En esas cuarenta y ocho horas no pasaron grandes cosas. O eso me pareció. Visité dos veces la casa de la tía Esther hasta que convencí a Marina y a su hermana de que ya no tenían nada que temer. Por supuesto, no les dije que había conocido al señor X, y mucho menos que toda su atención ya estaba puesta sobre mí. También aproveché para ponerme al día con la universidad y con la revista. E incluso saqué algo de tiempo libre para preparar mi siguiente visita al museo. Si antes ya estaba convencido de que iba a continuar viéndome con el maestro, tras el encuentro con don Julián mi decisión se había hecho más firme que nunca. Eso sí: realicé cada una de mis gestiones buscando siempre la larga sombra del señor X con el rabillo del ojo. Y como éste, por suerte, no se dejó ver, su ausencia terminó por despertar en mí fuerzas que no sabía que tenía. Por primera vez sentí que podía ser yo quien llevara la voz cantante en aquella historia. Y quien eligiera la lección que recibir o el cuadro que visitar. Incluso tomé la determinación de registrar cada nuevo paso que diera. Cada revelación. Pero lo que no quise ver fue que aquel indeseable había marcado mi rumbo por segunda vez. Por culpa de sus palabras en el parque, ahora quería saberlo
todo
sobre Felipe II. Lo necesitaba. Intuía que en esa figura —o quizá en alguno de los seiscientos retratos que se encargó en vida— encontraría pistas que me ayudaran a comprender en qué clase de guerra había puesto el pie.
Y en la penumbra de mi mesa de estudio, en la habitación C33 del Colegio Mayor Chaminade, empecé a trabajar en esa dirección.
No fue difícil dar con varias descripciones de la muerte del rey, acaecida en sus aposentos del monasterio de San Lorenzo de El Escorial el 13 de septiembre de 1598. Todas bebían de lo que había dejado escrito el jerónimo fray José de Sigüenza, a quien ya conocía por su relato de las últimas horas de Carlos V. Sigüenza fue uno de los hombres clave de ese periodo, relicario real —esto es, conservador de las reliquias de santos pertenecientes al monarca—, así como el primer historiador del monasterio escurialense. Esas fuentes, en consecuencia, venían a decir más o menos lo mismo que él: que a finales de junio de 1598, viendo que su salud mermaba, Felipe II, de setenta y un años de edad, aquejado de gota, víctima de una sed insaciable, vientre y extremidades hinchados y dolores por todo el cuerpo, decidió abandonar el Real Alcázar de Madrid e instalarse en las dependencias del gigantesco complejo que había levantado para que le sirviera de tumba.
Su viaje entre la corte de Madrid y El Escorial debió de ser tremendo. El rey y su séquito emplearon seis jornadas para recorrer sólo cincuenta kilómetros. Lo hicieron bajo un sol de justicia, deteniéndose en casas de la corona estratégicamente situadas en la ruta, y con el hombre más poderoso del mundo al borde del desfallecimiento. El ácido úrico había avanzado tanto que ya tomaba el control no sólo de los pies sino también de los brazos y las manos. Felipe II tenía el cuerpo en carne viva. Hasta el roce de la ropa le provocaba dolor. No podía caminar. Le costaba un mundo estar sentado en su carruaje. Y las llagas que empezaban a supurarle emanaban un olor nauseabundo que no presagiaba nada bueno.
Pronto supe que nada más llegar a su destino fue recluido en el humilde dormitorio que él mismo se había diseñado en el extremo sur del monasterio. De no ser por la cama con dosel que llenaba la estancia casi por completo, aquel cuartucho le hubiera parecido una celda a cualquiera. Pero no así al rey. Estaba situado en una zona privilegiada del edificio, en la vertical exacta del panteón donde pensaba ser enterrado, y desde un discreto ventanuco practicado a su izquierda podría seguir las misas del altar mayor sin levantarse de la cama. Justo enfrente, además, un portón de doble hoja abría el recinto a un amplio y luminoso corredor adornado con un rústico friso de azulejos de Talavera por el que podrían circular sus doctores, confesores y ayudas de cámara. Y pared con pared con su cabecero, en otro cuarto de reducidas dimensiones, tuvo siempre a punto su escritorio y una pequeña biblioteca de no más de cuarenta volúmenes.
