El Loro en el Limonero (21 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: El Loro en el Limonero
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El Valero está hecho para la música de guitarra: «Si fuera realmente rico —me había dicho a menudo a mí mismo— contrataría a un trovador». Ben era lo que más se parecía a eso, pero de hecho algunos meses antes yo casi había conseguido un trovador. Se llamaba Ángel —un nombre de lo más adecuado, ya que raras veces he encontrado un alma tan etérea.

Me topé con Ángel una tarde de invierno, cerca de la casa de una familia musulmana en la parte alta del valle.

—¿No tendría por casualidad algún trabajo para mí? —me preguntó.

—Bueno, puedo darte todo el trabajo que quieras —le aseguré a este fantasma de amable aspecto—. Pero me temo que no hay dinero para pagarte. ¿Por qué?, ¿qué es lo que haces?

—Hombre, pues toco la guitarra y canto, y supongo que en parte soy pintor, y también se me da muy bien el yeso.

Me quedé un poco sorprendido. ¿Pensaba realmente Ángel que le iba a pagar por que me tocara la guitarra y me cantara, o hasta por que me pintara cuadros? Lo del yeso no estaba mal —siempre me vendría bien algún trabajo de enlucido— pero, como ya le había dicho, no tenía dinero para pagarle.

—Supongo que tocar la guitarra sería bastante más barato que el trabajo con el yeso, ¿no? —pregunté por decir algo.

—Hombre, claro. Bueno, lo que quiero decir es que no cobraría tantísimo por tocarte la guitarra.

Me quedé en silencio unos minutos asimilando esto.

—¿Cuándo puedo empezar? —preguntó Ángel alegremente.

—Lo siento, Ángel. Me encantaría poder ser el tipo de persona que puede contratar a un guitarrista, a un pintor o a un trovador, pero me temo que no va a suceder en esta vida.

Y continué mi camino en silencio, dejando a Ángel un tanto abatido.

No mucho después de la estancia demasiado breve de Ben, me apunté a la escuela de guitarra de Granada. No se trataba solo de una sugestión por mi parte como la de Sapo4, sino de una medida de emergencia en pro de la armonía de nuestro hogar. Después de haber descubierto el nivel superior del sonido de la guitarra de Ben, Ana y Chloë estaban teniendo algunas dificultades para volver a descender a la esfera más terrenal del mío. Ana en particular estaba llegando al final de su tolerancia de mis constantes sesiones de práctica, y recurría a acciones cuasi bélicas, desde el uso gratuito de un molinillo de café hasta la incitación de los animales.

Pero un día perdió completamente los estribos. Le estaba explicando la suerte que tenía de disponer de un guitarrista como yo que le llenara la casa de agradable música —lo cual, admito, resultaba un tanto provocativo— cuando se encaró conmigo.

—¡Chris, realmente no creo que puedas llamar música a eso! —dijo—. Es absolutamente intolerable y no hay mujer en todo el planeta dispuesta a aguantarlo. Tirititrín-tirititrín todo el día... —dijo imitando de manera pasable y hasta divertida el sonido de una guitarra tocando un mal trémolo. La moral se me vino abajo y me eché a reír.

—No tiene gracia —masculló, manteniendo un tono de censura—. Lo que sugiero es que de ahora en adelante te vayas a practicar al estudio o, mejor aún, al establo de las ovejas y después, cuando lo hagas ya bien y estés listo, podrías darnos un recital... una vez a la semana, como mucho... y Chloë y yo te escucharemos... y hasta puede que te aplaudamos.

Me volví a Chloë. Ya sé que no está bien poner a tu hija en medio de una seria desavenencia doméstica, pero esto también le incumbía a ella. Su educación musical se encontraba, después de todo, en peligro.

—¿Qué piensas tú, Chloë? —le pregunté (estaba sentada a la mesa sumergida con excesiva concentración en sus deberes)—, ¿te parece justo eso?

Chloë parecía consternada. No le gustaba nada que la colocaran en una situación diplomática tan delicada como aquella.

