El maestro del Prado (26 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

BOOK: El maestro del Prado
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—¿Leer en imágenes? —repito con cierto escepticismo.

—Me refiero a leer literalmente en imágenes. No a interpretar, como hacemos hoy, un símbolo o un gesto, como cuando vemos una cruz sobre una torre y sabemos que allí hay una iglesia. El arte de la memoria, hijo, lo inventaron los griegos en los tiempos de Homero, cuando se vieron ante la necesidad de recordar grandes cantidades de texto que no podían inscribir en piedra. En realidad, se trata de la más fabulosa construcción mnemotécnica inventada por el ser humano. Una disciplina que sirvió durante siglos para recordar desde saberes científicos hasta relatos literarios, y que consiste, a grandes rasgos, en asociar imágenes, paisajes e incluso estatuas o edificios a conocimientos que después sólo podrían ser recuperados y reproducidos por la élite que conociera ese código.

—¿Y una técnica así se usó hace más de dos mil años?

—Así es. Incluso puede que antes —resopla—. Ignoramos cómo aquellos sabios de la Grecia clásica descubrieron que la memoria humana es capaz de retener montañas de información, y que ésta podía recuperarse a voluntad si se asociaba a iconos o a expresiones geométricas, arquitectónicas y artísticas más o menos fuera de lo común. Así lo recogieron en viejos tratados como la
Rhetorica ad Herennium
, atribuida nada menos que a Cicerón, donde explicaron que si se nos adiestra para, por ejemplo, vincular conocimientos médicos a la estructura de un edificio o a una determinada estatua o pintura, nos bastará con evocar esas obras mentalmente para, de forma automática, recordar la materia teórica con la que las asociamos. ¿Lo comprendes?

Asiento. El maestro continúa:

—Entonces no te resultará difícil entender que su desarrollo y perfeccionamiento fuera un secreto muy bien guardado que pasó de civilización en civilización, ya que permitía comunicar mensajes y saberes complejos ante los ojos de los no iniciados…

—A ver si lo he entendido: si yo, por ejemplo, vinculo mentalmente uno de los esqueletos de este cuadro a una fórmula matemática, cada vez que lo vea o lo rescate de mis recuerdos, no importa el tiempo que pase, recordaré también esa fórmula. Y si transmito esa asociación de imágenes a un tercero, cada vez que él se encuentre con ese esqueleto recordará igualmente la dichosa fórmula.

—Funciona más o menos así, en efecto —concede complacido—. Ahora bien: debes saber que los últimos practicantes de ese arte vivieron en el tiempo en el que Brueghel pintó
El triunfo de la muerte
. Como te he dicho, con la aparición de la imprenta el arte de la memoria perdió buena parte de su sentido. Ya nadie necesitaba «almacenar» grandes cantidades de información en imágenes, ni «escribir» usándolas, salvo…

—¿Salvo qué?

—Salvo que alguien necesitara desarrollar un código gráfico con el que proteger un saber al que sólo debían acceder unos pocos.

—Pero ¿quién iba a necesitar algo así?

—Oh. Se me ocurren muchos. Los alquimistas, por ejemplo. ¿Te has fijado alguna vez en uno de sus tratados? ¿Has visto el
Mutus Liber
, el Libro Mudo, por ejemplo? Es un manual de alquimia que no contiene una sola palabra impresa. Sólo imágenes… ¡llenas de información encriptada! Y se entiende. Al trabajar con un asunto que despertaba tanta codicia como el de la transmutación de los metales, los practicantes del «arte sagrado» crearon todo un universo de imágenes y emblemas exóticos en los que depositaron sus secretos. Por descontado, sus diseños resultaban absurdos a ojos de los no iniciados. Un león devorando al Sol, un ave fénix surgiendo de sus cenizas, un dragón de tres cabezas o una criatura mitad hombre mitad mujer transmitían en realidad fórmulas químicas complejas e instrucciones, cantidades y elementos para fabricar sus compuestos.

—Hummm… —mascullo—. Supongo que tomaron esas precauciones sobre todo de cara a la Inquisición. Aunque, que yo sepa, Brueghel no fue un alquimista. ¿O me equivoco?

El maestro arruga la frente como cada vez que uno de mis comentarios le divierte, y se apresura a responder:

—No seas inocente, Javier. ¿Qué pintor no lo fue? ¿Acaso no figuraba entre las tareas de todo buen artista hacerse él mismo las mezclas de colores o experimentar en busca de texturas y tonos nuevos? ¿No era ésa una de las señas de identidad que diferenciaba a unos maestros de otros? ¿Y no se asemeja eso al trabajo que presumimos en los alquimistas? Por otra parte —carraspea—, Brueghel demostró que conocía bien ese oficio y sus penurias retratándolo en uno de sus grabados más populares. En él muestra el laboratorio de un hombre que gasta hasta su última moneda en lograr la piedra filosofal, mientras un loco le aviva la lumbre y su esposa no tiene con qué dar de comer a sus hijos.

