—Y echando fuego por la boca… —añadí.
—Botticelli utilizó, pues, el Apocalipsis para hablar en clave de su maestro. En cuanto al capítulo 12 —prosiguió Fovel—, en él se menciona otro periodo de tres años y medio tras el cual llegará a la Tierra un ángel que derrotará a Satán e instaurará un reino milenario (esto es, que durará mil años) en el que los verdaderos creyentes y los mártires, con Jesús a la cabeza, señorearán el mundo. Cuando Botticelli pintó esta obra, creía a pies juntillas que él estaba viviendo en ese periodo previo a la nueva Natividad del Señor.
—Pero ¿de veras creía que iba a regresar Cristo?
—No es una idea tan extraña, hijo. Muchos en Florencia estaban convencidos de que eso sucedería alrededor del año 1500. Y aunque el propio Savonarola desestimó esa fecha en alguno de sus sermones, al mencionarla la hizo correr aún más de boca en boca. ¿Sabes lo más curioso de esto? Que el dominico esperaba ese instante de renovación para, como tarde, 1517.
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Para los suyos esas esperas, esas idas y venidas de fechas terminaron haciéndose insufribles. El monje loco tuvo que vérselas incluso con veinte de sus discípulos, que ya habían montado un conventículo propio y nombrado un Papa Angélico, cierto Pietro Bernardino, porque semejante espera se les hacía insoportable.
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—¿Otra vez el Papa Angélico?
—Sí, hijo. Otra vez. La idea de un papa reformador, casi un ángel enviado del cielo, nunca dejó de sobrevolar esta época. Por cierto, ¿sabes quién fue, muertos ya Savonarola y Botticelli, uno de los últimos defensores de su inminente llegada?
—Sorpréndame, doctor —sonreí.
Fovel arqueó sus grandes cejas plateadas, arrugando la frente como si fuera a dar el golpe de gracia a aquella conversación.
—¿Recuerdas la familia que encargó estas tres tablas del Prado al maestro Botticelli?
—Los Pucci.
—Muy bien. Pues un bisnieto de aquel matrimonio, llamado Francesco Pucci, escribiría un tratado llamado
De Regno Christi
en el que anunciaba que la curia romana sería abolida a causa de sus pecados antes de acabar el siglo XVI, y que llegaría
uno nuovo ordine
y
uno supremo pastore
.
—¡Se cierra el círculo! —exclamé—. ¿Y cómo acabó ese Pucci?
—Bueno… Lo cierto es que tuvo una vida muy intensa. Viajó por toda Europa. En Cracovia conoció al famoso mago y astrólogo inglés John Dee, del que dijo haber aprendido a comunicarse con los ángeles, y a quien acompañaría hasta Praga para presentar sus respetos a Rodolfo II, el «emperador alquimista».
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Con una vida así, era de esperar que terminase con sus huesos en la cárcel, e incluso que conociese a Giordano Bruno en los calabozos. Por desgracia, ya no salió de allí. Fue condenado por hereje y quemado en la hoguera en 1597, en la misma plaza pública en la que tres años más tarde sería ejecutado Bruno.
—Vaya época, doctor.
—Y vaya gentes.
—Sí. Tiene razón. ¡Y vaya gentes!
Durante unos instantes, los dos guardamos silencio. Nuestros ojos regresaron instintivamente a los hermosos trazos de los
Nastagio degli Onesti
, como si pudieran encontrar en ellos algo de la paz perdida por Botticelli al cambiar de fe. En ese instante intuí que la lección del maestro había terminado, así que, antes de que decidiera esfumarse sin concretar nuestra próxima cita, traté de cerrar un encuentro con él.
—¿Cuándo volveremos a vernos, doctor?
Fovel apartó la vista de las tablas y me miró como si yo no estuviera allí.
—¿Vernos?… —balbució como extraviado.
