El Loro en el Limonero (22 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: El Loro en el Limonero
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Parte de la finalidad de la organización WWOOF es que los agricultores enseñen a los wwoofers agricultura ecológica, pero la realidad es que a menudo los agricultores aprenden tanto como enseñan. Viajando de granja en granja los wwoofers son un valioso conducto de información para unos granjeros aislados y a menudo poco comunicativos.

El Valero tenía un evidente potencial wwoof: un hermoso cortijo cuyos propietarios no disponían de dinero sobrante para mano de obra. Por eso, en el transcurso de los años hemos dado trabajo a toda una serie de wwoofers, la mayoría de ellos estupendos aunque haya habido de vez en cuando algún holgazán.

Gudrun y Jaime, nuestros wwoofers más recientes, quizá sean los más memorables de todos.

Gudrun era una joven campesina procedente de algún lugar de la zona de cultivo del nabo del noroeste de Berlín, y nos había escrito una agradable y elocuente carta preguntando si podía venir a trabajar como voluntaria a nuestro cortijo durante dos o tres semanas. Entonces, unos días después de recibir nuestra invitación, nos llamó para decir que venía de camino, por lo que fui enviado a recogerla a la parada del autobús.

Se bajaron del autobús aquella tarde alrededor de una docena de personas que pronto se dispersaron por las calles oscuras, pero ninguna de ellas parecía ser Gudrun (aunque no puede decirse que yo tuviera mucha idea del aspecto que tenía).

Y entonces divisé a una mujer larguirucha y rubia con una mochila subiendo despacio por la calle. Fui tras ella a grandes zancadas.

—¿Eres por casualidad Gudrun? —le pregunté. La chica se volvió un poco y me miró boquiabierta y desconcertada. Nos quedamos mirándonos el uno al otro en la oscuridad creciente. Pasaron unos segundos que se convirtieron casi en un minuto. Dios mío, pensé. Es un tío y no le ha gustado que le confunda con una tal Gudrun.

—¿Gudrun? —dije otra vez débilmente.

Me siguió mirando unos instantes más.

—Oh —dijo.

—Hola, soy Chris, encantado de conocerte, ¿qué tal el viaje? —dije, dando por supuesto que el «oh» significaba que era de hecho Gudrun.

—Oooh —dijo otra vez con una inflexión ligeramente diferente.

Tal vez sea sorda, pensé, aunque no había mencionado eso en la carta. Le cogí la mochila y me siguió dócilmente hasta el coche.

Durante el camino de vuelta a casa traté por todos los medios de entablar conversación con Gudrun, enunciando todas las palabras con la más precisa de las dicciones. Pero pronto quedó claro que la sordera no era en absoluto el problema. Gudrun no hablaba ni una palabra de español y casi nada de inglés —y yo tenía la leve sospecha de que tal vez ni siquiera en alemán fuese una persona muy comunicativa. Aunque no es que yo pudiera juzgarlo, dado que mi alemán de colegial apenas contaba como forma de comunicación humana. Heute machen wir einen Ausflug, nach Boppard —«Hoy vamos a ir de excursión a Boppard» era todo lo que sabía decir, y no nos servía de mucho.

Al llegar a casa, Gudrun le dirigió una cálida sonrisa a Ana y desapareció en su habitación sin siquiera comer ni beber nada. Ana y yo nos quedamos mirándonos pensativos el uno al otro.

—Puede que mejore —sugirió Ana.

—Pues desde luego eso espero. ¡No va a resultar muy divertido tenerla aquí a menos que lo haga! —dije.

Al día siguiente, después de un desayuno comunal un tanto taciturno, Ana consiguió hacer entender de algún modo a Gudrun que quería que quitara las malas hierbas del huerto. Efectivamente, Gudrun desapareció durante el resto de la mañana y escardó el huerto como un torbellino. Decididamente era una escardadora sensacional. Ana le hizo café y juntas se tomaron una taza mientras fumaban, y de algún modo no verbal indefinible empezaron a establecer un vínculo afectivo.

