Read El Loro en el Limonero Online
Authors: Chris Stewart
Por otro lado, nos sentíamos en cierto modo responsables de quedarnos para vigilar lo que le sucedía a la tierra —no solo a nuestro propio cortijo, sino al valle y al panorama más amplio de Las Alpujarras. Aunque hubiésemos perdido la batalla de la presa, podíamos aceptarlo y utilizar lo que habíamos aprendido para batallas futuras.
En cualquier caso, estuvimos de acuerdo en que no iba a pasar nada durante algún tiempo. Nada sucede deprisa en España.
Por muy bonito que sea, no se duerme demasiado bien enfundado en un saco de dormir en un prado de montaña. Nos dimos vuelta tras vuelta, revolviéndonos y tintando mientras procurábamos que no nos deslumbrara la luz de la luna, pero fue solo al salir el sol cuando nos quedamos por fin dormidos. Y así permanecimos hasta que el astro estuvo lo suficientemente alto en el cielo como para empezar a calentar los sacos de dormir.
Salimos arrastrándonos de nuestros sacos, guiñando los ojos por la intensidad de la luz. Por todas partes a nuestro alrededor se habían abierto las gencianas, y la hierba estaba oculta bajo una nube de intensísimo azul. El cielo era de color azul claro, y allí estaban las oscuras rocas y la alfombra azul intenso del prado con su transparente lago en el centro. Nos parecía como si nos hubiésemos despertado en un mundo totalmente diferente.
Resultaba imposible decir nada; nos limitamos a quedarnos boquiabiertos. Nos hizo falta algún tiempo para acostumbrarnos al fenómeno pero después, poco a poco, bajamos de la nube y nos desayunamos con cerezas y agua de manantial. Todo ese dolor, todo ese ascenso implacable y sudoroso habían merecido la pena para poder despertar una mañana de tu vida en un lugar como éste. Ana estuvo de acuerdo conmigo.
Mientras estábamos sentados disfrutando del calor del día oímos un roce, un resbalar de rocas y por último el inconfundible tintineo del cencerro de una oveja. Uno de estos animales se deslizaba por la ladera pizarrosa de encima del prado y, al vernos, se detuvo, se agachó y se puso a hacer pis mientras nos miraba inexpresivamente. Se le unió otra oveja, que hizo exactamente lo mismo. Por alguna razón las ovejas siempre suelen hacer esto: cuando ven a una persona, se agachan y hacen pis —a menos, por supuesto, que se trate de carneros, en cuyo caso simplemente se quedan de pie y babean.
A este par de ovejas se le unió otra y luego otra, y pronto había todo un rebaño de varios centenares de ovejas bajando de las rocas a toda velocidad hacia el prado, balando y tintineando con docenas de cencerros. Se desplegaron por el valle, ocupándolo de un extremo al otro y, tras beber en el lago hasta saciarse, se pusieron a comerse las gencianas. Les llevó aproximadamente media hora, y cuando terminaron no quedaba ni una sola flor; el prado había vuelto a su verde habitual.
Ana y yo fuimos las últimas personas en ver las gencianas aquel año. Echamos a andar pendiente abajo mientras nos preguntábamos si acabábamos de ver demostrada alguna cuestión filosófica, aunque sin conseguir establecer de qué podía tratarse. Tal vez tuviera algo que ver con aprovechar el momento fugaz antes de que llegue algún condenado herbívoro y lo aproveche primero.
Nos hizo falta la mayor parte de un largo y caluroso día para regresar hasta Pampaneira y el coche. Exhaustos y silenciosos, fuimos bajando trabajosamente, sintiendo con cada sacudida un dolor intenso en los músculos de las rodillas y de los muslos. Al entrar en el valle, observamos una nube de polvo elevándose desde el cauce del río y oímos lo que nos pareció el estruendo de maquinaria pesada.
Cuando llegamos a nuestro puente tuvimos que esperar a que las ovejas de Domingo acabaran de cruzarlo. El propio Domingo estaba al otro lado, contándolas según iban pasando.
