El maestro del Prado (13 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

BOOK: El maestro del Prado
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Lo del remordimiento, claro, era por Marina. Había regresado a Madrid aquella misma mañana para retomar las clases y no le había dicho que mi primera parada no iba a ser su facultad, sino el Prado.

Por supuesto que se me había pasado por la cabeza que me acompañase, pero lo pensé mejor. No habría sido una buena idea. Era más que probable que al maestro no le hiciera gracia que me presentara con una invitada. Incluso corría el riesgo de que, al descubrirme junto a una desconocida, mi guía decidiese no
aparecer
siquiera. Y ésa era una eventualidad que no estaba dispuesto a asumir.

Esta vez, no obstante, había tomado una precaución pensando sólo en ella: llevaba encima una grabadora y un par de casetes de noventa minutos en los que, si Fovel me dejaba, lo registraría todo. En cuanto Marina escuchara la voz grave y elocuente del maestro, tal vez se le pasaría su obsesión por los fantasmas del museo.

Y a mí.

Nada más poner el pie en la pinacoteca, supe que esa visita iba a ser diferente.

Dios santo. El lugar estaba atestado de visitantes. Había entrado por la llamada
puerta alta de Goya
, la que se eleva sobre el área de las taquillas, y el tumulto alrededor del
Furor
—una soberbia estatua de bronce de Carlos V pateando a un demonio— intimidaba de veras.

Algo contrariado por aquella marabunta, descendí hasta la galería de pintura italiana. Si el maestro, como pensaba, rehuía las multitudes, ése no iba a ser el mejor momento para dar con él.

Pero me equivoqué.

Al atravesar la gran galería donde duermen los Tintorettos, Rafaeles o Veroneses, lo vi. Estaba allí, de pie, erguido en medio de uno de los brazos más densos de la marea de grupos y turistas que deambulaban de cuadro en cuadro como si miraran los escaparates de las rebajas. Enfundado en su impecable abrigo de paño, Fovel observaba en silencio el trajín que lo rodeaba. No parecía incómodo. Tampoco curioso. Lo miraba como si estuviera montando guardia en la sala. Nada más.

Apreté, pues, el paso hacia él y, tras sortear a un grupo de operarios ocupados en transportar un mustio abeto navideño sacado de Dios sabe dónde, no tardé ni un minuto en alcanzarlo.

—Buenas tardes, doctor. Me alegra encontrarlo de nuevo.

Fovel me respondió con una leve inclinación de cabeza. No pareció demasiado impresionado al verme.

—Pensé que no le gustaban las masas… —añadí.

El maestro tardó todavía un segundo más en reaccionar y, como si se desperezara de un prolongado letargo, dijo:

—Deberías saber que sólo hay dos formas de estar solo. Sin nadie cerca o en medio de una multitud.

No detecté acritud alguna en sus palabras. Al contrario. Era como si hubiéramos dejado nuestra última conversación sólo unas horas antes y ahora la retomáramos con naturalidad.

—Hacía mucho que no te veía —apostilló.

—He estado fuera.

—Entonces, supongo que habrás aprovechado el tiempo para meditar todo lo que hemos hablado. Incluso puede que tengas alguna pregunta interesante que hacerme, ¿no es cierto?

—Tengo muchas, doctor. ¿Le importa si…? —pregunté señalando mi casete.

Fovel levantó la vista del suelo y miró el artefacto con desprecio. Hizo un gesto de desaprobación con la mano y yo, dócil, me lo guardé sin rechistar en un bolsillo del anorak.

—La verdad es que, ahora que lo dice, sobre todo hay una cuestión que casi no me atrevo ni a formular…

—El mundo es de los valientes. Hazla. Quedará entre nosotros.

Una leve sonrisa afloró del rictus de mi interlocutor. Fue casi imperceptible. Fovel había elevado su poderosa mandíbula, dejando que se le insinuaran dos graciosos hoyuelos a ambos lados de la boca. Su gesto me pareció de repente tan terrenal, tan próximo, que durante un segundo sentí que podría llegar a sincerarme con él.