—Me parece un indicio un tanto pobre, maestro —replico.

—Quizá. Naturalmente, existen algunos otros. Recuerdo por ejemplo una carta de Jan, el hijo mayor de Brueghel, fechada en 1609 y dirigida al cardenal Federico Borromeo. En ella se quejaba de cómo el afán coleccionista de Rodolfo II de Baviera lo había dejado sin cuadros de su padre. Y si por algo se conoció a Rodolfo II fue por su protección de las ciencias ocultas. Todos lo llamaron «el emperador alquimista», así que ya puedes imaginarte por qué sintió esa pasión por el pintor.

El alquimista
. Brueghel el Viejo (1558). Kupferstichkabinett, Berlín.

—¿Sólo por Brueghel?

—Oh, no, no. También por el Bosco. Lo que no te he dicho es que Rodolfo II era sobrino de Felipe II. Y fue el rey de España, también coleccionista de Boscos y Brueghels, quien lo educó entre los ocho y los dieciséis años, en El Escorial.

—Ajá. Y supongo que de anécdotas como ésta usted infiere que el maestro Brueghel, todo un alquimista enmascarado, conocía y practicaba el arte de la memoria. Es eso, ¿no?

Fovel asiente:

—Es obvio. Aunque no sólo los alquimistas utilizaron esa técnica, hijo. También los practicantes de cultos heterodoxos se hicieron maestros en el arte de disfrazar sus ideas tras imágenes aparentemente católicas. Como este
Triunfo de la muerte
, por cierto.

—¿Y puedo preguntarle qué fue exactamente lo que Brueghel quiso ocultarnos aquí?

—¡Lo mismo que el Bosco! —responde.

—¿Cómo? —me sobresalto—. ¿También él perteneció a los Hermanos del Espíritu Libre? ¿Fue un adamita?

—Más o menos, hijo. Lo que algunos historiadores del arte creen es que Brueghel el Viejo, como el Bosco, formó parte de un culto milenario secreto que también esperaba la inminente llegada del final de los tiempos.
[82]
De hecho, se delató al pintar
El triunfo de la muerte
.

—¡Pero Brueghel hizo otros muchos cuadros con temas muy diferentes a éste! —protesto—. Obras llenas de vitalidad. Que reflejan las costumbres de su pueblo, las fiestas, las borracheras…

—Es cierto, es cierto —dice agitando sus grandes manos ante mi rostro—. Brueghel pintaba todo aquello por lo que le pagaban. Aunque puedo asegurarte que, para él, este cuadro no fue uno más. Como sucede con
El jardín de las delicias
, no disponemos de un solo documento o indicio que nos diga quién se lo pidió. Ni tampoco por qué en 1562 ejecutó otras dos tablas de idéntico tamaño, con los mismos tonos de color y temas apocalípticos, como
Dulle Griet
[*]
y
La caída de los ángeles rebeldes
. Algunos han supuesto que las tres obras estuvieron destinadas a una misma estancia, pero es imposible de demostrar. No obstante, sí puedo demostrarte que este cuadro fue clave para Brueghel. Tenía algo que lo hacía diferente. Único.

—¿Ah, sí?

—En la única biografía contemporánea que existe del pintor, publicada en una fecha tan temprana como 1603 por Karel van Mander,
[83]
se dice que Brueghel siempre consideró
El triunfo de la muerte
su obra maestra. Es más, esta tabla se hizo tan famosa en su tiempo que sus hijos la copiaron una y otra vez, incluso años después de muerto el «viejo» patriarca. Y eso no sucedió con esos otros cuadros alegres que mencionabas.


Touché
, doctor —admito—, pero no veo adónde nos lleva su argumento…

—¡Abre los oídos, hijo!
El triunfo de la muerte
no fue una obra más en su carrera. En los años treinta de este siglo, el prestigioso historiador del arte húngaro Charles de Tolnay, una de las grandes autoridades mundiales en arte flamenco, sugirió que Brueghel debió de formar parte de alguna oscura secta cristiana.
[84]
Tolnay, sin más pistas que su fino instinto, lo calificó de «libertino religioso», y dejó abierta la puerta a posteriores investigaciones.

—¿Y…, y qué se ha concluido? —pregunto intrigado.

—Bien. —Fovel toma aire—. Escucha. Al parecer, Brueghel fue un hombre muy bien relacionado en su tiempo, con amigos en los estratos más altos de la intelectualidad de su época. Parece que, tras un largo viaje de formación por Francia e Italia, típico entre los pintores de su época, se ganó la amistad del cartógrafo Abraham Ortelius, un discípulo del genial Mercator y autor del primer atlas mundial de la Historia, impreso en 1570. También frecuentó al humanista Justo Lipsio, al que retrataron Rubens y Van Dyck. Y al orientalista Andreas Masius. Y al impresor más importante de su tiempo, Cristóbal Plantino, y hasta al bibliotecario de Felipe II, un muy erudito sacerdote llamado Benito Arias Montano, que en esa época estaba en Amberes negociando con Plantino para que imprimiese una nueva Biblia políglota, la llamada
Biblia regia
. Montano estuvo varios años en los Países Bajos al frente de ese colosal proyecto del que se había encaprichado el rey de España, viajando por media Europa al tiempo que contagiaba a un puñado de pintores selectos con sus ideas poco ortodoxas.