—Hay una máquina en el valle —anunció—. Ahí abajo en El Granadino. Han empezao la presa.
A la mañana siguiente nos encaminamos a El Granadino para ver por nosotros mismos lo que estaba haciendo la máquina en el cauce del río. Era un día de fuerte calor sin una brizna de aire, pero cerca del desfiladero siempre corre una brisa y, al aproximarnos a sus altas escarpaduras rojizas, sentimos un aire fresco en la cara. Trepamos por un montón de piedras. «¡Dios mío! ¡Mira eso!», exclamó Ana. Una enorme excavadora amarilla dormitaba bajo las paredes de roca. Junto a ella la superficie del acantilado había quedado desnuda, roída vorazmente por la máquina hasta quedar reducida a su esqueleto. Las mismas raíces de la montaña habían quedado limpias, como si fueran caries excavadas en una muela.
Nos quedamos mirando la espantosa escena en silencio; no había mucho que decir. Parecía tal intromisión, tal acto de violencia gratuita perpetrado en el tranquilo valle y en el cauce de su río, hasta entonces salpicado de rocas desparramadas sin orden. Había sido un lugar de perfecta tranquilidad. A veces veníamos aquí las tardes de verano para disfrutar de la brisa y sentarnos a mirar cómo las golondrinas y los murciélagos volaban casi a ras del agua, lanzándose de repente en picado para beber. Regresamos a paso lento río arriba, inmersos cada uno en nuestros propios pensamientos.
Al llegar al cortijo nos encontramos con Trev, ocupado en arrastrar mangueras de un lado para otro. Hacía tanto tiempo que no habíamos trabajado en serio y de modo organizado en la piscina que tardé un poco en asimilar las implicaciones que este hecho tenía.
—Buenas, maestro —le dije, con bastante más jovialidad de la que sentía—. No me digas que realmente vas a llenar de agua esta piscina...
—No sé que otra cosa podría hacer con estas mangueras —respondió lacónicamente mientras encajaba el extremo de la manguera entre dos rocas junto al estanque de los peces.
—Bueno, será interesante ver si la piscina se llena de agua antes de que el valle se llene de sedimentos —dije con tono sombrío.
Trev me miró de cerca.
—No es típico de ti hablar de ese modo.
—No te extrañes de que lo haga. Ana y yo acabamos de ir a echar un vistazo a la obra de la presa. Ya no nos quedan muchas dudas de que vaya a seguir adelante.
—Chris, no puedes pensar seriamente que toda esa inmensa superficie del valle vaya a llenarse mientras tú vivas. Incluso para alcanzar el nivel del establo la cola tendría que llegar casi hasta Torvizcón.
Torvizcón es un pueblo que está por lo menos seis kilómetros río arriba.
—¿De veras lo crees? Porque eso es exactamente lo que creo yo, solo que me resulta difícil tomar en serio mis propias opiniones.
—Mira —dijo Trev sentándose a mi lado—. No tienes más que mirar el tamaño de los valles de esos ríos. He estado haciendo algunos cálculos en mi ordenador. Por supuesto, no significan nada: nadie puede dar unas cifras reales para este tipo de cosas. Pero calculo que el volumen de limo que haría falta para alcanzar este nivel donde estamos ahora sentados serían varios miles de millones de metros cúbicos. Las probabilidades de que pierdas siquiera los campos del río mientras vivas son bastante remotas. Realmente no deberías preocuparte, ¿sabes?
El dictamen de Trev no era nada nuevo. Ya llevaba meses diciendo más o menos lo mismo mientras yo no hacía más que preocuparme por la presa. Pero de alguna manera esta vez sus palabras tuvieron eco, ejerciendo un efecto tranquilizador que me cogió por sorpresa. Dirigí una sonrisa a Trev.
—Quizás tengas razón, no deberíamos preocuparnos — dije volviéndome hacia la piscina—. Así que realmente vamos a poder nadar en ella por fin... Casi no puedo creerlo.
