El Loro en el Limonero (17 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: El Loro en el Limonero
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Más tarde, volvimos a cargar los trastos en la furgoneta y nos marchamos camino abajo. Miguelillo todavía estaba sentado debajo de su higuera en el cruce. José detuvo el coche y le miró bañándolo en una nube de humo de tabaco.

—Ahora querrás enseñarnos el camino de vuelta, ¿no?

Miguelillo se quedó pensativo un rato y después, viéndome en el asiento del pasajero mirándole, decidió que no.

—Gracias, pero primero tengo que hacer unas cosillas. Ya volveré por mi cuenta.

Un loro en el limonero

Junto a nuestra vivienda rural de alquiler, El Duque, hay un limonero. Brotó de una pepita de limón que plantamos sin saber por aquellos días que probablemente no saldría de ella la clase de limonero que esperábamos —es decir, sin saber que el árbol nacido de nuestra pepita podría no dar limones del mismo tipo que aquél del que la habíamos extraído, sino que había más probabilidades de que fuera un fruto primitivo, amargo y de gruesa cáscara, procedente de los albores de la historia de los limones. Normalmente los limoneros crecen muy despacio, pero a consecuencia de una extraña coincidencia —o tal vez porque había conseguido introducir sus raíces en la tubería del alcantarillado— al cabo de cinco años se había convertido en un frondoso árbol de gran tamaño repleto de dulcísimos limones. Te podías pasar de buena gana la tarde entera dormitando a su sombra. Este árbol se yergue junto a la puerta de la casa.

Una mañana de julio, al pasar Ana bajo el limonero llevando en los brazos un saco de ropa para lavar, bajó revoloteando un objeto verde brillante con plumas y aterrizó en su hombro. Se trataba de un loro —un ave que no se suele ver mucho en Andalucía. Se quedó posado tranquilamente, mirándola con la cabeza ladeada, quieto mientras mi mujer abría el maletero del coche y metía la ropa.

—Hola —dijo Ana, que no es una persona a quien pille por sorpresa un acontecimiento de este tipo—. ¿Así que quieres venir a casa conmigo?

El loro se colocó más cerca de su cabeza y le picoteó la oreja de un modo que ella consideró amistoso.

—Bien, pues no sería mala cosa tener nuestro propio loro, pero vamos a ver primero si Antonia sabe algo sobre ti —sugirió Ana.

Antonia era la persona más indicada a quien preguntar sobre loros porque durante los dos últimos años había estado cuidando de Yacko, el loro gris africano de su familia holandesa. Yacko es viejísimo y, como consecuencia de haber adquirido el vicio de picotearse las plumas, tiene el aspecto de un pequeño pavo desplumado, con un pico enorme y una pluma de color escarlata saliéndole del trasero. Desde que se vino al sur se ha pasado la mayor parte del tiempo escondido detrás de la nevera, desde donde contempla con resentimiento una delgada franja de paisaje alpujarreño, añorando sin duda los pólderes, los tulipanes y los cielos grises de su tierra.

Cuando llegó Ana con un loro extraviado en el hombro, Yacko no pudo evitar asomar un poco el pico desde su rincón de detrás de la nevera para echar una ojeada. Tras emitir un graznido de mil demonios se escabulló hacia atrás, quedándose atascado entre las tuberías. Yacko también hace esto con las personas, aunque de modo menos dramático, como si fuera una ancianita chismosa retirándose tras los visillos de su casa. Sin embargo, más tarde me pregunté si es que Yacko no habría notado entonces algún defecto de personalidad profundo e irremediable en el loro que le había llovido del cielo a Ana.

Antonia no había oído nada sobre un animal de compañía perdido, pero prometió hacer correr la voz por el valle y en el pueblo. Entretanto, llenó a Ana de semillas y consejos útiles para la alimentación y cuidado general del ave. Al loro pareció gustarle la idea de irse a casa con Ana, aferrándose a su hombro mientras ésta subía al asiento delantero y ponía en marcha el motor. Entonces, mientras el coche avanzaba dando tumbos por el valle hacia El Valero, se colocó con delicadeza en el respaldo del asiento del pasajero como para pasar revista a su nuevo hogar.

