Read El Loro en el Limonero Online
Authors: Chris Stewart
Decidí telefonear a Trev y ajustar cuentas con él allí mismo.
—¿Qué quieres decir con que «eso es lo que tiene que pasar»? —me sorprendí farfullando casi en cuanto contestó el teléfono.
—Pues eso precisamente. Que el agua pasa por esa fase...
—Mira, Trev, 110 soy un hombre poco razonable, pero realmente no creo que sea mucho pedir que...
—Cálmate y escucha... —insistió. Yo no esperaba que se mostrase tan sereno, y eso me desinfló un tanto—. Todo forma parte del orden natural de las cosas, ¿comprendes? Hay que pasar por la fase de la mugre antes de que el agua se aclare. Yo sabía que iba a suceder eso. Y, hagas lo que hagas, no cambies el agua o tendrás que volver a empezar desde el principio, pero si la observas con atención, verás cómo se va aclarando. Llevará aproximadamente una semana.
—Ah... vale. Entonces, ¿cómo va el curso?
Una semana después de que colgara el teléfono, reapareció el fondo. Casi podían distinguirse las líneas de los azulejos y, no mucho más tarde, el agua recobró su claridad original. Los peces estaban gordos como bolas y los filamentos estaban asquerosos, pero el agua de la ecosfera estaba tan transparente como el aire —bueno, casi. Yo estaba encantado y hasta telefoneé a Trev para decirle que estaba pasando lo que él había dicho. «Ya te lo dije», dijo. En realidad, no sé qué otra cosa esperaba que dijera.
Las bombas de agua zumbaban silenciosamente y el rastreador solar seguía la trayectoria del sol; los rayos del sol caían con fuerza sobre las piedras, masacrando las bacterias enemigas a millones. Los peces del estanque de filtrado se comían cualquier cosa que caía en su órbita. Eran carpas, que después averiguamos que son las cabras del mundo de los peces y que no eran buenas para nuestro ecosistema. Las carpas se lo comen todo —renacuajos, ranas jóvenes, zapateros de agua, libélulas— y, si pudieran, se comerían a las personas.
Habíamos comprado otras cinco carpas pequeñas para que hicieran compañía a las dos grandes originales, tranquilizados por el hombre de la tienda de los peces quien nos había dicho que estarían bien, puesto que los peces jamás comen ejemplares de su propia especie. Pero en el plazo de un día todas ellas habían sido devoradas por las carpas grandes. No nos engañemos: las carpas son unos bichos de cuidado.
Había algo más que no había entrado en nuestros cálculos acerca de la ecosfera, algo que tal vez deberíamos haber pensado desde el principio. La piscina era un paraíso para las ranas. En cierta medida la culpa era nuestra, pues habíamos ayudado a Chloë a introducir un cubo de renacuajos procedentes del lecho del río, pensando que estaría bien tener por ahí alguna rana que otra. Pero cualesquiera que fuesen las sustancias nutritivas que había en el estanque, evidentemente eran las que más les gustan a las ranas y, al cabo de poco tiempo, la población había alcanzado masa crítica y se vio obligada a enviar patrullas de reconocimiento en busca de nuevas aguas que colonizar. Las que fueron en dirección suroeste tenían un largo viaje hasta alcanzar el río, y en cualquier caso el río es un entorno muy poco de fiar para las ranas; pero las que se dirigieron hacia el noreste pronto regresaron con la noticia de que a menos de cuatro buenos saltos de allí había una magnífica extensión de agua límpida, lista para la conquista.
Pues bien, no me importa nadar en una piscina acompañado de aproximadamente una docena de ranas —ya que casi ni las ves—, e incluso consideraría que veinte es un número aceptable, aunque tal vez yo esté en minoría sobre este punto. Sin embargo, al cabo de poco tiempo empezó a preocuparme la posibilidad de que nuestra piscina se convirtiera en una palpitante masa de ranas en perpetuo croar y copular. Suponía una perspectiva horrorosa pero ¿qué podíamos hacer? Era imposible utilizar algún producto químico que las ahuyentara porque precisamente el objetivo de la piscina era no necesitar productos químicos y ser ecológica (¡lo que sin lugar a dudas era!). Por otra parte, un disuasor químico para las ranas era poco probable que resultara beneficioso para los bañistas. Así pues, me vi obligado a dedicar muchas horas cada día a sacar ranas y renacuajos.
Por supuesto, la caza de ranas tiene su parte de diversión y es un asunto que requiere mucha habilidad. Las ranas se mueven con mucha rapidez y no les gusta ser recogidas con una red para, como era éste el caso, ser devueltas a un repugnante estanque lateral. Y cuando lograba cogerlas y devolverlas a su parte de la piscina, no tardaban mucho tiempo en dar media vuelta y regresar directamente de un salto.
Necesitábamos asesoramiento, pero cuando le mencioné a Trev por teléfono mi preocupación, lanzó un suspiro de resignación como si yo fuese una especie de imbécil. «¡No puedes estar preocupado en serio porque haya unas cuantas ranas en el agua! ¡Con lo bonitas que son y la elegancia con que nadan! Por Dios, hombre, no estás en el Ritz, ¿no?» Y entonces pasó a asegurarme que las carpas se las arreglarían perfectamente para mantener a raya la población.
Ni que decir tiene que Chloë estaba entusiasmada con la piscina. Constituía un placer verla pasar largos días de verano jugando en el agua con sus amigas, entrando y saliendo del follaje a la carrera para tirarse a la piscina con las ranas. Una carcajada señalaba por lo general la llegada de Porca, que se posaba en su habitual atalaya natatoria en la cabeza de Ana para quedarse allí mientras ésta se deslizaba cuidadosamente de un lado para otro.
No mucho después de que se llenara la piscina, me encontraba flotando un día en el agua contemplando el valle, cuando Ana se me acercó nadando cautelosamente con Porca. Bajo nosotros el río serpenteaba tranquilamente a una velocidad que haría que tardase un milenio en enterrar nuestra casa bajo sus sedimentos.
—¿Sabes? —le dije a Ana—. Creo que Trev quizás esté en lo cierto después de todo.
—Sí, es verdad que las cosas estarán mejor cuando tengamos funcionando la noria —contestó.
—No, me refería a lo que dijo sobre la presa y los niveles de agua en el cauce del río. Creo que realmente está en lo cierto, ¿sabes?, y no le va a pasar nada al cortijo... ni tampoco al valle.
Ana se encogió de hombros.
—El tiempo lo dirá —dijo, y se sumergió lentamente bajo el agua, obligando a Porca a abandonar la nave con un fuerte graznido y un torbellino de alas.
Desde las profundidades de la jungla del estanque surgió un fuerte croar de ranas que se elevó por la cálida atmósfera de la noche.
Fin