Asentí.
—Pues sí que es una historia triste…
—¡Aunque no para Nastagio!
Miré a Fovel sin comprender. Él prosiguió:
—Al tropezarse con aquellos fantasmas y sentirse tan identificado con lo que le había dicho el caballero, nuestro Nastagio urdió un plan. Es el que vemos en el tercer panel de la serie. Fíjate bien. Acércate. Lo que hizo fue tan simple como ingenioso: invitó a la familia de Paolo Traversaro a un festín en el campo para el viernes siguiente. Tal y como refleja esta tabla, lo dispuso todo de la mejor manera. Y a la misma hora que la semana anterior, jinete, perros y doncella fantasma irrumpieron en el banquete, causando gran estupor entre los invitados.
—Puedo verlos. La amada de Nastagio y sus damas de compañía vuelcan la mesa muertas de miedo, mientras los hombres miran sorprendidos al jinete.
—¿Y ves al muchacho? Está ahí, impertérrito, explicándoles tranquilamente todo lo que sabe. Las mujeres se apiadarán de la desgraciada, y la orgullosa hija de Traversaro comprenderá en el acto la moraleja de ese incidente. «La terrible escena», escribirá Boccaccio, «tuvo además otro efecto positivo. El pavor estremeció hasta tal punto a las jóvenes de Rávena que, a partir de entonces, se mostraron más dóciles con los deseos de los hombres».
—Pero dígame, doctor: ¿se casaron o no Nastagio y la hija de Paolo Traversaro?
—Júzgalo tú mismo. Observa a la derecha del tercer panel. ¿No ves a una mujer tomando del brazo a Nastagio? Es una de las que antes chillaban en el otro extremo de la escena. La dama del vestido rojo. Su amada. Además —añadió—, existe un cuarto panel que no está aquí, sino en el palacio veneciano de la familia para el que fue pintado. Esa última tabla muestra una escena nupcial en la que todos celebran la buena decisión de la hija de Traversaro.
—Eso me hace caer en la cuenta de otra cosa. ¿Quién querría encargarle una historia de fantasmas al gran Botticelli? ¿Y por qué?
—Pues, aunque no lo parezca, estás ante un lujosísimo regalo de bodas del
quattrocento
. Estas pinturas debieron de formar parte de un gran
cassone
, un cofre de primera clase. De hecho, si prestas atención al tercer panel, verás varios escudos colgando de los árboles que, debidamente interpretados, responderán a tus preguntas. El primero, a la derecha, pertenece a una familia de ricos e influyentes comerciantes florentinos, los Pucci. El del centro es el escudo de los Médicis, los señores de la ciudad, y el de la derecha es el blasón de los Bini. Sabemos, por los registros de ese periodo, que en 1483 Giannozzo Pucci se desposó con Lucrezia Bini ante la presencia de Lorenzo el Magnífico. ¡Ahí lo tienes! Los poderosos Pucci estaban lanzando una advertencia a la novia, disfrazada de sofisticada obra de arte, para que les fuera sumisa y fiel. Seguramente estas imágenes adornaron durante años el baúl de vestidos del dormitorio de la señora Pucci.
Me quedé un instante meditando las palabras del maestro, absorto ante lo que hasta ese momento había creído que eran unos simples paisajes. Y, a la vez, atónito ante su habilidad para reconducir mi pregunta sobre los fantasmas del Prado hacia un terreno cómodo para él.
«Es un cuadro que cuenta una historia…»
—Como ves, hijo —remató Fovel, satisfecho—, el gusto por lo sobrenatural no es algo reciente.
—Cierto.
—En cambio, lo que sí supuso toda una novedad para la época fue el tratamiento que el maestro Botticelli dio a sus aparecidos. El pintor tenía treinta y siete años cuando elaboró estos paneles. Un año antes había terminado
La Primavera
, influido por las ideas (¡otra vez!) de Marsilio Ficino, y estaba a punto de acometer
El nacimiento de Venus
. Se encontraba, pues, en la cúspide de su carrera. Sabía cómo pintar lo sobrenatural y lo hacía con una sencillez que no volverá a verse hasta la llegada de Rafael a la ciudad, años más tarde.
—¿Sabe? Me resulta muy curioso cómo conecta usted todo…
—¡Porque todo está conectado!
—¿También las profecías? ¿Es usted capaz de implicar a Botticelli en la epidemia del
Apocalypsis Nova
?
—¿Es que lo dudas, hijo?
Sonrió con sorna sin dejar de hablar:
—Todos los historiadores de este periodo saben que, sólo unos años después de que Botticelli pintara estas escenas, Florencia se convirtió en la ciudad de las profecías por excelencia.
—¿Bromea?
—En absoluto, hijo. En los años posteriores a los
panneaux
de Nastagio se incuba en Florencia una polémica sin precedentes que afectó de lleno a nuestro maestro.
