Read El Loro en el Limonero Online
Authors: Chris Stewart
Después de mucho rato, un personaje de aspecto muy importante vestido con chaqueta de tweed y corbata apareció por la esquina del pasillo.
—Por fin —nos dijimos el uno al otro—. Éste será Juan Manuel Baldomero.
Nos pusimos de pie para estrecharle la mano y, después de presentarnos, le mostramos la carta, a la que echó un vistazo con un aire de concentración un tanto exagerado. Después nos miró por encima de sus gafas y la volvió a leer otra vez, hasta que finalmente, enfrascado aún en la lectura de la carta, nos condujo al despacho. Nos sentamos en unas sillas de madera al otro lado de la mesa.
—Bueno, pues... —dijo quitándose las gafas—. Para esto van a tener que ver a Juan Manuel Baldomero.
—Sí, pero está tomando café —contestamos.
—Así es —dijo nuestro nuevo amigo—. De todas formas, podrían esperarle en el despacho. Estarán más cómodos y, mientras tanto, pueden echarle una ojeada a estos papeles.
Rebuscó un poco por la mesa y empujó hacia nosotros una carpeta verde del grosor de un ladrillo puesto de lado.
—Pero ¿qué va a decir Juan Manuel Baldomero cuando se encuentre con dos desconocidos sentados a su mesa curioseando en sus carpetas? —pregunté.
—Oh, no le importará nada. Voy a ver si lo encuentro —dijo, y desapareció por el pasillo dejándonos solos con la carpeta en el despacho.
Ya solo quedaba alrededor de una hora antes de que la oficina cerrara para el almuerzo, por lo que Ana y yo comenzamos a rebuscar con urgencia en la carpeta, contentos de ir al fin a lo esencial. La mayor parte del contenido era un galimatías absolutamente incomprensible: resmas de memorandos administrativos, páginas de gráficos y de tablas y de gráficas circulares, montañas de cartas de un «excelentísimo» organismo a otro, repletas de respetuosa estima y redactadas en la más incomprensible de las jergas. Hace falta ser un determinado tipo de persona, bien versada en las artes de la administración, para echar un rápido vistazo a un montón de ese calibre sin agobiarse. Al cabo de unos minutos los ojos estaban empezando a quedárseme vidriados. Sin embargo a Ana, que tiene alguna nebulosa titulación en Ciencias empresariales, parecía dársele bastante mejor.
—¿Qué es lo que estamos buscando en realidad? —le pregunté, dejando en la mesa mi mitad correspondiente de papeles de la carpeta.
—Cualquier cosa sobre El Valero, los ríos y el proyecto hidroeléctrico —me susurró con complicidad—. La empresa que lo propuso se llamaba Saltos de Sierra Nevada.
—Aquí está, Saltos de Sierra Nevada —exclamé, bastante satisfecho de haber tropezado con ello tan pronto. Había todo un lote de papeles que versaban sobre el proyecto.
Nos pusimos a estudiarlos ávidamente, página tras página de permisos y pronósticos y mediciones; y entonces, hacia el final, nos encontramos con una página titulada «Acequia del Valero».
—Fíjate —le dije a Ana—. ¡Toda una página dedicada a nosotros!
Me callé y ambos empezamos a leer la página y a mirar el dibujo. Al parecer el proyecto «Saltos de Sierra Nevada» no estaba archivado en absoluto, sino que en su lugar la empresa se había echado un poco hacia atrás y estaba reduciendo la escala del proyecto. Ana y yo hicimos una pausa durante unos momentos para digerir la información.
Rompí el silencio.
—Bueno... es malo pero no tanto, ¿sabes? La central no tendrá tanto impacto sobre el río, y no será una monstruosidad tan grande... —dije dejando la frase sin terminar.
Ana no escuchaba. Estaba estudiando el reverso de la página y se había quedado lívida.
—¿Qué es lo que pasa? —exclamé.