—Sí. Quisiera saber si le vendría bien que regresara en estos días o si…
—¿Has necesitado tenerme apuntado en tu agenda para encontrarme? —me atajó bruscamente—. Deja que tu necesidad te lleve, hijo. Que tu hambre de luz te traiga de nuevo. ¿Recuerdas lo que te dije del arte como puerta de acceso a otros mundos?
Asentí extrañado.
—Aprende a abrir esas puertas por ti mismo y no tendrás problemas para encontrarme. Con eso basta.
Pasé por alto aquella instrucción. Tenía otra cosa importante que preguntarle.
—¿Y podría venir con alguien?
Pero Fovel ya no respondió. Sin una palabra de despedida siquiera, se dio media vuelta y se fue, mezclándose entre los visitantes del museo.
La primera noticia de Marina después de las vacaciones de Navidad llegó acompañada por un mal augurio. No me había telefoneado a las ocho y media como era nuestra costumbre, sino que se había pasado por la recepción del colegio mayor muy temprano, dejándome un escueto mensaje en el casillero. «No sé si ya estás en Madrid, Javier. Si has llegado, ven a verme a clase, por favor. Es urgente.»
Toñi, la secretaria, recogió la nota a eso de las siete y observó no sin cierta curiosidad que la chica que la había escrito parecía muy nerviosa. Aunque reconocí la caligrafía menuda y redondeada de Marina, le pedí, como si pudiera ser un error o una broma, que me la describiera.
—Una niña rubia, delgadita, de ojos claros y más o menos de tu altura.
Era ella.
—Javier… ¿Va todo bien? —preguntó preocupada.
Toñi era como una segunda madre para los colegiales. Lo sabía todo de nosotros. Cuándo entrábamos. Cuándo salíamos. Quién nos llamaba. Si estábamos enamorados o si las últimas notas habían sido un desastre. Por eso la miré sin saber qué responder. Sólo recuerdo que, nervioso, regresé corriendo a la habitación, tomé el abrigo y mi carpeta de apuntes, y sin desayunar siquiera me lancé por la arbolada avenida de Gregorio del Amo abajo, corriendo hacia la Facultad de Farmacia. «Ven a verme a clase, por favor.»
Marina debía de haber pasado las dos últimas horas en la biblioteca, aguardando el inicio del turno de mañana. Pero ¿por qué?
«Es urgente.»
Llegué al edificio principal de Farmacia —un imponente bloque de ladrillo rojo y hormigón, sin mucha personalidad— cinco minutos antes de que empezaran las primeras clases. Encontré a Marina sentada, con gesto ausente, en la última fila de su aula. No había más que mirarla para saber que, en efecto, algo malo le había sucedido. Se había acurrucado en su pupitre sin un gramo de maquillaje, vestía un jersey de cuello vuelto de caballero que le quedaba grande y tenía el pelo recogido en una coleta torpe. Lo más llamativo, sin embargo, eran sus ojeras. Dos bolsas amoratadas asomaban por debajo de sus ojos esmeralda, oscureciéndole la mirada y delatando que había pasado la noche sin pegar ojo.
—Gracias por venir… —murmuró al verme, sin amagar siquiera un intento de sonrisa—. ¿Qué tal tus vacaciones?
No dije nada. Tampoco me dio opción.
—Por favor, salgamos de aquí —suplicó.
De un manotazo, recogió sus cosas, las volcó dentro de un gran bolso de tela y se arrebujó en su gran abrigo de lana. La acompañé fuera de la facultad con el alma en vilo. Sólo quería que nos diera un poco el fresco y me aclarara qué diablos era todo aquello. Pensé que, si lo que teníamos que hablar era tan serio como parecía, lo mejor iba a ser alejarse de allí. Y así, enredados en un silencio de plomo, comenzamos a caminar por el filo de la Avenida Complutense.
—No sé cómo decirte esto, Javier —soltó al fin, como si quisiera liberarse de una presión infinita y hubiera reunido las fuerzas para dar el primer paso—. ¡Tienes que dejar de ver a ese hombre!
Debí de mirarla con cara de pez.