—No, papá —murmuró—. No me lo parece. —Tras lo cual, ocultando con su mano la risita que estaba a punto de estallarle, añadió—: ¡Las pobres ovejas!

Y así fue como una tarde de invierno salí con mi guitarra camino a Granada. Cuando llegué a Órgiva era demasiado tarde para coger el autobús, por lo que me fui caminando hasta la salida del pueblo y saqué el dedo pulgar. No había hecho autoestop desde hacía años, pero en el plazo de cinco minutos me encontraba en el coche de una joven granadina que regresaba a la ciudad tras unas vacaciones en La Alpujarra, charlando con ella mientras avanzábamos a toda velocidad.

Cuando me puse a subir trabajosamente la Cuesta del Chapiz, una calle adoquinada en lo alto de la cual se encontraba la escuela, comenzó a oscurecer. La subida me hizo entrar un poco en calor; a medida que el sol se iba escondiendo detrás de los tejados, descendía un frío cruel por las calles de la ciudad. Detrás del gran portón de madera de la Escuela Carmen de las Cuevas había un bonito patio con macetones de aspidistras y una fuentecilla de piedra, y por él pululaba una panda variopinta de chicas y chicos, zigzagueando con aire vacilante por entre los estuches de las guitarras de unos y otros y sin saber bien en qué idioma hablar.

A mis cuarenta y ocho años yo no era exactamente el viejo de la clase —ése era Jean—Paul, que ya tenía cincuenta y tantos— pero el resto eran mucho más jóvenes: músicos callejeros de fin de semana, estudiantes, trotamundos, un payaso de Munich. Eran un agradable batiburrillo de bohemios. Sin embargo, yo era intensamente consciente de la diferencia de edad. Me asaltó el recuerdo de Herb en mis años juveniles de Sevilla, acompañado de la sensación ligeramente paranoica de que mis compañeros estudiantes me veían como un anacronismo, alguien que se había metido en el escenario equivocado. Cuando alguno de ellos me dirigía una pregunta o comentario, no podía evitar pensar que había otra pregunta oculta bajo la superficie: «Y, digo yo, hombre, ¿para qué molestarte ya?»Incluso creí detectar una mirada extraña en Nacho, la persona a cargo de la escuela, cuando entré en la oficina a matricularme. Apoyando mi guitarra en la pared, le sonreí con indulgencia cuando me preguntó a qué curso me quería apuntar.

—Bueno, ciertamente no soy un principiante —le aseguré—. Dese cuenta de que llevo casi treinta años tocando.

—Entonces, ¿qué es lo que es usted...? —preguntó Nacho.

Una especie de modestia, casi seguramente fuera de lugar, me hizo dudar sobre si apuntarme a la clase avanzada.

—Supongo que lo mejor es que vaya a la clase intermedia —dije con falsa modestia.

—Muy bien —dijo Nacho—. Mañana a las diez. Estará arriba con Emilio.

Me fui algo vacilante al piso que se me había asignado y, sentado en una silla en la gélida cocina, empecé a practicar para mi primer encuentro con Emilio. En la otra habitación se oía al payaso alemán, Horst, que se había apuntado a la clase de principiantes. Horst estaba logrando un agradable y fluido sonido con su guitarra, y su trémolo era exquisitamente suave.

Comencé haciendo unos ejercicios de pulgar que llevaba años sin practicar, y pronto me di cuenta de lo perezoso que se había hecho este dedo. A continuación me puse a hacer unos cuantos rasgueados agotadores, lanzando con fuerza cada uno de mis cuatro dedos por todas las cuerdas, asegurándome de que el dedo meñique y el anular las pulsaran con la misma fuerza que sus hermanos mayores.

Hacía cada vez más frío. Después de una hora empecé a sentir un desagradable dolor en los pequeños músculos de la parte superior de mi dedo anular, un dolor persistente.

—Horst —llamé—. Vámonos de aquí, a ver si encontramos algo para comer...