Durante los quince días siguientes nos dedicamos a preguntar si alguien había perdido un loro. Nadie sabía nada y la opinión general en la comarca era que lo había enviado la providencia. A nosotros eso nos venía bien, pues siempre habíamos querido un loro pero no estábamos dispuestos a apoyar un comercio cuestionable comprando uno en una pajarería.

Domingo, siempre al tanto de todo, sugirió que nuestro loro podía haberse escapado del parque ornitológico Loro Sexi (nombrado, por extraño que parezca, en honor de un almirante fenicio) de la costa. Otra atractiva teoría provenía de Rachel, que se dedica a confeccionar exquisitas joyas en su cortijo de las cercanías de Órgiva.

—Entonces fuisteis vosotros los que os quedasteis con el loro —dijo con un inconfundible tono acusador.

—¿Qué diantres quieres decir con eso? —le pregunté.

—Pues que si deseas con fuerza suficiente tener un loro y tu energía es la correcta, te llegará un loro. Yo quería uno, ¿comprendes? Sentía que era el momento adecuado para tener un loro, por lo que construí una gran jaula y le dejé la puerta abierta, y entonces comencé a tratar de reunir la energía necesaria para que viniera un loro...

—Rachel, me parece que estás completamente chiflada.

—No, espera, el viernes pasado estaba dando un paseo, el mismo día que encontrasteis vuestro loro, ¿vale? Bueno, pues estaba caminando por el cauce del río, concentrándome en el tipo específico de loro que quería que apareciese. De repente sopló una ráfaga de viento y apareció una nube de polvo a mis pies. Por supuesto, pensé que era mi loro, pero cuando me agaché para cogerlo era un pájaro muerto, tan pequeño como un guijarro. De modo que, ¿lo ves?, parece ser que vosotros conseguisteis el loro y yo el pájaro muerto... siempre me pasa lo mismo...

—Mira, Rachel, lo siento, no fue nuestra intención quitarte el loro, pero no creo que haya ya ninguna posibilidad de trasladarlo. Se ha pegado a Ana de una manera tremenda.

—No, no, por supuesto. Disfrutad de vuestro loro. Yo seguiré trabajando con la energía y, quién sabe, tal vez la próxima vez tendré mejor suerte.

En realidad nuestro loro resultó no ser en absoluto un loro, sino un perico monje y, en la opinión de todo el mundo, un macho. Establecer el sexo de un loro no es un asunto fácil, a menos que dé la casualidad de que seas un loro, o tengas acceso a la prueba del ADN, o descubras a tu loro empollando un huevo. En cambio, establecer las diferencias entre un perico y un loro es fácil. Los pericos son de tamaño bastante más pequeño, a medio camino entre un periquito y un guacamayo. Nuestro ejemplar es de color verde luminiscente con panza gris, un gran pico anaranjado y las puntas de las alas y de la cola de un precioso color azul.

Al principio le llamamos Lorca, pero el nombre del gran poeta le venía grande y pesado —simplemente parecía demasiado noble para nuestro pequeño intruso plumoso. Después, un día a la hora de comer, Ana se encontraba mirando al perico picotear un trozo de jamón del plato de Chloë. Ana sujetó en el aire otro pedazo. «Aquí, Porca», le llamó. A esto sucedió un aleteo mientras nuestro loro hacía suyos su golosina y su nombre.

Porca se sintió en su casa desde el mismo momento en que llegó. Inspeccionó a todos los perros y gatos desde la eminencia del hombro de Ana o lo alto de su cabeza, e hizo balance de su nuevo reino y sus súbditos. En cuestión de unos días había conseguido someter los elementos más revoltosos y establecer una jerarquía, en cuya cúspide se encontraba él, como una especie de segundo de a bordo de Ana. Por debajo de ellos venía un orden amorfo de diferentes perros y gatos, así como Chloë y, por último, aproximadamente en el puesto número once o doce, yo.