—Anoche… —Trató de continuar, pero tuvo que detenerse a inspirar aire. Se agarró a mi brazo y, mientras me empujaba a caminar, reunió las fuerzas que le faltaban para proseguir—. Anoche un tipo se presentó en mi casa. En mi puerta. Mis padres están fuera, de viaje, así que no lo vieron. Y menos mal. Les evité un buen susto.
Marina dijo aquello deprisa. De un tirón.
—Un momento. ¿Le…, le abriste la puerta a un desconocido?
—Bueno… —resopló—. Sí. Es que… Se presentó de manera muy correcta a eso de las nueve menos cuarto, y dijo que tenía algo importante que decirme. Mencionó tu nombre y, como no era tarde y mi hermana estaba en casa, lo dejé pasar. Sólo se tomó un café. Pero fue lo que dijo, no lo que hizo, lo que me asustó.
—¿Y qué dijo? —pregunté sin saber aún cómo reaccionar.
—Ése es el caso, Javier. Vino para hablarme de ti. Ese hombre te conoce, sabe qué estudias y sobre todo conoce lo de tus visitas al Museo del Prado. Me contó que había estado vigilándonos. Que estaba al corriente de los papeles que saqué para ti de la Hemeroteca Nacional, de tu encuentro con Lucía Bosé, y hasta me contó cosas del día que estuvimos juntos en El Escorial preguntando por el libro ese de las profecías…
—El
Apocalypsis Nova
—la acoté como un autómata.
—Sí. Ése… Mira —tomó carrerilla otra vez—: no sé en qué andas metido, pero vino a pedirme que te convenciera para que lo dejaras todo a un lado. Por tu bien.
—¿Dejarlo todo? Pero ¿qué he de dejar? —me quejé sobrecogido.
—Dejar de verte con el fantasma del Prado o quien quiera que sea ese tipo. Me dijo que no era de fiar. Y, sobre todo, que no sigas de acá para allá removiendo cosas que no te incumben. Dejar, dejar, dejar. ¿No lo entiendes?
—Pero si yo…
—Javier —Marina se puso muy seria y soltándose de mi brazo me miró fijamente a los ojos—, ese hombre hablaba en serio. Te lo juro. No llegó a amenazarme, pero créeme que le faltó muy poco. Lo noté en su cara. Tenía una mirada… oscura. Daba miedo.
—Pero ¿te dijo quién era? —insistí.
—¡No! Sólo que trabajaba como experto en arte y que, sin querer, nuestras preguntas en El Escorial habían puesto en peligro una importante investigación.
—¡Ajá! —De repente, como si alguien hubiera encendido una luz en mi memoria, creí comprender qué era todo aquello—. ¡Ése debe de ser el tipo que estuvo antes que nosotros consultando el libro del beato Amadeo! ¡Por eso se ha fijado en nosotros!
El rostro de Marina se ensombreció.
—También lo he pensado yo, Javier. Pero ahora qué más da. Lo que no me gusta es que se haya tomado la molestia de investigarnos. Nos ha seguido, ¿lo entiendes? Por alguna razón, lo que haces le estorba. Y la visita de anoche ha sido un aviso. Era tan… Tan gris.
—¿Y sólo quiere eso? —dije con una sonrisa nerviosa en la boca—. ¿Que me olvide del doctor Fovel? ¿Que no haga preguntas por ahí sobre… arte?
—¡Maldita sea, Javier! ¿Te parece poco?
Los labios de Marina comenzaron a retemblar de tensión.
—No he dormido en toda la noche por culpa de ese tío, ¿no me ves? Vine a la facultad a primera hora porque al menos aquí estoy rodeada de gente y sé que no se atreverá a acercarse. Hasta le he dicho a mi hermana que se fuera de casa lo antes posible, por si se le ocurría volver.