Tal vez como consecuencia de las insinuaciones de Ana, Gudrun parecía encontrar que yo era un ejemplar gracioso, y se reía disimuladamente cada vez que me acercaba a ella. Yo le sonreía sin comprender y, poco a poco, se estableció algún tipo de relación, con la ayuda de los «Ohs» de Gudrun y gracias a que yo de vez en cuando desempolvaba los planes de viaje a Boppard.

Puede que fuera el lenguaje infantil a que nos veíamos reducidos, pero Gudrun parecía mucho más joven que sus veinticinco años. Era alta y de aspecto demacrado, como el de los adolescentes después de haber dado un estirón rápido, y tenía una espesa melena rubia que le caía a ambos lados de la cara enmarcando una sonrisa sorprendentemente amplia. Poco a poco le fuimos tomando cariño a Gudrun y, a medida que empezó a sentirse más cómoda con nosotros, fue cambiando y animándose un poco, y dirigiéndonos más sonrisas. Así es que Gudrun se quedó, durmiendo en un almacén que había sido convertido en dormitorio, y escardando día tras día.

Jaime era un tipo muy diferente de wwoofer: un joven español urbano de Madrid. El primer día de su estancia con nosotros se acercó a grandes zancadas a Manolo, que todavía dista mucho de ser moderno y urbano, le estrechó la mano con firmeza y, mirándole directamente a los ojos, le dijo: «Hola, soy Jaime». Manolo miró abatido a Ana en busca de ayuda.

Jaime era igualmente directo con el resto de nosotros, dirigiéndose coloquialmente a cualquiera con quien se encontraba en su propio idioma. Hablaba inglés perfectamente y con un acento trasatlántico que había adquirido de una sucesión de novias angloparlantes procedentes de una larga serie de lugares, desde Goa hasta el Condado de Marin en California. Siempre estaba ampliando su vocabulario, haciéndonos preguntas que ponían seriamente a prueba nuestros conocimientos de nuestro propio idioma. Su principal defecto era que no soportaba equivocarse —y muy especialmente el que alguien demostrara que se había equivocado, sobre todo si este alguien era una mujer.

Un día Ana y Jaime estaban mirando la caseta del perro, que es de una especie de color rojo parduzco indefinido.

—Dime, Ana —comenzó a decir Jaime—. ¿Qué color es ése en inglés? En español es granate.

—Bueno, pues es una especie de marrón rojizo, en realidad no es ningún color en especial —respondió.

—Sí, sí, pero ¿cuál es el nombre del color?

—No tiene ningún nombre.

—Venga, tía, no puedes estar hablando en serio, ése es un color específico.

—No, no lo es, es parduzco. Y si tiene un nombre, yo no lo conozco. —Ana estaba dispuesta a recoger el guante.

—Mira, tía... en español es granate. Todo el mundo lo sabe. No hay ni siquiera una puñetera persona a lo largo y ancho de toda España que no sepa qué color es ése.

Jaime estaba empezando a agitarse y, justo en ese momento, se oyó un «miiip» procedente de la chumbera y apareció Manolo con Porca en el hombro. Porca le tiene cariño a Manolo.

—Mira, ahora vas a ver. Voy a preguntarle a Manolo de qué color es... —y comenzó a dar voces—. Eh, Manolo, ¿de qué color es la caseta del perro?

Manolo dirigió la vista con aire vacilante a Jaime, a la caseta del perro y de nuevo a Jaime.

—Venga, dínoslo. ¿De qué color es?

—Bueno, pues es como una especie de marrón rojillo... ¿no?

—¡No, hombre, no! ¡Sabes de sobras del color que es! Venga, tío, no me vengas con ésas.

—Entonces, será marrón.

—¡Hombre, por Dios! Tú sabes qué color es ése. Es granate, ¿no?

