Por el contrario, me habló de un viejo amigo suyo, el historiador Elías Tormo y Monzo, y de cómo años atrás había dado con una respuesta plausible a mi cuestión.
—Quizá no te complazca —me advirtió—. Pero es la clave íntima de todo lo que estoy mostrándote, hijo. Tormo y Monzo, en una serie de conferencias pronunciadas en el Ateneo de Madrid, dijo más o menos lo siguiente:
Yo me atrevo a colocar al Greco en el escasísimo número de los pintores que crearon otra humanidad distinta de esta a que pertenecemos […]. Los hijos de la paleta del Greco no son hombres como nosotros; tampoco titanes como las sibilas y los profetas de la Sixtina; tampoco hechiceros habitantes de un mundo de seducciones como los pintados por el Correggio. Los anima un potente hálito de vida, más bien la vida misma; diría que viven.
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Esta cita me dejó tan perplejo que no me atreví a replicar. Por segunda vez en aquellos encuentros, volvía a hablarme de los habitantes de las pinturas como de entes vivos. Pero ¿de veras el maestro creía en eso?
Ya no me atreví a preguntarle por el célebre
Entierro del conde de Orgaz
, su obra maestra, conservada en la iglesia de Santo Tomé de Toledo. A buen seguro habríamos discutido sobre si los veintiún personajes que aparecen en torno al difunto representaban o no otros tantos arcanos mayores del tarot, e incluso me habría aclarado quién de ellos era su mentor familista, Benito Arias Montano. Tal vez nos hubiéramos adentrado en si la obra esconde alguna clase de anhelo reencarnacionista, como ciertos autores han propuesto últimamente,
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o si las dos llaves que sostiene san Pedro le servían para abrir las puertas del mundo de la materia y el del espíritu, los eternos opuestos del catarismo. Pero no hubo tiempo. A mi parquedad se le sumó enseguida su ya familiar deseo de evaporarse. Y lo hizo dejando en el aire una frase que me dejó meditabundo:
—Debo irme, hijo —soltó de repente—. Mi tiempo se cumple. Adiós.
¿Qué quiso decir con aquello? ¿Su tiempo de qué?
Los ojillos vivaces de Toñi se clavaron en los míos en cuanto me vio cruzar —más taciturno que de costumbre, a eso de las nueve y media de la noche— por delante de su ventanilla. Desde su pequeño cubículo, agazapada tras el mostrador de recepción del Colegio Mayor Chaminade, lanzó una voz que me detuvo en seco.
—Pero ¿en qué diablos andas metido, niño? ¡Llevo todo el día buscándote! —gruñó mientras blandía algo en la mano para llamar mi atención—. ¡Este hombre ha llamado cinco veces preguntando por ti! ¡No ha parado de dejar mensajes desde las tres!
En cuanto me acerqué, me tendió lo que resultó ser un puñado de notas de aviso telefónico.
—Ha dicho que es muy urgente —remachó—. Que lo llames en cuanto llegues. Hazlo, ¿quieres?
—Vale, vale. —Las recogí con desgana.
Al principio no caí. Los apuntes tenían las inconfundibles caligrafías de Toñi y de la recepcionista del turno de mañana, y mostraban un nombre y un número de teléfono que me eran desconocidos.
«¿Quién es Juan Luis Castresana?»
—Ah, por cierto… —apuntó Toñi antes de volver a pegar los ojos en un pequeño televisor en blanco y negro que daba la información del tiempo—. Ese hombre dijo también no sé qué de El Escorial. Que tú ya sabrías quién es.
«¿El Escorial?»
El relámpago fue instantáneo.
«¡El padre Juan Luis! ¡Claro! ¡El bibliotecario!»
Sin dar ni las gracias, me abalancé a la cabina para marcar el número de siete cifras que aparecía en todas las notas. Deslicé mi última moneda de cien pesetas en la ranura y esperé. Tras el primer tono, una voz apática me hizo saber que estaba en contacto con la residencia de estudiantes de los padres agustinos de San Lorenzo de El Escorial. «¿El padre Castresana? Un momento. Le paso.» Y así, cinco o seis crujidos de línea más tarde, su inconfundible voz tronó en el auricular.
—¡Javier! Gracias a Dios que has llamado.
—¿Ocurre algo, padre? —pregunté con todo el tacto que pude. Me pareció que su voz sonaba algo agitada—. ¿Se encuentra bien? Acabo de recibir sus recados.
—Bien, bien… —rezongó como si masticase mis palabras—. No es fácil dar contigo, hijo.
—Llevo todo el día fuera. Llego ahora del Museo del Prado y, bueno, siento no haber sabido antes que usted…
—No te excuses. No importa —me cortó—. Verás: te he llamado porque esta mañana he descubierto algo muy serio. Algo que, de un modo u otro, te incumbe.
Aquellas palabras del padre Juan Luis me dejaron un instante sin saber qué decir.
—Javier —noté cómo de repente el agustino tragaba saliva al otro lado—, ¿recuerdas lo que me pediste que buscara en la biblioteca?
—Eeeh… —dudé.
—He dado con algo muy, pero que muy raro, hijo mío. Pero no quisiera hablarte de esto por teléfono. Te espero mañana a las nueve en punto, temprano, delante de la entrada principal del monasterio. Ya sabes dónde está: junto a la residencia de estudiantes. ¿De acuerdo?
—Pe… pero… —intenté armar una protesta.
—No faltes. Es importante.
Y colgó.
A las nueve menos diez de la mañana siguiente, sábado, a pie, con los restos de la última nevada todavía cubriendo los adoquines de granito que pavimentan la lonja del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, dejaba atrás la cara norte del recinto para dirigirme a su puerta principal. ¿Qué otra cosa podía hacer? Si días atrás había decidido dejarme llevar por los acontecimientos y permitir que el destino —o lo que quiera que fuese— iluminara mis pasos, ésa parecía una oportunidad magnífica para poner a prueba mi nueva fe. ¿Me equivocaba? ¿Era sensato experimentar con todo aquello? Para mi desgracia, no las tenía todas conmigo. Estaba en ayunas y sumido en el más absoluto de los desconciertos. El madrugón primero y las noticias de la radio del coche después habían terminado por cerrarme el estómago. El mundo se oscurecía a mi alrededor por momentos. El secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, iba a reunirse ese mediodía con el sátrapa de Saddam Hussein para exigirle que retirara sus tropas de Kuwait. En Estados Unidos tocaban tambores de guerra. Además, por si fuera poco, Felipe González acababa de ordenar a las tropas españolas que se preparasen para ayudar a una eventual invasión aliada de Irak. Y justo en medio de semejante locura colectiva este aprendiz de periodista iba de un lado a otro zarandeado por un maestro surgido de sabe Dios dónde, un intimidante inspector de Patrimonio y, ahora, un viejo agustino de la biblioteca de San Lorenzo de El Escorial que decía tener algo importante que confiarme.
¿No era todo demasiado extraño? ¿No había caído en una espiral que me sobrepasaba?
Qué importaba. El caso es que ya no había marcha atrás.