Resulta de lo más humillante, pero cualquier intento que hago por ser ascendido se ve firmemente rebatido. Si trato de mimarlo, por ejemplo ofreciéndole un pedazo de cáscara de plátano (que Porca parece preferir a la fruta), lo picotea durante unos momentos y después muestra su desprecio por mi intento de congraciarme con él propinándome un fuerte picotazo en el dedo.

Porca vive en libertad, y el territorio que ha elegido es el cuarto de baño, donde se pasa toda la noche posado en los grifos de la ducha, que Ana ha cubierto indulgentemente con unos cartones de rollos de papel higiénico gastados para que el loro se encuentre más cómodo. Desde allí el animal lanza feroces ataques sobre cualquiera que entre por alguna razón en el cuarto de baño.

Porca es muy especial con la presencia, no solo de huéspedes, sino también de objetos en su cuarto de baño. Más que nada, detesta la presencia del vaso de dientes de plástico azul sobre la funda de la lavadora, por lo que yo a veces, para resarcirme, lo coloco cuidadosamente en ese mismo sitio. Nunca deja de enrabiarle. Enfurecido, se lanza desde su grifo sobre el vaso culpable, tratando de empujarlo hacia el retrete abierto para marcarse el anhelado tanto y ver flotar el odiado objeto en las aguas de su interior. Se le puede atormentar aún más llenando el vaso de agua para que no pueda moverlo, o cerrando la tapa del retrete. Éstas son mis pequeñas venganzas contra mi rival.

Durante el día Porca se mueve por todos lados, revoloteando por la parte superior de los postigos, las encimeras, los hombros y las cabezas de las personas y, cuando hace buen tiempo, por todo el cortijo. Su habilidad en el vuelo es algo digno de ser visto, especialmente en la casa, donde se ve obligado a tomar curvas cerradas, ascender de improviso y cambiar rápidamente de dirección para esquivar los obstáculos que encuentra en su camino —puertas inesperadamente cerradas, o perros y gatos con intenciones no del todo favorables para su bienestar.

Puede detenerse y darse la vuelta en el aire con una precisión pasmosa, y ha desarrollado una astuta estrategia para atravesar la cortina de flecos. Antes solía aterrizar primero, atravesar la cortina andando y echar luego a volar de nuevo, pero eso suponía una ocasión para que los gatos hicieran un intento de atraparlo, por lo que ha perfeccionado laboriosamente la técnica de aterrizar en la cortina, separar los flecos de cuentas con las patas, asomar la cabeza y el cuerpo por el hueco y, después, dejándose caer al otro lado, volver a elevarse de nuevo con un aleteo antes de que sus patas toquen el felpudo.

Además de su devoción a Ana, la otra obsesión de Porca es construir nidos. Durante un tiempo nos preguntamos si nos habíamos equivocado de sexo, pero de hecho son los machos los que se encargan de la mayor parte de la construcción en el mundo de los loros. Día tras día, Porca se dedicaba a volar por la casa y el jardín recogiendo un desconcertante surtido de cachivaches: palillos chinos, cordel de empacar, trozos de papel, ramitas, bolígrafos y cepillos de dientes. Resulta difícil imaginar cómo obtienen los loros estos pertrechos en las selvas del Brasil.

Una vez recogidos estos materiales, los colocaba de tal manera que ni siquiera con la imaginación más vivida podía verse la menor semejanza a un nido. Algunos objetos los apoyaba contra las patas de una silla; el cordel era entretejido entre patas y palillos; colocaba un cepillo de uñas de plástico en el lugar de honor en el centro; y para mantener el delicado equilibrio arquitectónico, aquí y allá dejaba briznas de hierba toscamente colocadas.