—Granate —murmuró Manolo dándole vueltas a la palabra.

—¿Ves, Ana? Ahí lo tienes, él lo ha dicho. Todo el mundo conoce la palabra...

Jaime está orgulloso de su forma de ser disciplinada, por lo que siempre resulta divertido tratar de irritarle y de hacerle bajar de las alturas de su karma. Trabaja mucho para lograr ese estado —con taichi y meditación fundamentalmente— y hay que admitir que consigue alcanzar un grado aceptable de autocontrol.

Por las noches, mientras los demás nos recostábamos en el sofá con un vaso de vino o una taza de chocolate en la mano para hablar lánguidamente, leer o escuchar música junto a la chimenea, Jaime llegaba tarde, después de haber finalizado sus agotadoras sesiones de ejercicios, nos daba cortésmente a todos las buenas tardes y, cogiendo su ladrillo (siempre se lleva a todas partes un ladrillo de madera), lo plantaba en el suelo en mitad de la habitación. Entonces, sentándose en él, adoptaba una posición de medio loto con la espalda tiesa como un palo. Rechazaba las ofertas de un vaso de vino pero aceptaba un vaso de agua para más tarde, y se quedaba ahí sentado, contestando cuando se le hablaba pero por lo demás mirando fijamente las llamas de la chimenea, recitando mantras en voz baja, para no molestar a nadie. Ni que decir tiene que nos sacaba a todos de quicio.

El sexo era una cosa de la que Jaime también afirmaba estar en control. Tenía treinta y tres años y era un joven muy bien parecido, con un físico como de Adonis —resultado, según me dijo, de rigurosas sesiones de ejercicio físico en su juventud—, y adoptaba un punto de vista filosófico ante las tentaciones de la carne. «Bueno, por supuesto solo soy humano como el resto de la gente, y de vez en cuando necesito una mujer —me confió—. ¿Y quién no? Pero, ¿sabes?, lío, cuando necesitas una cosa, muchas veces se te presenta. El resto del tiempo aprendo a vivir sin ello. Si no lo haces... bueno, el sexo es una fuerza destructiva y puede desviarte completamente del camino que has elegido.»Una noche llevé en el coche a Jaime y a Gudrun a una velada de música celta en un bar de las montañas. Encontré un sitio confortable para colocarme en el bar, mientras Jaime cogía su ladrillo y se sentaba directamente delante de la banda rechazando las ofertas de cerveza. Gudrun, entretanto, se movía entre la gente al fondo del bar, bailando al ritmo de la música. Se ignoraron completamente el uno al otro hasta que, en el camino de regreso a casa, mediante diversos magreos en el asiento trasero del coche, Gudrun dejó bien claro cuáles eran sus intenciones.

A la mañana siguiente, mientras Gudrun se fumaba un cigarrillo en la terraza después del desayuno, Jaime se sentó a desayunar con nosotros. «¡Dios, es un auténtico tigre en la cama, tío!», observó. Miré a Ana levantando las cejas. Ya habíamos notado el aire de Gudrun, y a menudo nos habíamos entregado a un placentero debate en voz baja acerca de cuáles eran los signos de pasión absolutamente claros y cuáles eran los fortuitos. Por ejemplo, ¿era frotarse el cuello un signo más claro que mirar con complicidad a tu muesli?

Pero Jaime no era dado a tales sutilezas. «Voy a necesitar un montón de preservativos, tío —anunció—. Ana, cuando vayas al pueblo ¿puedes traerme unos preservativos? Me bastaría con cinco cajas.» Y después añadía con petulancia, reflexionando en voz alta: «¡Dios, qué cuerpo! Es la perfección, tío... ¡eh!, mejor tráeme diez cajas, anda».

