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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

El maestro del Prado (16 page)

BOOK: El maestro del Prado
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—¡Ah! —exclamó—. Y antes de irse me dio algo para ti…

Marina se frotó los ojos y, con el pulso todavía alterado, hurgó en su bolso hasta que extrajo de él unos folios doblados por la mitad. Los agitó frente a mí. Parecían tres o cuatro fotocopias en las que resaltaba una especie de boceto a plumilla. De reojo me pareció una momia egipcia, pero desestimé la idea.

—¿Qué es?

—Una llave.

—¿Una llave?

—Eso dijo. «Una llave para entrar en la gloria.» Insistió en que meditaras sobre ella con el corazón abierto y dejaras a un lado los credos perniciosos. Que tal vez así conseguirías alejarte del mal.

Intrigadísimo, eché un vistazo a aquellos papeles. Eran fotocopias de una vieja revista de época,
La Ilustración de Madrid
. Y mostraban —no me había equivocado tanto— el dibujo de un cadáver seco y ennegrecido acompañado de una frase que lo convertía en un documento de singular rareza:

«El emperador Carlos V, copiado del natural en 1871.»

—¿Qué…, qué piensas hacer con eso? —me miró entonces Marina, entre desconfiada y asustada, apartando la vista de aquel dibujo macabro y preocupada por mi súbito interés.

El emperador Carlos V, copiado del natural en 1871.

—Hacerle caso, naturalmente —sonreí—. Alejarse del mal siempre es una buena opción, ¿no?

—¿Y si te olvidas de todo y pasas de esta historia?

—No puedo. —La cogí por los hombros de nuevo, tirando de ella lejos del escaparate—. Y menos ahora que todo se pone tan interesante.

Por desgracia, la energía que había sentido sólo un minuto antes ya se había ido.

9. El secreto de Tiziano

No leí aquellos papeles. Los devoré.

Tras acompañar a Marina a casa de su tía Esther y medio engañarla para que ella y su hermana se quedaran a pasar la noche allí, me faltó tiempo para sentarme a estudiarlos. Mi impaciencia era doble: por un lado, me interesaba el contenido de los documentos en sí, pero, por otro, intuía que podrían esconder alguna pista, una señal que me ayudara a comprender quién había sido el inoportuno señor X que tanto la había atemorizado. Al principio me costó concentrarme. La idea de saberme espiado no me gustaba. Sin embargo, una vez puestos los cinco sentidos en las fotocopias, mi paranoia fue amortiguándose. Me encantaba leer publicaciones antiguas. Con ellas me pasaba lo mismo que con los cuadros: al cabo de unos minutos dejaban de ser algo concreto, tangible, para convertirse en miradores por los que asomarme al pasado.

La revista quincenal de la que se habían extraído,
La Ilustración de Madrid
, resultó ser un tótum revolútum asombroso. Dirigida por el poeta romántico Gustavo Adolfo Bécquer —por cierto, amante de fantasmas, hadas y ánimas en pena—, su contenido iba de lo político a lo artístico con toda la naturalidad del mundo. Podía reproducir acá unos versos, una nota sobre la moda de París o un cuento de sabor oriental, y en la columna de al lado un alegato sobre las últimas obras públicas de la calle Hortaleza. Según averiguaría más tarde, fue una publicación de vida efímera. Duró sólo tres años. Y del ejemplar que el señor X me había puesto en las manos, fechado el 15 de enero de 1872, lo primero que me llamó la atención fue que, de dar crédito a lo que decía, alguien se había arrimado a las tumbas del Panteón de Reyes del monasterio de El Escorial, abierto el sarcófago de Carlos V y constatado que su cuerpo estaba incorrupto, momificado, con barba y todo. Nunca había oído que la tumba del gran emperador de la Historia de España hubiera sido profanada, y mucho menos que existieran documentos de época que relataran un hecho tan macabro. Pero ¿por qué el señor X quería que viese aquello? ¿Adónde pretendía llevarme? O, lo que me resultaba aún más intrigante, ¿de qué estaba intentando alejarme con esa información?

El texto que acompañaba al dibujo era, por cierto, aún más elocuente que éste. Se trataba de una carta abierta de un pintor a otro. Una especie de dedicatoria que el autor del dibujo —Martín Rico, un aventajado alumno de la Academia de Bellas Artes de San Fernando— hacía al artista más famoso del país por aquel entonces, Mariano Fortuny. La misiva no detallaba la razón profunda por la que Rico comunicaba a Fortuny la aventura que había corrido para ver el cuerpo de Carlos V, pero se deshacía en elogios hacia el maestro. Si algo llamaba la atención de aquellos nombres era que Fortuny mantuvo un vínculo muy especial con el Prado. A fin de cuentas, se casó con la hija de Federico de Madrazo, pintor como él y director de la pinacoteca. ¿Era hacia allí donde deseaba llevarme el señor X? ¿Quizá a las salas de pintura del XIX del museo? ¿Al inventario de Madrazo? ¿Y para buscar qué?