Mi mujer me acercó la página. Había un dibujo de una presa, con elevaciones detalladas y referencias cartográficas. El encabezamiento rezaba «Propuesta de Presa de Retención en El Cerrado del Granadino», y debajo del dibujo había una carta diciendo que Saltos de Sierra Nevada trasladaría su proyecto de central hidroeléctrica teniendo en cuenta la elevación del lecho del río ocasionada por la construcción de la nueva presa, y que no exigiría a la Confederación ninguna indemnización por esta pérdida.
Ana se había quedado callada. El Granadino se encuentra a apenas un kilómetro río abajo de nuestra casa, y lo que teníamos delante era una propuesta para la construcción de una presa en nuestro valle: precisamente la presa que yo había temido desde que compramos el cortijo. La propuesta era específica. La presa no era para abastecimiento de agua ni de hidroelectricidad. Su función era algo totalmente diferente; se trataba de un filtro para impedir que los sedimentos fluviales y las piedras llegaran hasta la inmensa nueva presa de Rules, cerca de la costa. Rules era uno de los trabajos de ingeniería de mayor envergadura que se habían llevado a cabo nunca en España, con una longitud de 900 metros y un presupuesto de 40.000 millones de pesetas.
Nosotros no éramos más que un pequeño detalle dentro de este gran proyecto, pero la hoja que teníamos delante indicaba el papel que iba a desempeñar nuestro valle. La presa de filtración de El Granadino tendría cincuenta metros de altura y sería porosa, por lo que el valle acabaría inundado, no de agua, sino de sedimentos fluviales acumulados tras la presa. Éstos se elevarían hasta la curva de nivel de los 425 metros, señalada con un trazo grueso en el mapa. La altitud que había marcada para el cerro que hay en la parte baja de nuestro cortijo era 404 metros. Podíamos perder la totalidad de El Valero.
Mientras Ana y yo nos mirábamos con incredulidad, apareció por la puerta otro hombre importante y bien trajeado con chaqueta de tweed y corbata, que se presentó como Juan Manuel Baldomero.
—Ah, están mirando el expediente —dijo—. ¿Han encontrado algo que les resulte de interés?
—Pues sí, en realidad sí que hemos encontrado algo —repliqué.
Dirigió la mirada al expediente mientras se frotaba el bigote con el dedo pulgar.
—Mmmm, El Granadino, la presa de retención.
—Está sólo un poco más abajo de nuestro cortijo —le espeté—. Con esa altura parece que la presa va a sepultarlo por completo bajo el limo. Necesitamos saber si esto va a suceder y caso de que suceda, cuándo.
—Como usted comprenderá, es un asunto de enorme importancia para nosotros —añadió Ana en voz baja.
Baldomero se frotó de nuevo el bigote.
—Bien —dijo enunciando cuidadosamente—. Ustedes hablan español, me imagino.
—Así es —dijimos.
En ese preciso momento, el hombre que nos había conducido al despacho entró y se nos acercó, uniéndose a nuestro corrillo alrededor de la mesa. Cogió el documento y echó una rápida ojeada a la página culpable. Evidentemente era algo que había visto con frecuencia.
—Bien —prosiguió Baldomero—. Tienen que tener en cuenta que en estos momentos esto no es más que una posibilidad. No se ha concedido ningún permiso y aún no está sucediendo nada.
Y pasó a explicarnos que había una serie de obstáculos con los que podía tropezar un proyecto de tal envergadura, por lo que resultaba algo prematuro preocuparse por la posibilidad de tener que cultivar bajo el agua o, ni que decir tiene, bajo el limo.
Eran unas palabras comprensivas que habrían resultado enormemente tranquilizadoras si hubiéramos podido creérnoslas. Para entonces, Ana había clavado los ojos en el primer hombre trajeado con chaqueta de tweed. Él parecía entender que su opinión también era necesaria y, de un modo ligeramente más escueto, repitió las observaciones de su colega.
—Sí, es cierto. Aún no hay nada definitivo, e incluso en el peor de los casos —el peor desde el punto de vista de ustedes— tendrían que pasar muchos años antes de que el río depositara suficiente cantidad de limo para suponer una grave amenaza para su cortijo.