—Pero Marina… No te asustes, ¿quieres? —intenté calmarla, apartándole un gracioso mechón de pelo rebelde que le había tapado parte de la cara—. Seguramente sólo es un tarado. Una de esas ratas de biblioteca que se obsesionan con cualquier cosa. El tipo vio tu dirección en el registro de entrada de El Escorial y te ha hecho una visita para intimidarte… No creo que…
—¡Ha estado en mi casa, Javier! ¡Lo tuve enfrente!
—Bueno… —titubeé. Marina tenía miedo—. Si quieres, podemos llamar a la policía y…
—¿Y qué vamos a decirles? ¿Eh? ¿Que un historiador no quiere que consultemos un libro que él está estudiando? ¿Que se tomó un café en mi cocina y se marchó sin hacerme nada? ¡Déjalo, anda!
Marina tragó aire, apretando los puños hasta que los nudillos le clarearon. Durante un rato, ninguno de los dos volvió a articular palabra. Sólo me faltaba enfadarla. Prolongamos nuestro paseo hasta el borde de la carretera de La Coruña sorteando los últimos charcos helados de la universidad. Y después, mecidos por el primer sol reconfortante del invierno, nos dejamos arrastrar hasta la zona de tiendas de Moncloa. Íbamos a perdernos las primeras clases del trimestre. Mal arranque. Pero a ninguno de los dos parecía importarnos demasiado eso.
La rodeé por los hombros para darle confianza y caminamos así durante un rato.
—Lo que no entiendo, Marina, es por qué te has sentido tan amenazada. Después de todo, el tipo fue correcto y se marchó, ¿no? —me atreví a abrir la boca sólo cuando nos detuvimos frente al insípido escaparate de la librería del Fondo de Cultura Económica, como si volviendo a repasar lo sucedido pudiera ayudarla a minimizar su angustia—. Al final, el «señor X» sólo te dijo que era mejor que yo no volviera a ver a otro tipo del que tampoco sé gran cosa. Y ya está.
Ella tardó un siglo en reaccionar. Paseó la mirada por aquella vitrina como si le fuera la vida en repasar los libros expuestos y, con el rictus más melancólico que le vi jamás, buscó mi reflejo en el cristal.
—Bromea si quieres, Javier, pero el caso es que ocurrió algo más —admitió con pesar.
—¿Algo más? ¿Qué?
—Ese tipo estuvo hablándome un buen rato de la muerte. Él solo. Como en un monólogo. Por alguna razón parecía haberse ofuscado con esa idea.
—Dijiste que no te había amenazado…
—¡Y no lo hizo! —me cortó en seco—. Hablaba de la muerte en abstracto. Repetía una y otra vez algo como que era cosa de gran virtud prepararse para el buen morir. ¡Ah! Y añadió que teníamos que aprender a ir ligeros de equipaje como los antiguos… Y bueno, ese tipo de cosas. Todo fue raro. Muy raro…
Noté cómo Marina volvía a estremecerse al evocar ese recuerdo, así que, dejándome llevar, la abracé tratando de devolverle la calma. Fue la primera vez que nuestros cuerpos se tocaron así, sumergiéndose en una energía que nos mantuvo unidos durante un tiempo imposible de precisar y que quise que no acabara nunca. Alargué una mano y la hundí en sus cabellos con cuidado.
—Tranquilízate, ¿quieres? Ya pasó.
—… Sólo habló y habló de la muerte, qué raro —repitió ajena a mi gesto, como si su mente fuera incapaz de abandonar aquel recuerdo.
—¿Y para qué te diría todo eso?
—¡No lo sé, Javier! —El abrazo se esfumó. Se escurrió de mis brazos antes de que pudiera darme cuenta—. Lo único en lo que ese hombre insistió fue en que te alejaras de ese dichoso maestro del Prado. Que te está acercando a filosofías falsas, a ideas de un tiempo lleno de trampas. ¡Y me asusté! ¡Me asusté mucho!
Los ojos de Marina se humedecieron de repente.
—Todo esto es absurdo —susurré con toda la calma que fui capaz de reunir—. No tiene ningún sentido.