Por si acaso, releí aquel documento con cuidado.

Al señor don Mariano Fortuny.

Querido amigo: En el número 49 de La Ilustración de Madrid, que tengo el gusto de remitirle, verás un grabado hecho sobre un apunte mío; representa la momia del emperador Carlos V. […] El cadáver del emperador se conserva en muy buen estado, envuelto en una sábana blanca, guarnecida con encaje de unos dos dedos de ancho; un paño de damasco rojo lo oculta todo, cubriendo la momia y la sábana. Apenas han hecho estragos en aquélla los tres siglos que han transcurrido desde que fue inhumada, y contra todo lo que habrás leído y oído puedo asegurarte que permanece íntegra, que nada, absolutamente nada le falta; antes bien, sobran algunas gotas de cera que sin duda han dejado caer sobre su pecho las manos temblorosas de los curiosos que han tenido la fortuna de contemplarla las pocas veces que se ha abierto la urna en que reposan estos venerados restos.

Me ha llamado la atención que su poblada barba, muy recortada alrededor de la boca, es de color castaño oscuro y no canosa, casi blanca, como aparece en los retratos que existen del esforzado príncipe; del pelo se ve poco a causa del casquete de tisú de oro que cubre su cabeza; solamente en ambos antebrazos y algo en la parte lateral izquierda del cuello se descubre el hueso.

Nada quiero decirte de la emoción que experimenté y de los sentimientos que agitaban mi espíritu, al fijar los ojos en aquellos inanimados restos del que, después de haber llenado al mundo con su grandeza, moría humilde y penitentemente en Yuste, porque me he propuesto no entretener tu atención mucho tiempo con esta epístola dedicatoria que va saliendo muy larga.

Pero sí debo indicarte, para recomendarme a tu indulgencia, que jamás he tropezado con más dificultades, ni trabajado con tanta incomodidad y molestia como al hacer este dibujo, porque además de la postura en que es necesario permanecer, postura que convierte al cuerpo en una C perfecta, no media más distancia entre la vista y el modelo que unos treinta centímetros; dejo a tu buen juicio calcular cuán difícil es dibujar así […].

>Pongo, pues, aquí punto, suplicándote que aceptes este recuerdo que con tanta benevolencia como placer tiene en dedicártelo tu amigo,

MARTÍN RICO

Escorial, 18 de diciembre

Sentado en la pequeña biblioteca del colegio mayor, bajo la luz fría del fluorescente de mi pupitre y con el tomo 51 de la
Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana
—la famosa
Espasa
de lomos negros y dorados— abierta por la entrada dedicada al autor de la carta, empecé a comprender el alcance de su peripecia. Este notable pintor realista, maestro del paisajismo decimonónico y con una pequeña obra expuesta en el Museo del Prado,
[51]
tuvo acceso de forma no aclarada al cuerpo incorrupto de Carlos V y contempló con sus propios ojos al hombre retratado tantas veces por Tiziano. Debió de ser un momento impactante. Único. Pero ¿qué más?

Había algo en aquel asunto que se paseaba una y otra vez por mi cabeza. Marina dijo que, justo después de que el señor X le entregara ese material, había empezado a murmurar cosas sin sentido sobre la muerte. Tal y como lo contaba, me pareció una puesta en escena. Una actuación. En la facultad había aprendido que una de las mejores técnicas para hacer que nuestro cerebro retenga una determinada información consiste en asociarla a hechos absurdos. Para un periodista con pretensiones de llegar a su audiencia, ésa era toda una revelación. Me explicaron que, por ejemplo, si un reportero consigue transmitir su crónica de una huelga de estibadores colgado bocabajo de una grúa, su mensaje va a quedarse más tiempo en la mente del espectador que si, digamos, la relata a pie de muelle. Cuando lo «normal» se transgrede, la memoria humana es capaz de retener hasta el menor detalle asociado a ese episodio. ¿Fue eso lo que hizo el señor X con Marina? ¿Quiso que recordara bien lo que dijo? Y en ese caso, ¿por qué? ¿Para qué?

A falta de otro camino, decidí trabajar sobre esa hipótesis.