—¿Cuántos? —preguntó Ana.
Don Traje la miró desconcertado.
—Años —explicó mi mujer.
El hombre se encogió de hombros y extendió las manos.
—Eso nadie lo puede saber. El río es poco fiable. Realmente, lo único que podemos hacer es mantenerles informados. Y por supuesto, aunque no pueda darle ninguna garantía, en realidad este proyecto no debería ser un grave motivo de preocupación para ustedes.
Estos repetidos intentos por calmar nuestros temores estaban resultando cada vez más desconcertantes.
—Mire usted... —dije con un tono de voz un poco más alto de lo que pretendía. Ana me lanzó una mirada—. Mire, hemos planeado vivir el resto de nuestras vidas en este cortijo. ¿Ustedes nos recomiendan que continuemos con este plan, que plantemos árboles, construyamos, invirtamos en él nuestro tiempo y nuestro dinero? Necesitamos saberlo.
Los dos hombres miraron un mapa topográfico que Baldomero había abierto sobre la mesa. Era un mapa de escala muy grande con todas las curvas de nivel claramente marcadas.
—No estoy seguro de que estemos en situación de responder de manera concluyente a eso. Hay demasiadas incertidumbres. Sabremos mucho más dentro de un año —respondió Baldomero.
—Pero, si estuviera en nuestro lugar, ¿invertiría la mayor parte de sus ahorros en ese lugar? —preguntó Ana mirando directamente a Don Traje.
Hubo una pausa.
—No —contestó—. Creo que no lo haría.
Ya había llegado la hora de comer. Ana y yo encontramos un bar no lejos de la Confederación y nos instalamos en él para asimilar la enormidad de lo que acabábamos de descubrir. Pedimos una botella de vino y algún tipo de pescado; el pescado de Málaga es legendario, pero igual podíamos haber estado comiendo palitos de pescado fríos. Le di la mano a Ana por debajo de la mesa y se la apreté, sonriéndole con algo de tristeza.
—En fin, podía haber sido mucho peor —dije.
—Sabía que ibas a decir eso —me contestó con una débil sonrisa.
—Y yo sabía que sabías que lo iba a decir. Por eso lo he dicho. Pero ¿sabes lo que estoy pensando?
—No, dímelo —dijo Ana.
—Bueno, pues que es un valle enorme que va a tardar muchísimo tiempo en rellenarse. Me parece que haría falta una eternidad incluso para que llegara hasta el establo de las ovejas. Y para entonces tú, yo y quizás hasta Chloë seremos demasiado viejos para que nos importe. Y también las ovejas.
—¡Eso lo dirás por ti! —rezongó.
En cualquier caso, durante aquella comida tomamos una decisión. Íbamos a averiguar todo lo que pudiéramos sobre el proyecto de la presa y, si fuera necesario, trataríamos de luchar contra él. Pero ninguno de los dos nos dejaríamos arrastrar por el abatimiento. Resolvimos en aquel momento ser positivos, y el primer paso positivo que íbamos a dar era consultar al grupo ecologista local.
Y diciendo esto, salimos con paso enérgico del restaurante charlando animadamente y con excelente buen humor sobre unos temas que no nos interesaban en absoluto.
Domingo fue la primera persona a quien consultamos sobre la propuesta de la presa, pero su reacción fue decepcionante. Como es típico de los españoles del campo cuando se enfrentan con el poder del estado, se mostró flemático y fatalista. «Quién sabe —dijo encogiéndose de hombros—. Si hacen la presa, a lo mejor no funciona y a lo mejor sí. Pero no se pueden parar los proyectos grandes. Los campesinos no contamos pa' ná con los que tienen el poder.» Ésta era también la opinión general en Tíjola: cuando se trata de la autoridad, no hay nada que hacer.