El primero de septiembre de 1598, menos de un mes después de instalarse en la «fábrica de Dios», Felipe II firmó su último documento como monarca y recibió la extremaunción. Casi paralizado por el dolor, con fiebres cada vez más altas y sin poder articular palabra, pasó sus últimas jornadas en la Tierra recibiendo visitas que le hablaban de lo que sucedía en sus dominios, o escuchando cómo su hija favorita, Isabel Clara Eugenia, le leía pasajes del libro de los Salmos. El Rey Prudente —así lo bautizará la Historia— estaba preparado para morir. Pero consciente de lo cercano que estaba su final, quiso pertrecharse de dos ayudas más.
Por un lado, sus queridas reliquias. En El Escorial había atesorado nada menos que 7.422 huesos de santos. Además de decenas de falanges ennegrecidas, un pie de san Lorenzo con los carbones de su martirio adheridos al hueso, doce cuerpos enteros y más de cuarenta cráneos humanos, también reunió varios cabellos de Jesús y de la Virgen o un brazo de Santiago Apóstol, así como astillas de la cruz y la corona de espinas. Sin titubear, dispuso que se los colocaran por turno sobre ojos, frente, boca y manos, creyendo que de este modo mitigarían su dolor y ahuyentarían al Maligno. El padre Sigüenza llegó a decir de semejante colección: «No tenemos noticia de santo ninguno del que no haya aquí reliquia, excepto tres»,
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y justificaba tan colosal empresa como un intento del rey católico por impedir que éstas cayeran en poder de los protestantes, convirtiendo de paso su monasterio en el camposanto más sagrado de la cristiandad.
Pero Felipe II exigió algo más: quiso que transportasen hasta su escueta dependencia algunos cuadros ante los que deseaba orar en sus últimas horas.
Semejante orden, claro, me resultó muy familiar.
Este rey, que en tantas cosas había emulado a su padre Carlos V, deseó también hacer su
meditatio mortis
ante imágenes elegidas por él. De hecho, hasta tal punto llegó a imitarlo que días antes envió una comisión para que abriesen el ataúd del emperador con instrucciones de que tomasen buena nota de cómo había sido enterrado para que así lo sepultaran a él. Felipe —ya me lo advirtió don Julián— estaba convencido de que tanto el espíritu de su progenitor como esas pinturas «de muerte» iban a contemplarlo de un modo u otro, apiadarse de su sufrimiento e incluso socorrerlo en su agonía.
Impactante, pues, debió de ser el momento en el que ordenó que le llevaran junto al lecho uno de los trípticos más extraños de su colección:
El jardín de las delicias
. La obra cumbre de Hieronymus van Aken —también llamado El Bosco o Jerónimo de Aquisgrán— apenas llevaba cinco años en El Escorial, pero su contenido irreverente ya había despertado toda suerte de comentarios en la corte. ¿En qué pasaje bíblico se mencionaba aquella marea de hombres y mujeres desnudos, cohabitando en un jardín de frutas y aves gigantes, entregados a los placeres de la carne? Nadie, sin embargo, se atrevió a contradecir la última voluntad del monarca. Y así, sin oposición alguna de los frailes que lo atendían, aquel imponente retablo de 2,20 × 3,89 metros fue colocado junto a su tálamo, haciéndose lo imposible para que el monarca pudiera admirarlo y orar ante él.
Ahora bien: ¿por qué el hombre más poderoso de la cristiandad pidió tener junto a él
precisamente
aquella obra? Desde que fue confiscada en los Países Bajos al príncipe protestante Guillermo de Orange en 1568 y enviada a España, a manos particulares primero y a El Escorial después, siempre estuvo rodeada de polémica. Era una pintura extraña. Ajena en mil y un pequeños detalles a la Biblia. Sembrada de animales imposibles y cohortes de diablos espantosos. Y con todo, Felipe II, el monarca más católico de Europa, no paró hasta poseerla. ¿Qué sabía, pues, el viejo rey de esa composición que nuestra Historia no ha sido capaz de explicar?
Ésas y no otras iban a ser las preguntas que llevara conmigo al Museo del Prado en mi siguiente visita. Necesitaba saber hasta qué punto la imagen que me había hecho del gran Felipe II exhalando su último aliento en la madrugada en la que se cumplían catorce años exactos de la colocación de la última piedra de El Escorial, con el cuadro del Bosco apoyado en algún lugar de su dormitorio o del corredor anejo, temeroso de sus diablos, tenía o no algún sentido.