Horst, que por momentos iba congelándose y tocando de modo más aletargado, salió entumecido de su habitación. Intercambiamos cumplidos sobre nuestra manera de tocar y salimos a la noche helada para recorrer el barrio del Albaizín en busca de sustento.

Horst era lo que los españoles llaman un pesado, y se parecía bastante a los payasos que yo había conocido en el circo. Aun así, una vez que encontramos un restaurante y tuvimos una botella de vino tinto en la mesa, ambos nos relajamos y pronto me encontraba riendo a carcajadas de sus chistes escatológicos de estilo teutónico.

Sin embargo aquella noche me asaltaron extraños sueños en los que aparecían Emilio y los estudiantes de la clase intermedia. En el camino de vuelta a casa después de cenar nos habíamos encontrado con un grupo de ellos. Eran norteamericanos, aparte de un tipo jovial procedente de algún lugar de las ciénagas de los Países Bajos con el curioso nombre de Ale-Jan van Donk. Entre los americanos había una pareja de californianos llamados Brent y Kirk, y un hombre muy alto llamado Elin, con aspecto un poco como de brujo con su largo abrigo de estilo capa y su melena de brillante cabello negro. En mi sueño su aspecto era aún más extraño, con largos dedos blancos coronados por uñas de plástico y un pulgar curvado hacia atrás —de hecho, una deformidad no del todo inusual en los guitarristas de flamenco. Lleno de fanática energía, el Elin de mi sueño golpeteaba sus rasgueados con aquellas poderosas uñas de plástico, produciendo un sonido como de ametralladora.

En el sueño mi propia manera de tocar era extrañamente triste. Me temo que el término técnico utilizado para describirla podría ser «geriátrica».

Abrí la puerta de la clase con un cierto recelo. Los californianos ya estaban tocando, y cuando entré y les pregunté si era ésa la clase de Emilio adoptaron una expresión afectadamente impasible. «Sí», dijeron al unísono, y volvieron a su práctica de la guitarra, tocando de modo nítido y elegante y marcando perfectamente el compás, con el ritmo y los acentos en todos los momentos adecuados.

Ale—Jan entró unos minutos después, me sonrió, miró algo desconcertado a los californianos y levantó una ceja. Y entonces, lleno de energía, entró por fin Emilio, el gran maestro. Un gitano fibroso con gafas de concha, largo cabello ralo, ojos como dardos y lo que parecía una sonrisa cruel, tras mirarnos brevemente, dio una palmada para hacer callar las guitarras. «¡Venga! Alegrías. Todos las sabéis tocar. ¡Andando!»Y se lanzaron a tocar, o al menos eso hicieron Brent y Kirk, entregándose a una vertiginosa pieza en staccato. Alelan y yo rasgueamos torpemente nuestros instrumentos. Yo no tenía ni idea de cómo tocar Alegrías, e incluso si la hubiera tenido habría sido totalmente incapaz de tocarlas así.

Discretamente, volví a meter mi guitarra en su estuche y me escabullí cobardemente por la puerta antes de que hubiera finalizado la pieza. Bajé despacio las escaleras y entré sigilosamente en la cueva donde Nacho estaba sometiendo a los principiantes a un ejercicio de alzapúa —una técnica consistente en la pulsación de la cuerda hacia arriba y hacia abajo con el pulgar. Levantó los ojos para mirar al alumno con treinta años de experiencia de guitarra flamenca y, con una sonrisa de sorna pero amigable, detuvo la clase. «¡Bienvenido, maestro!», me dijo a modo de saludo.

Yo quería hacerme invisible en algún rincón, pero eso resultaba imposible. La cueva donde practicaban los principiantes se utilizaba para clases de baile, y las paredes estaban recubiertas de espejos. Esto hizo que mi entrada humillante lo fuera más aún: no solo veía yo cómo me miraban todos esos humildes principiantes, sino que también me veía a mí mismo viéndoles cómo me veían a mí, como si fuera una repetición simultánea.