Sin embargo, a la semana siguiente nos encontramos con Gary, un amigo carpintero de Capileira, que nos habló de la «Unión Verde Alpujarreña», de la que él era miembro. Nos sugirió que lleváramos nuestra información al grupo para que fuera sometida a estudio: la idea nos agradó; nos parecía un buen paso positivo.
Pero resultó que no tuvimos ocasión de pronunciar unas palabras ante la UVA, pues unos días más tarde nos encontramos de nuevo con Gary, que nos contó una triste historia. Había ido a la reunión mensual con la intención de hablarle al grupo de la amenaza de la presa y esperando que se adoptara una propuesta suya —un asunto sencillo con que se pudieran estrenar. Su propuesta implicaba quitar los montones de basura que se habían ido acumulando a lo largo de los años alrededor de una fuente situada junto al pueblo de Ferreirola. Gary calculaba que se trataba de un proyecto que debía estar más o menos dentro de la capacidad organizativa del grupo. Pero cuando llegó a la reunión con su propuesta bajo el brazo, el grupo ya estaba enzarzado en un apasionado debate. Había un tema radical en el programa: la prohibición de la producción de plásticos en todo el mundo. Después de una hora o más de furiosa polémica, durante la cual Gary intentó varias veces presentar su propuesta sin conseguirlo, la moción de los plásticos se sometió a votación.
—Fue la primera moción aprobada por unanimidad en toda la historia del grupo —dijo Gary con una sonrisa de resignación—. Hubo alguna duda acerca de cómo iban a ponerla en práctica, pero eso pronto fue olvidado cuando el tesorero se levantó para hacer un informe sobre la situación financiera. La UVA se encontraba prácticamente sin fondos: de hecho, solo quedaba dinero suficiente para invitar a los reunidos a una o dos rondas de copas. Así es que presentamos a votación disolver la reunión y trasladarnos al bar, lo que de nuevo fue aprobado por unanimidad.
—Pero ¿dónde nos deja eso a nosotros? —nos preguntamos.
—Siempre podríais probar con José Luis y su «Colectivo ecologista» de Tablones —sugirió Gary—. De todos modos, probablemente serían mucho más eficaces que la UVA.
Los del «Colectivo ecologista», nos dijo Gary, eran gente seria. Ellos sabrían cómo hacer las debidas averiguaciones, y José Luis era una figura de verdadero peso —no solo un radical de bar. Era un activista hasta la médula, un hombre grande como un oso que se ganaba la vida enseñando a aspirantes a fontaneros en Albuñol, un pueblo rodeado de un horroroso mar de invernaderos de plástico. Se había trasladado a Las Alpujarras desde Santander, e incluso después de cinco años de residencia era considerado un forastero por sus vecinos. Sin embargo, dedicaba casi todo su tiempo libre a problemas medioambientales locales y había adquirido fama de sacar a la luz proyectos urbanísticos corruptos e ilegales y fastidiarles el asunto. Sus armas eran una cierta perspicacia legal, la capacidad de penetrar las turbiedades de la burocracia y una sordera a las amenazas y los sobornos.
Tan pronto como Gary me dio la idea de contactar a José Luis, empecé a oír hablar de él por todos lados. Al parecer, el Colectivo tenía tras de sí un buen historial. El año anterior habían organizado una protesta contra un proyecto para construir una fábrica de asfalto en Tablones que, si hubiese seguido adelante, habría contaminado la atmósfera y casi con seguridad también el río. Se descubrió que los planes eran ilegales, por lo que tuvieron que darles carpetazo. Y lo mismo sucedió con el proyecto para abrir una cantera en un lugar cercano: lo que se temía en este caso era que el polvo se extendiera sobre una superficie de muchos kilómetros cuadrados de terrenos agrícolas, destruyendo árboles y cosechas. José Luis había descubierto, entre otras irregularidades, que el emplazamiento del proyecto era Patrimonio de la Juventud, mantenido en fideicomiso para los jóvenes del municipio y que por lo tanto no podía ser tocado. El santanderino había ventilado ese tema, entre otros, ante el ayuntamiento, y el alcalde lo había paralizado.