—Yo que tú no me entusiasmaría tanto...
—¿Por qué? ¿Cuándo estará llena?
—Pues, teniendo en cuenta su forma elíptica, el progresivo ensanchamiento de los escalones y el ángulo de inclinación entre la parte poco profunda y la profunda, y calculando un caudal lento de, digamos, once litros por minuto más algo de evaporación, debería llevar como nueve días. —Trev hizo una pausa para frotarse la nariz—. Eso, suponiendo que no utilices el agua para nada más.
Dirigimos la vista hacia el hilo de agua que poco a poco iba extendiéndose por el suelo alicatado de la ecosfera. Corría tan lentamente que resultaba difícil imaginar cómo iba a llegar hasta arriba alguna vez.
Tal como Manolo había señalado al principio, la gente que construye piscinas por estos lugares espera que estén listas para poderse bañar en ellas en un plazo de quince días. Pero no nuestra ecosfera (para nadar). Llevaba ya doce meses en construcción y ni siquiera estaba aún terminada. Trev todavía tenía que construir la noria, aunque por el momento había improvisado una bomba, mucho menos agradable desde el punto de vista estético y bastante menos eficiente.
Al igual que tantas otras veces desde que comenzó el disparatado proyecto, tanto Chloë como Ana se mostraron algo recelosas de mi entusiasmo. A medida que fueron pasando los meses y que aparecieron grandes huecos en el programa de trabajo mientras esperábamos a que nos llegara alguna pieza o material esencial, empezaron a sugerir que había tenido la imprudencia de dejarme subyugar por el arquitecto y sus maquinaciones. Luego habíamos recibido la noticia de la presa, y la piscina de ecosfera empezó a parecemos, incluyéndome a mí, una distracción frívola y costosa. Había semanas en que pasaba de largo por el lugar al parecer abandonado sin querer hacer frente a la idea de que todo ello podía ser un gran elefante blanco. Pero entonces reaparecía Trev y nos sentábamos al borde del agujero de hormigón con las piernas colgando mientras él me explicaba por centésima vez los cálculos de volumen y fuerza de ascensión, y la exquisita complejidad de la forma en sí de la piscina. Yo mantenía una especie de fe en el proyecto y me consolaba con la sencilla belleza del estanque de filtrado, con sus peces, sus rocas y carrizos, sus nenúfares y libélulas negras aterciopeladas, sus zapateros de agua y renacuajos, y la delgada culebra que había decidido instalarse allí.
Cada mañana yo echaba una mirada furtiva a la piscina para ver si realmente el nivel del agua había subido o no. Parecía estar igual, aunque Trev, que andaba enredando por los alrededores con un nivel y un metro o una regla de cálculo, me aseguraba que todo se estaba desarrollando de acuerdo con sus cálculos. Y entonces una mañana, nueve días más tarde, ahí estaba el agua rebosando y derramándose por el borde, corriendo por los canalillos de piedra y cayendo en cascada entre las rocas al estanque de los peces —ante la consternación de estos últimos. Trev la miraba pensativamente mientras se frotaba un lado de la nariz.
—¡Dios, Trev!... ¡Funciona! Mira, está llena de agua y funciona. ¡Es increíble!
—No —dijo Trev—. No está bien del todo; el agua corre por los canalillos demasiado deprisa para que los rayos ultravioletas sean totalmente eficaces en el proceso de purificación. Vamos a tener que subir los niveles una pizca.
—Vaya, eso es una lástima... a mí me parece que está bien así.
—Pues no, no lo está, pero servirá por el momento. Mañana me voy a Inglaterra. Lo arreglaré cuando vuelva.
—¿Cómo qué te vas a Inglaterra?
—Voy a hacer un curso.
—¿Qué tipo de curso?
—Desarrollo personal, en cierto sentido —dijo Trev con lo que me pareció un ligero aire de picardía.
—Entonces, ¿cuándo vuelves?