Ana y yo fuimos al pueblo al día siguiente. Me acordé de los preservativos, y la relación de nuestros wwoofers floreció, regalándonos Jaime con frecuentes y explícitas descripciones de sus actividades. El arreglo no era lo que se dice romántico. De hecho, Jaime parecía considerarlo fundamentalmente como un recurso práctico para almacenar un poco de sexo, a la manera de los camellos, para el siguiente período de vacas flacas: «Ella sabe, tío, porque yo se lo he dicho, que esto es definitivamente una relación con fecha de caducidad».

Por supuesto resultaba bastante difícil sacar en claro de Gudrun qué es lo que pensaba ella, pero yo en cierto modo me resentía con la frialdad de Jaime. No creía ni por un momento que Gudrun fuese una pobre ingenua que estuviera sufriendo; para empezar, era ella la que había iniciado la relación, y había conseguido hacer comprender a Ana que solo la consideraba como una aventura de vacaciones. Pero me gusta ver un poco de cariño y vulnerabilidad entre los amantes jóvenes y, aparte del hecho de que siempre estábamos tropezándonos con ellos besuqueándose o magreándose, ninguno de los dos parecía evidenciar mucha ternura. Yo quería ver a Jaime atormentado por la pasión. Era por su bien.

Durante la época que conocí a Jaime, me pareció como un zapatero de agua, revoloteando por la superficie del profundo estanque de la vida. Pensaba que necesitaba ser más como esos seres plateados que se alimentan deslizándose por las profundidades del fondo. Desde la superficie del agua no se ve el fondo, sólo el reflejo del cielo. Y ésa es una impresión bastante falsa de la que depender.

Fueran cuales fuesen mis recelos sobre la vida sentimental de Jaime y de Gudrun, entre los dos formaban un magnífico equipo horticultor. Gudrun parecía comprender perfectamente las aspiraciones hortícolas de Ana y solo con intercambiar unos cuantos sonidos vocálicos durante el desayuno Gudrun sabía exactamente lo que hacer. Jaime, entretanto, estaba ocupado en la construcción de un nuevo camino que bajaría serpenteando desde la casa al huerto a través de un delgadísimo hilo de agua que de vez en cuando se convertía en un riachuelo.

En manos de Gudrun las plantas estaban a salvo, mientras que Jaime diseñó un camino y un pequeño puente de troncos atados de una belleza propia de la religión zen. Jaime era un artista imaginativo; cualquier tarea que emprendía la transformaba en una obra maestra creativa, aunque bien es cierto que no siempre resultaba esto totalmente práctico. Una vez se rompió el pestillo de la puerta de la calle y él se ofreció a cambiarlo. Después de pasarnos tres días con la casa abierta y vulnerable a los elementos y a los voraces animales, fuimos obsequiados con uno de los pestillos de forma más hermosa y de mejor ingeniería que jamás han adornado una puerta principal. Incluso ahora me da remordimiento usarlo con demasiada brusquedad, como si en cualquier momento fuera a ser reclamado al lugar que se merece en un museo.

Algunas veces Jaime comía con nosotros, pero normalmente se hacía él la comida. No era un cocinero extraordinario pero, insistía, sabía exactamente la ingesta diaria de calorías que necesitaba para mantenerse en buena forma. A principios de semana preparaba una gran olla de una bazofia de verduras que confeccionaba con prácticamente todo aquello a lo que podía echar mano. Todos los días la recalentaba y se servía dos cucharones para cenar. Calculaba la cantidad para que le durara toda la semana, y de esta forma solo tenía que guisar un día.

Hay que reconocer que Jaime estaba en una buena forma extraordinaria. Durante todos los meses del verano iba de un lado para otro vestido solo con unos pantalones cortos minúsculos para así lograr un buen bronceado uniforme. No le sobraba ni un solo gramo de grasa corporal, y tenía un tono muscular extraordinariamente bien desarrollado: unos firmes músculos abdominales sin rastro de gordura, unos pectorales anchos y bien definidos, unos atractivos y carnosos bíceps, tríceps y cuádriceps, y todo, en resumen, lo que necesita un hombre.

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