Ya sólo faltaba que el maestro del Prado acudiera a mi llamada silenciosa y me desvelara el porqué de esa enigmática fascinación del rey por el Bosco.
11 de enero de 1991. Viernes. Los recuerdos de esa jornada acuden a mí tan meridianos como surrealistas. Poco importa que los ordene dos décadas más tarde. Quizá los vivos colores que conservan en mi memoria sean el reflejo exacto de lo que
El jardín de las delicias
provoca cuando uno se expone demasiado tiempo a sus imágenes. Por eso quiero plasmarlos tal cual emergen. Ruego comprensión en quien los lea, ya que las páginas que siguen son el producto del impacto que una tabla de quinientos años ejerció en la mente de un muchacho que soñaba con comprender lo inefable.
El jardín de las delicias
.
Qué incauto fui.
Como cualquier visitante del Prado sabe, la
tabla mortuoria
de Felipe II descansa en la sala 56a. Lleva ahí casi medio siglo. Se trata de un aula rectangular sita en la planta baja del edificio, que bombea calor a espuertas a través de diez rejillas disimuladas en su discreto friso de mármol. Yo, que acabo de atravesar el museo a grandes zancadas, con el rostro aún cubierto con una bufanda y unas gafas de sol por temor a encontrarme con la persona equivocada, percibo en el acto su ardiente bofetada. Estoy a punto de descubrir que en el edificio existen lugares con una atmósfera «especial». Son reductos que se perciben diferentes al resto, quizá por los cuadros que cobijan, quizá por otra cosa. El caso es que ese viernes, justo allí, en el corazón de la macabra habitación 56a, aferrado a la bolsa de mi cámara, percibo algo inusual. Puede que le parezca poca cosa al lector, pero, cuando empiezo a quitarme de encima capas de ropa, una emoción que no había sentido en ninguna de mis visitas anteriores se me instala en el pecho. Es una impresión breve. Como si el calor, las prisas, el millar de ojos pintados que apuntan hacia mí y cierto miedo irracional hubieran saturado mi sistema nervioso para, a continuación, hacerme temblar de pies a cabeza. Me mareo. Dejo la bolsa en el suelo. Me recompongo. Y cuando creo haber restablecido el equilibrio tomo otra vez conciencia —así, de golpe, igual que sucedió después de conocer al señor X— de quién soy yo y qué hago allí.
Interpreto aquello como una señal. Inspiro hondo, «¡Estoy listo!». Esta vez, la certeza es de acero. Imposible de trasladar a palabras. Y quema como el fuego.
«Todo va a salir bien», me digo.
Enseguida descubro que en el centro de la sala de los Boscos hay plantado una especie de mueble. No existe nada parecido en todo el museo. Es una mesa. En realidad, un expositor horizontal diseñado para sostener una tabla que, según sabría después, estuvo en el despacho de Felipe II hasta el mismo día de su muerte. Todas las guías la llaman
La mesa de los pecados capitales
, pero en realidad se trata de una curiosa pintura circular, ejecutada con técnica de miniaturista sobre tablas de madera de chopo, que muestra las tentaciones a las que está sometida el alma humana. Lo que más llama la atención es que éstas han sido distribuidas dentro de una especie de ojo gigante, hipnótico, que parece que puede traspasarte el alma.
Cave, cave, Deus videt
,
[*]
leo. Y, como impelido por los siete tondos o secciones que rodean a esa pupila, comienzo a dar vueltas a su alrededor para admirar sus escenas de miniatura.
Algo he hecho bien, después de todo.
Al orbitar durante un rato en torno al «ojo de Dios», pongo en marcha no sé qué. Una percepción. Una visión. Tal vez a ese «duende máximo» del Prado que el psiquiatra y experto en arte Juan Rof Carballo supone escondido precisamente en la
Mesa
, y que imagina «burlándose de los críticos por no haber practicado en su vida los beneficios y por no haber conocido las sirtes y escollos de la meditación, ignorando que todo ello representa otra concepción del mundo».
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¿Debo, entonces, abrir la mente?