—Me voy por lo menos para un mes.
—¡Un mes! ¡Pero no puedes, todavía no has terminado la piscina!
—Estará bien así; os servirá para lo que queda de verano.
—Y si no funciona, ¿qué?
—Sí que funcionará. Sé que lo hará. He hecho los cálculos.
—¡Maldita sea, Trev, qué morro tienes, largándote sin más en mitad de un trabajo!
—Mira, aparte de todo, va a ser mucho más agradable para todos vosotros tener la piscina para vosotros solos durante el resto del verano, sin que esté yo rondando por ahí todo el tiempo. Además me tengo que ir mañana, o llegaré tarde al curso y no quiero perdérmelo...
—Está bien, pero ¿qué curso es ése?
Trev se puso a mirar fijamente la burbuja de su nivel.
—Sexo tántrico, con alojamiento para los participantes —dijo.
—Ajá, ahora comprendo —dije consideradamente—. No, no puedes llegar tarde a él.
Así pues, Trev se marchó a disfrutar de los placeres prohibidos de Yorkshire, dejándonos de este modo libres para hacer el tonto en las cristalinas aguas de nuestra nueva poza.
—Mira —le dije a Ana—. Hasta se ve el fondo.
—Mmmm —dijo—. Es verdad.
Pero al día siguiente el fondo había desaparecido por completo.
—Ya no se ve nada el fondo —observó Chloë.
—Sí, ya lo sé, pero eso es natural y, además, yo creo que un matiz verde hace que el agua tenga un aspecto todavía más apetitoso, ¿no te parece?
Chloë y Ana no estaban del todo convencidas. Y al día siguiente, varios de los escalones inferiores habían seguido la misma suerte que el fondo.
—Creo que le da un aspecto como de charca de bosque que le va bastante bien —sugerí en respuesta a sus críticas.
Pero a lo largo de los días siguientes la charca de bosque se convirtió en una sopa clara de miso, que iba espesándose y haciéndose más verde a un ritmo alarmante. Para el final de la semana se había convertido en un caldo opaco de verde mefítico con una capa viscosa flotando en la superficie. Yo era el único que seguía nadando en ella.
—Venga, Chris, ¿cómo puedes nadar ahí? —es una asquerosidad.
—Admito que no tiene un aspecto muy apetitoso, pero a menos que me equivoque creo que hoy está ligerísimamente más limpia... Casi se ve el segundo escalón.
Durante toda la semana había tratado por todos los medios de ser positivo. La viscosidad parecía significar que el sistema había fallado aunque, por lo que yo veía, todos los distintos elementos funcionaban a la perfección. Hacía sol para propulsar las bombas eléctricas durante todas las largas horas del día, por lo que el agua seguía siendo elevada a la perfección hasta el filtro de arena, desde donde se filtraba a un ritmo adecuado para regresar al fondo de la piscina y crear allí su corriente circulatoria. A continuación se desbordaba por la parte de arriba, y el sol impregnaba con sus rayos ultravioletas las láminas de agua que corrían formando una capa fina por los canalillos de piedra. Desde allí caía al estanque de los peces en donde éstos se zampaban ávidamente las algas y demás microorganismos adversos a la claridad del agua de nuestra piscina. Todo esto parecía funcionar... así pues, ¿qué era lo que fallaba?
La rabia estaba empezando a anidar en algún lugar de mi corazón. Todo este proyecto de la piscina era una cagada, un fallo; me habían embaucado y yo había hecho el primo. Aquí estábamos mi familia y yo, desconsolados junto al borde de una cubeta de agua de aspecto siniestro donde hasta el más pestilente de los hipopótamos dudaría en revolcarse, mientras el arquitecto de este asqueroso proyecto se encontraba en el norte de Inglaterra retozando con las huríes de Hull. Era absolutamente humillante. De pronto me sentí avergonzado por haber tenido tanta fe en su prognosis de la presa. Evidentemente ese hombre no tenía ni idea.