Lo primero que hice fue aislar los conceptos básicos del monólogo del señor X, escribiéndolos sobre un folio en blanco. Enseguida los reduje a dos. El primero, esa frase, un tanto arcaica, de «cosa de gran virtud es prepararse para el buen morir». Y el segundo, la expresión «ir ligero de equipaje». Después, guiado por ellos, rastreé en las entradas de la enciclopedia correspondientes a Rico, a Fortuny e incluso a Bécquer, algo que pudiera darles un sentido o un contexto. No encontré nada. Sin embargo, en el larguísimo artículo que la
Espasa
dedica a Carlos V, tardé poco en casar aquellas dos frases. Según leí, el emperador momificado había sido el único gobernante de su tiempo que dedicó los últimos dos años y medio de su vida a preparar su alma para morir. «Cosa de gran virtud.» Carlos V abdicó de todas sus coronas y se retiró a un monasterio en la provincia de Cáceres hasta que falleció. Y, lo que era más interesante si cabe, lo hizo «ligero de equipaje», ordenando de manera expresa que lo enterrasen sin joyas, abalorios o signos externos de poder.

Tras aquel tibio rayo de luz, invertí mi energía en localizar a Santi Jiménez, un estudiante de posgrado de Geografía e Historia, vecino de planta en la residencia, que por esas fechas preparaba un doctorado sobre Carlos V. Santi era la envidia de todos los colegiales. Por antigüedad tenía la suerte de ser de los primeros en poder escoger habitación al principio de curso. Y siempre se quedaba con la misma. Una gran estancia en la esquina sur del edificio, con un pequeño recibidor y vistas a la piscina, en el tercer piso, con ducha propia, frigorífico, televisión, horno microondas y hasta su propio ordenador personal. Las malas lenguas atribuían su éxito con las chicas a semejante despliegue de medios y no, claro, a su cara de pan, sus gafas con cristales de diez dioptrías o su insólita capacidad para conseguirte casi cualquier cosa que pudieras necesitar, desde una cámara de fotos de segunda mano a un chándal oficial del Real Madrid. Todo el colegio recurría a él cuando estaba en apuros. Y es que había que reconocerle un don de gentes fuera de lo común y una enorme capacidad resolutiva. Era un
conseguidor
nato. Siempre tenía un saludo a punto y, si podía ayudarte en algo —no importaba que fueras el último novato en llamar a su puerta—, no lo dudaba ni un minuto… aunque después te cobrara por ello.

Había llegado, pues, mi momento de pedirle
ese algo
.

—¿Que si Carlos V se preparó para morir?

Santi me miró con los ojos agrandados por las lentes, sorprendido por el motivo de aquel asalto.

—¿De veras quieres que hablemos de Historia? ¿Sólo eso?

Tras llamarlo por la megafonía del edificio, Santi se había presentado en recepción desgreñado y con una cerveza a medio terminar. Me disculpé asegurándole que lo mío era una consulta profesional que le llevaría poco tiempo. No iba a pedirle ningún favor más.

—Pero ¿tú no estudias periodismo? —preguntó con cierta picardía, quitándose las gafas y frotándose los ojos.

—Sí… Pero me interesa mucho la muerte del emperador.

—Je. En eso no te culpo —sonrió.

—Entonces, ¿responderás a mis preguntas?

—¿Sobre Carlos V? ¡Pues claro, hombre! Es un personaje fascinante —añadió como si fuera a hablar de alguien de su familia—. Yo diría que fue el único gobernante de su tiempo que murió sabiendo lo que hacía.

—Entonces cuéntamelo todo, por favor.

El futuro doctor Jiménez, supongo que sorprendido por mi petición, se dejó llevar. Nos sentamos en la mesa más apartada de la cafetería —un esquinazo acristalado, a pocos metros de la entrada al colegio— y, tras pedir un par de solos dobles y unos donuts, comenzamos a charlar.

—Lo primero que llama la atención cuando se estudian los últimos momentos de Carlos V es que el emperador llegó a abdicar de todos sus títulos y coronas casi tres años antes de morir. Nadie había hecho algo parecido antes. Se suponía que un monarca o un papa debían permanecer en el trono hasta el día que Dios decidiera llevárselos, pero él rompió esa norma, como si presintiera que su fin estaba cercano.

—¿Le pasó algo?

—Puede decirse que sí. Poco antes de su renuncia, Carlos sufrió un profundo cambio de personalidad. De ser un gobernante extrovertido, que dedicaba todo su tiempo a recibir embajadores, a organizar sus campañas militares y a ocuparse de los asuntos de una familia que tenía intereses en todas las cortes de Europa, pasó a mostrar una actitud taciturna. Quizá la razón haya que buscarla en que a sus cincuenta y cuatro años su salud era muy frágil. La gota y las hemorroides lo tenían consumido de dolor y, al parecer, pronto no le preocupó otra cosa que redimir sus pecados antes de que fuera tarde.

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