Porca seguía trabajando, seria y frenéticamente, insensible a mis burlas ante sus esfuerzos. Era cruel por mi parte ridiculizarlo, puesto que su incompetencia se debía sin duda al hecho de haber nacido en cautividad y a que sus padres no sabían o no pudieron transmitirle la información que necesitaba. Sin embargo, estoy seguro de que si Porca hubiera estado adecuadamente equipado, se habría reído a carcajadas de las desgracias e incompetencia de todos los demás.

Fuera de la casa, Porca suele posarse en la acacia, donde se dedica a ignorar deliberadamente a las palomas —humildes criaturas— o a gandulear en su comedero, un cachivache rústico que improvisé para él esperando así poder hacer en paz un día mis abluciones en el cuarto de baño.

A veces, se lanza en picado hacia abajo, sobrevolando el cortijo para llegar hasta el valle allá lejos. Ana considera a Porca como una especie de halcón. Se pone de pie al borde de la terraza, con el loro posado en el brazo en espera de su orden. Entonces, con un hábil golpe de muñeca, lo lanza surcando el aire hacia el valle con un graznido. «¡Uiiiiiii! », grita Ana. Porca se mueve como un cohete y, cuando el sol le da en las alas, lanza un destello verde como si se tratase de una esmeralda volante.

Una mañana, mientras subía por el río Cádiar montado en su burra, Domingo se quedó asombrado al ver un batir de alas verdes acompañado de la llegada del loro, al que apenas conocía. Porca se posó entre las enormes orejas de la burra, semejante a un piloto que guiara su barco río arriba, contempló el paisaje durante unos momentos y después remontó el vuelo con un graznido. Actualmente, muchas veces se va volando para posarse en el hombro de Domingo y mirarle mientras trabaja en los campos del río. Domingo le da de comer habas, que le encantan, y Porca las coge delicadamente de sus dedos.

Yo probé a hacerlo una vez y nunca más repetí.

Sin embargo, cerca del final de su primer verano, le sucedió algo a Porca que hasta le aseguró mis simpatías: fue pisado por un caballo.

Ni siquiera ahora estoy del todo seguro de cómo sucedió. Me encontraba ayudando a Pepe el herrero a herrar a Lola cuando noté enredando por el suelo una cosa de color un poquitín más verde que la hierba. Nunca he entendido el atractivo que tienen las virutas de los cascos para los animales, pero a los perros les vuelve locos su sabor, y Porca seguramente estaba peleándose con ellos por una parte. Entonces Pepe dio un martillazo al último remache y dejó caer la pata de la yegua. Un chillido desgarrador atravesó el aire. Porca se había quedado atrapado debajo de Lola y, entre graznidos y aleteos, trataba de escaparse de la monstruosa pezuña que lo aprisionaba.

Lola por supuesto no era consciente en absoluto de que estuviera sucediendo nada por la parte inferior de sus cuartos traseros, y permanecía firme e impertérrita. Me hicieron falta un par de segundos para darme cuenta de lo que había pasado. Me apoyé en ella con todas mis fuerzas y le levanté la pata. Porca salió disparado en un torbellino de alas y, chillando como un cerdo degollado, echó a volar hacia la casa.

Para cuando llegué jadeando a la cocina, la habitación se había convertido en un escenario del dolor. El pobre Porca yacía triste y lastimado en el pecho de Ana, con la cabeza apoyada en su cuello, mientras mi mujer le miraba afligida y le acariciaba las plumas despeluchadas del lomo. Chloë, a quien el loro había hecho sufrir casi tanto como a mí, estaba desolada, como lo estábamos todos. Yo pensaba que Porca tenía posibilidad de sobrevivir a causa de la energía que había desplegado al alejarse volando del lugar del accidente, pero no cabía duda de que era un perico muy disminuido. Toda su agresividad y sus poses de machismo habían desaparecido mientras yacía flácido y triste, mirando con dolorosa adoración la cara de su amada Ana.

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