Sin embargo, me senté en mi sitio y unos minutos más larde me consolé al ver entrar a hurtadillas a Ale—Jan. Yo no era el único con pretensiones.

Los días de prácticas fueron transcurriendo mientras los principiantes nos esforzábamos por seguir las instrucciones de Nacho y tratar de distinguir el sonido de su guitarra entre el que producían las nuestras. Esto no resultaba fácil, puesto que todos parecíamos tocar con una ligera falta de sincronización y, mientras Nacho explicaba algún matiz más sutil, siempre parecía haber algún imbécil practicando a todo volumen el trozo que acabábamos de aprender.

En cualquier caso, cuando tocábamos al unísono de modo un tanto descuidado la totalidad de una pieza que estábamos aprendiendo, parecíamos ser en realidad bastante buenos —ilusión que se hacía añicos cada vez que Nacho nos señalaba a uno de nosotros para que tocáramos solos y resultaba que en realidad la mayoría no teníamos ni idea.

El principiante con aspecto más seguro de sí era un francés llamado Jean—Paul, que se presentaba a sí mismo como músico profesional. Sin embargo, se negaba en redondo a tocar solo. «Soy una pej-so-ná muy ti-mi-dá —explicó—. Lo sé tocaj pejo nesesito pjacticar antes de poder tocaj con estas personas.» En lugar de depender de su memoria o de la observación, decidió grabar las lecciones en un aparato de muy alta tecnología, para luego estudiarlas con detenimiento a su regreso a Francia. Yo había escuchado su grabación de la primera lección —la de mi entrada en la clase— y era algo horroroso, con la cacofonía multiplicada de tal manera que no podía distinguirse ni una sola frase útil.

Por extraño que parezca, Jean—Paul parecía sentir desprecio por el método flamenco, y detenía la lección una vez tras otra: «Pejo, Nacho, esa es una manera ji-di-cu-lá de produsir ese sonido. Es muy más fa-síl le haser así, ¿non?». Y entonces proponía su inapropiada versión. Y así continuó toda la semana. «¡¿Con cuatjo dedos?! Pejo eso es absolument imposible, nadie puede haser eso con cuatjo dedos —pas du tout. Es mejoj con tres, comme ga...»Nacho demostraba una paciencia admirable, explicando las técnicas una y otra vez, mientras Jean—Paul soltaba un juramento y, encogiendo los hombros a la manera gala, miraba al resto de la clase en busca de apoyo. Pero todos estábamos con Nacho y, en el transcurso de los quince días, la mayor parte de nosotros comenzamos a hacer auténticos progresos.

Yo ciertamente pensaba que había mejorado, a pesar de que al tocar superaba el umbral del dolor, ya que el trabajo desacostumbrado me producía un dolor atroz en los pequeños músculos de la parte superior del dedo, y mis uñas, gastadas por un incesante tocar, comenzaron a romperse.

Al final del curso, de hecho tuve que utilizar pegamento rápido para sujetarme las uñas. Pero había conseguido mi propósito. Era hora de regresar a El Valero para impresionar a las mujeres.

Wwoofers

Las siglas WWOOF corresponden a la organización Working Weekends on Organic Farms —Fines de Semana de Trabajo en Granjas Ecológicas. Esta idea comenzó hace alrededor de treinta años con la finalidad de ayudar a abrirse camino a los agricultores ecológicos, necesitados de mucha mano de obra, permitiendo al mismo tiempo que las familias urbanas interesadas por el campo salieran de la ciudad para trabajar al aire libre, cavando y escardando en el barro. La organización se ha expandido y, en la actualidad con el nombre de Willing Workers On Organic Farms (Trabajadores Voluntarios en Granjas Ecológicas), ofrece una red de domicilios poco comunes que visitar casi en cualquier parte del globo. Ésos son los anfitriones wwooj. Los trabajadores voluntarios, llamados wwoofers, son un conjunto de jóvenes y no tan jóvenes peripatéticos dispuestos a cambiar de buena gana un poco de trabajo por alojamiento y comida en un hermoso entorno.

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