—¿Y todos se conocían?

—En efecto —asiente—. Y fue gracias a que militaron discretamente en una misma secta, de cuya existencia no caben dudas: la
Familia Charitatis
, también conocida como la Familia del Amor. Fue fundada por un convincente comerciante holandés llamado Hendrik Niclaes hacia 1540, y dejó una huella importante en las élites centroeuropeas de ese tiempo.

—Dios santo —murmuro—. ¿Y en qué creía esa gente?

—De entrada, los familistas, que era como los llamaban sus enemigos, estaban seguros de que el fin del mundo era inminente. Aceptaban que sólo Cristo podría salvarlos, pero se mostraban recelosos de la Iglesia católica, a la que consideraban pervertida y corrupta. Su idea fundamental era la creencia de que en la noche de los tiempos el ser humano fue uno con Dios; sin embargo, perdió esa cualidad cuando Adán comió de la fruta prohibida. Para Niclaes, ni con aquel pecado perdimos nuestro brillo divino, así que enseñaba a quien quisiera escucharlo que todos tenemos en nuestro interior la capacidad de comunicarnos directamente con el Padre eterno. Niclaes escribió cincuenta y un libros para desarrollar estas tesis. En ellos se pueden encontrar todo tipo de métodos, instrucciones e ideas para afrontar lo que llamaba «la última era del tiempo». Todos los firmó con las siglas H. N.

—Hendrik Niclaes… —apostillo.

—No tan deprisa, hijo —me frena el doctor—. Si Niclaes se escondió tras esas siglas fue para protegerse de las persecuciones del Santo Oficio. Y no era para menos. Decía que sus textos eran la «última llamada» para que cristianos, musulmanes, judíos y seguidores de todas las religiones del mundo se unieran en una sola fe, con él como mesías. Y cuando eso ocurriera, recordaríamos que todos somos hijos de Adán, hechos a imagen y semejanza del Creador.

—Y ahora no irá a decirme que ese tal Niclaes tuvo algo que ver con los adamitas del Bosco, ¿verdad?

La cara de Fovel se iluminó.

—El propósito final de la fe de Niclaes era el retorno al paraíso, hijo. Los familistas querían devolvernos a nuestro estadio primordial de hijos de Adán para poder dirigirnos otra vez, cara a cara, a Dios. Promulgaban la aparición del
Homo Novus
. El
H. N
. Y eso, entre otras cosas, implicaría el regreso a la desnudez que vimos en
El jardín de las delicias
… Como ves, ninguna de esas ideas anda lejos del credo de los Hermanos del Espíritu Libre.
[85]

—Entonces —interrumpo perplejo—, ¿es seguro que Brueghel fue un… familista?

—¡Oh! ¡Desde luego! Tan seguro como que el «Viejo» ilustró incluso uno de los tratados de Niclaes. Se trata del
Terra Pacis
, un texto en el que narra en forma alegórica su viaje desde la Tierra de la Ignorancia hasta la de la Paz Espiritual. De hecho, los temas que más preocuparon al pintor y que encontramos reiteradamente en su obra (muerte, juicio, pecado, eternidad o rechazo a las ataduras religiosas) fueron también los favoritos de Niclaes. ¡No hay duda!

El maestro se detiene otra vez a tomar aire. Tengo la impresión de que se toma todo este asunto muy en serio. A continuación, con cierta solemnidad, me explica que el tal Hendrik Niclaes tuvo que ser un personaje muy parecido a los profetas de los que me había hablado en relación con Rafael o Tiziano. Que el origen de su pensamiento era el mismo que el de Joaquín de Fiore o el de Savonarola: ¡sus trances! Y que, aunque Niclaes había experimentado sus primeras visiones a los nueve años, no sería hasta tres décadas más tarde cuando decidió fundar su propio reducto de fieles. Dada su holgada posición social y económica, intimó con intelectuales y personas influyentes y llegó a convencerlos de que él era una suerte de «ministro mesiánico» [sic] enviado a la Tierra para continuar con la labor de Cristo. Niclaes tenía —también como De Fiore o Savonarola— una respuesta para cada pregunta y una interpretación para cada acontecimiento de su época. Contó con seguidores en París, pero sobre todo en Londres, donde sus libros continuarían imprimiéndose hasta un siglo después de su muerte bajo el nombre de Henry Nicholis.

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