—¿Y bien? —insistió—. ¿Cuál es esa duda, hijo?

—No me lo tome a mal, doctor, pero, usted que conoce tantas cosas de este lugar, ¿sabe si hay algún fantasma en el Prado?

Por supuesto, tanteé el terreno con cierta cautela. El cuerpo me pedía preguntarle de un modo más directo: «¿Es usted un fantasma, doctor?», o quizá «¿No se llamará usted Teodosio Vesteiro, por casualidad?». Pero la prudencia se impuso.

—¿Un fantasma?

—Sí —dudé—. Ya sabe. Quizá alguien se quitó aquí la vida y luego…, bueno…

El doctor me taladró con la mirada, como si finalmente comprendiera mi pregunta.

—No sabía que te interesaran tanto esas cosas, hijo.

Asentí con la cabeza mientras mis sentidos percibían cómo la afabilidad del maestro se iba desvaneciendo. En ese momento Luis Fovel giró sobre sus talones y, echando a andar entre la turbamulta que nos rodeaba, me gritó:

—¡Sígueme!

Obedecí. Claro.

Nuestro paseo fue cortísimo. Me condujo hasta una de las esquinas de la sala contigua a la galería italiana. Para mi sorpresa, seguían sin importarle los turistas o los niños que correteaban de acá para allá. De repente sólo tenía ojos para tres hermosas tablas renacentistas enmarcadas en unos soportes labrados con primor que se encontraban frente a nosotros. Si hubieran estado mejor iluminadas, me hubieran parecido otros tantos ventanales abiertos a un bosque. A un mundo adorable. Sereno. Asomado a una mar en calma.

«¡Los
panneaux
de Botticelli!», pensé.

Cualquiera que haya visitado siquiera una sola vez el Museo del Prado los ha visto. Se trata de tres llamativos paneles, de idéntico tamaño, que muestran algo que a finales del siglo XV era toda una innovación pictórica: un paisaje. En este caso, un bosque de pinos junto a la costa mediterránea atravesado por una escena de caza en la que la protagonista es una mujer desnuda que huye de un jinete. Se trata de las únicas obras del pintor de
La Primavera
que se conservan en el Prado. Yo sabía que su incorporación al museo se había producido en vísperas de la guerra civil española, cuando el político conservador catalán y coleccionista de arte Francesc Cambó decidió donarlas, consciente —y cito sus palabras literales— de que «llegaban a transformar mi estado de espíritu […] y a crear en el fondo de mi alma un intenso júbilo».
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Y eso era precisamente lo que él deseaba que experimentaran los españoles que las contemplaran. Por eso yo las conocía. Por eso me había detenido tantas veces ante ellas. Y por eso me sorprendía al verlas ahora, arrastrado por el ímpetu del maestro.

—Pues aquí lo tienes —dijo el maestro señalando al primero de los paneles—: éste es el único fantasma que encontrarás en el Museo del Prado.

Debí de parecer confundido. Por mucho que me fijara en las tablas —que casi hubiera podido describirle de memoria—, no era capaz de percibir en ellas nada que me evocara un alma en pena. Fovel lo notó.

—Ninguna guía del museo describe estas pinturas como la representación de una aparición fantasmagórica, lo sé… —susurró cómplice—, pero eso es exactamente lo que son. Tres escenas de terror inspiradas en uno de los cien cuentos del
Decamerón
que Giovanni Boccaccio escribió hacia 1351.

—¿Un cuento? ¿De fantasmas? ¿Como los de Dickens?

—Exacto, hijo. Un relato moralizante como los que Charles Dickens escribiría quinientos años más tarde. Sólo que el que inspiró estos paneles se titula «El infierno de los amantes crueles», y reúne en un mismo cuento visiones a fecha fija, una maldición y una venganza.

Eché un rápido vistazo a la cartela más próxima. Los conservadores del museo llamaban a esas obras
Nastagio degli Onesti
. Ni rastro de infiernos o amantes. Por un momento pensé que el doctor estaba tratando de eludir mi cuestión conduciéndome hasta un grupo fascinante de pinturas para desviar nuestra charla hacia ellas. Pero no. El maestro hablaba completamente en serio. En aquel cuadro había fantasmas.