—No puedo creerlo.
—Yo no miento, Javier. La culpa de ese brote apocalíptico la tuvo Girolamo Savonarola, un dominico que entonces se convirtió en el religioso más aclamado de la ciudad. Sus ardorosos sermones contra la corrupción de la Iglesia y de las instituciones políticas, pero también contra los vicios, los lujos y los desmadres de Florencia, pronto se hicieron célebres en toda Italia. Hasta tal punto llegó su fama y su número de seguidores que Lorenzo de Médicis y Alejandro VI trataron varias veces, sin éxito, de acabar con él. Incluso el propio Miguel Ángel llegó a escucharlo y dijo que tenía un tono de voz tan penetrante, tan agudo, pero tan envolvente a la vez, que ya no pudo quitárselo de la cabeza el resto de su vida.
—¿Y era grave lo que predicaba?
—Mucho más que grave, hijo. Aquel
perro del Señor
[*]
se refería una y otra vez a la Iglesia como «esa orgullosa ramera» que había traicionado el mensaje evangélico de Cristo. Incluso llegó a mostrar en público su deseo de que el rey Carlos VIII de Francia reclamara sus derechos sobre Nápoles y Milán e invadiera Italia para restablecer el orden divino sobre el país echando de Roma al papa. Savonarola soñaba con la instauración de una teocracia en Florencia y amenazaba a las autoridades con toda clase de castigos divinos si no daban el paso hacia la unificación del poder religioso y el político. En su convento, el de San Marcos, se postraba ante las obras iluminadas de Fra Angelico y se embebía del espíritu de los profetas de la Biblia, saliendo a predicar en éxtasis.
—Y supongo que comenzó a tener visiones y a canalizar profecías…
—Pues sí. Aquel monje de aspecto escuálido, ojos de loco y hábitos raídos era el candidato perfecto para esa clase de trances. Junto a otro hermano de San Marcos, fray Silvestre d’Andrea Maruffi, predicó enseguida vaticinios sin cuento sobre el deplorable futuro que le aguardaba a la ciudad. Maruffi era sonámbulo y a menudo se lo veía deambular por los tejados de su claustro. Al despertar refería visiones terribles que Savonarola anotaba con cuidado. Pronto también él desarrolló su propio don de la premonición. No sólo se atribuyó capacidades proféticas, sino que compuso dos tratados, el
De veritate prophetica dyalogus
y el
Compendio di Revelatione
, en los que no dudó en anunciar un gran cambio para la Iglesia y la inminente llegada de un periodo de mil años de reinado de Cristo en la Tierra.
—Es decir, un dominico, un fraile compañero de inquisidores, se lanza a predicar todas esas cosas rayanas en la herejía… ¡Y nadie podía pararlo!
El maestro asintió.
—Además, Florencia era en esos días una ciudad llena de herejes, tolerante con las ideas más heterodoxas. Al principio debió de pasar desapercibido, pero pronto el entorno más intelectual de Florencia, también alejado del canon católico pero mucho menos dogmático que el dominico, comenzó a atacarlo. Marsilio Ficino, el maestro de Botticelli, llegó a llamar a Savonarola «emanación del Anticristo». Imagínate.
—¿Y cómo fue que Botticelli pasó de seguir a Ficino a comulgar con un exaltado como Savonarola?
—Bueno… Eso es todo un enigma. Nadie sabe cuándo ni por qué comenzó a alejarse de los neoplatónicos de la Academia, pero por alguna razón comenzó a sentirse atraído por los sermones del monje loco. Botticelli, que fue amigo íntimo de Leonardo da Vinci y que incluso había llegado a abrir una pequeña taberna con él,
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se alejó de la luz y cayó en las tinieblas más densas. En sus famosas biografías de pintores, Vasari llegó a decir que se hizo «muy partidario de esta secta», y que «esto provocó que abandonara la pintura y, al no tener ingresos, lo precipitó en un gran desorden».
[45]
—Qué horror.
—Lo peor aún estaba por llegar.
—¿En serio?
—Todavía más deplorable fue que Savonarola convenciese al pintor para que destruyera todas las obras de su época pagana. Lo invitó a sacarlas de su taller y a quemarlas en las «hogueras de las vanidades» que organizaba en la ciudad cada semana. Quizá hayas oído hablar de ellas: piras de esculturas, muebles, ropas, utensilios, libros o pinturas que los arrepentidos florentinos comenzaron a incinerar para evitar la cólera de Dios que, según anunciaba el dominico, arrasaría su ciudad.
Me llevé las manos al rostro.
—Dios mío…
—Fue un momento funesto. Impropio del Renacimiento. Pero no creas que la influencia de Savonarola sobre Botticelli se limitó a empujarlo hacia su particular credo fanático (él lo llamaba la
renovatio ecclesiae
). No. El genial Sandro llegó incluso a pintar con arreglo a sus ideas, siguiendo con una asombrosa meticulosidad su programa ideológico.
—No… —murmuré.
—Sí —corrigió—. En 1501, muerto ya el polémico predicador, Botticelli se enfrascó en la elaboración de una tela que, para que no cupiera duda de su autoría, fechó y firmó. Por alguna razón fue la única de toda su carrera en la que hizo eso. Hoy se conoce como
La Natividad mística
. Se conserva en Londres, y en ella el nacimiento de Jesús no se nos presenta como un acontecimiento del pasado, sino como un evento profético que vendrá acompañado de otros signos: los ángeles abrazarán a los hombres, y los diablos serán golpeados y derrotados. Es, entre otras cosas, lo que su maestro dominico había anunciado en el sermón de la Navidad de 1494:
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que la Florencia corrupta de los Médicis caería, que el papado se hundiría, que moros y turcos serían convertidos al cristianismo y que llegaría una era de prosperidad y conexión directa con Dios.
—¿Está usted seguro?
—Absolutamente.
El doctor Fovel echó entonces mano al bolsillo y extrajo una reproducción en color de la obra de la que estábamos hablando. «¿Cómo diablos tiene
precisamente
esa imagen en el bolsillo?», pensé. Se trataba de una doble página arrancada de una vieja revista. La extendió con parsimonia ante mis ojos, ajeno a las cinco o seis personas que a nuestro alrededor no perdían de vista ni uno de sus gestos. Aunque la imagen estaba reproducida en color, yo intuí que no debía de reflejar ni de lejos la majestuosidad y el preciosismo del cuadro original.
Tras terminar de desplegarla y de aplanarla con las manos, el maestro prosiguió:
—Botticelli la pintó tres años después de que Savonarola, fray Silvestre Maruffi y fray Domenico da Pescia, otro de sus fervientes seguidores, fueran ahorcados y quemados en la piazza della Signoria de Florencia. Se los condenó por herejía. Y como se había abierto un proceso para perseguir a todos los partidarios de este fraile, el pintor tuvo que poner especial cuidado en disfrazar su filiación.
—Entonces, ¿cómo puede estar tan seguro de la relación entre esta Natividad y la herejía de Savonarola?
—¡Oh! Basta con haberse leído sus obras y saber dónde mirar en el cuadro —sonrió.
—Ya…
—Por ejemplo, en su
Compendio di Revelatione
, Savonarola dedicó bastantes páginas a explicar lo que él llamaba «los doce privilegios de la Virgen». Eran una especie de letanías breves que entonaban sus fieles durante las procesiones con las que recorrían la ciudad. Pues bien: si prestas atención a las filacterias, esas banderolas que sostienen los doce ángeles que sobrevuelan la escena, verás que contienen varias frases inscritas. Podemos leer sólo siete de las doce originales, pero todas son «privilegios» reproducidos palabra por palabra del libro de Savonarola. Y además, escritos en italiano, como allí.
Sposa di Dio Padre Vera
,
Sposa di Dio Padre Admiranda
,
Sacrario Ineffabile
…
La Natividad mística
. Sandro Botticelli (1501). National Gallery, Londres.
—¿Y ya está? ¿Ésa es toda su prueba?
—Por supuesto que no. Junto a la firma de Botticelli se esconde también un pequeño enigma. Se trata de una inscripción redactada en un griego plagado de errores, que dice más o menos esto: «Este cuadro de finales del año 1500, durante las turbulencias de Italia, yo, Alessandro, lo pinté en el tiempo medio después del tiempo, según el XI de san Juan en el segundo dolor del Apocalipsis, en la liberación de los tres años y medio del Diablo; después será encadenado en el XII y lo veremos [precipitado] como en el presente cuadro.»
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—¿Y eso qué quiere decir, doctor?
—Es evidente que nos remite a dos capítulos concretos del Apocalipsis de san Juan. ¿No es cierto?
—El 11 y el 12.
—Así es. El capítulo 11 del Apocalipsis habla de la llegada de una gran tribulación a la Tierra, y menciona a dos testigos (en la mente del evangelista, Enoch y Elías) que profetizarán en la ciudad santa durante mil doscientos sesenta días echando fuego y truenos por la boca. Ambos serán asesinados y ascendidos después a los cielos en una nube. Savonarola llegó a creer que ese texto se refería a él y a su compañero de convento, fray Domenico da Pescia. Se da, además, la curiosa circunstancia de que ambos llevaban tres años y medio predicando (algo más de mil doscientos sesenta días) cuando fueron condenados a muerte, ahorcados y quemados. «Asesinados» y «ascendidos al cielo en una nube» de humo, dicho sea de paso.