—El protagonista de estos paneles es ese joven de jubón gris, calzas rojas y botas amarillas que ves en las tres tablas. En el primero aparece incluso dos veces. ¿Lo ves?

—¿Es…? ¿Es el fantasma?

Nastagio degli Onesti
. Sandro Botticelli (1483). Panel I. Museo del Prado, Madrid.

Nastagio degli Onesti
. Panel II.

Nastagio degli Onesti
. Panel III.

—¡No! —rió—. Aunque sea algo raro encontrar a una misma persona representada varias veces en una composición, no es necesariamente un atributo sobrenatural. Es más bien una señal.

—¿Una señal?

—Cuando detectes a un personaje duplicado en una pintura, ten por seguro que la obra te está queriendo decir algo. Es un cuadro que cuenta una historia. Y lo hace casi como un cómic. Como en éstos, los protagonistas aparecen una y otra vez en las viñetas.

Me acordé entonces de los «repetidos» que había descubierto en
La escuela de Atenas
con Lucía Bosé, pero me abstuve de comentarlo…

—El muchacho del jubón se llama Nastagio —prosiguió—. Por lo que nos dice Boccaccio, este joven adinerado llevaba un tiempo pretendiendo a una florentina de la que sólo sabemos que era hija de cierto Paolo Traversaro. El caso es que, contra las costumbres de la época, ella ha decidido rechazar su amor. Lo que muestra el lado izquierdo de la primera tabla es cómo Nastagio, desesperado ante su negativa, decide refugiarse en un pinar cercano a Rávena para quitarse la vida. Fíjate en el muchacho. Parece desesperado. Hundido. A punto de cometer una locura.

—¿Y qué quiso decir Botticelli cuando lo pintó con una rama en las manos?

—¡Ah! Ahí es donde empieza realmente nuestra historia. Estamos en mayo. En el imaginario europeo del momento, es la época tradicional de las visiones.
[43]
Y lo cierto es que, mientras medita sobre el modo de suicidarse, Nastagio contempla una escena tremebunda: de repente surge de la foresta un jinete sobre un corcel negro, blandiendo su espada contra una muchacha pelirroja que huye de él despavorida. Nastagio interrumpe esa carga como puede, toma una rama del suelo y se enfrenta al caballero y a sus perros de caza, pero éste le ordena que se aparte. «¡Dejadme cumplir con la justicia divina!», grita con la ira pintada en el rostro. «Debo ejecutar sin descanso el castigo que merece esta mala mujer… Cada viernes a la misma hora la alcanzo en este lugar.»
[*]

—No, no entiendo…

—Es muy sencillo, hijo. Lo que Nastagio ha visto es una aparición fantasmal. Una visión de ultratumba que se repite una y otra vez en ese claro del bosque. De hecho, en la segunda tabla lo verás mucho mejor. En esta nueva escena, el jinete, que se llama Guido, ha desmontado de su corcel y se ha abalanzado contra la muchacha, a la que, según Boccaccio, terminará arrancándole el corazón y las entrañas, y se las dará de comer a sus canes. «Pero de inmediato», nos explica el autor del
Decamerón
, «por el poder y la justicia de Dios, se levanta como si no hubiera muerto y retoma su triste huida. Mi persecución y la de los perros empieza de nuevo».

—¿Y por qué?

—En el fondo es todo bastante fácil de comprender, Javier. El caballero Guido y la dama que persigue llevan muertos mucho tiempo. Él también sufrió un desengaño amoroso por culpa de esa dama desnuda. Y como Nastagio, había acudido al bosque y allí se había quitado la vida. Fue entonces cuando cayó sobre ambos la maldición de tener que perseguirse durante toda la eternidad. A él por cobarde. A ella porque «su corazón duro y frío no aceptó ni el amor ni la piedad». De hecho, Botticelli quiso subrayar con sus pinceles esa idea del ciclo eterno representando de nuevo a los dos fantasmas en el fondo de la escena, persiguiéndose sin descanso. ¿Los ves?

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