Read El Loro en el Limonero Online
Authors: Chris Stewart
Sin embargo Genesis era un grupo con gran dedicación, y seguimos adelante con aquello de la música. Pero mi propio papel en su historia casi había finalizado. Posé con aire seductor para unas cuantas fotos publicitarias y más tarde, ante la insistencia de mis padres, regresé al colegio. Los demás, cuyos padres tenían una opinión más liberal de la música pop como opción de carrera, lo dejaron y se pusieron a hacer un álbum. Necesitaban un batería de más sustancia, por lo que me pusieron de patitas en la calle.
Fue una buena decisión por su parte —yo no era un buen batería— y no iba a convertirme nunca en Phil Collins. Pero en aquel momento me quedé destrozado. Me parecía casi tan malo como perder a Eva. Pero entonces Peter Gabriel se presentó con un cheque por la extraordinaria suma de 300 libras esterlinas. Al parecer Jonathan King quería dejarlo todo bien arreglado, y el firmar un papel resolvía la cuestión de los posibles derechos futuros sobre las grabaciones.
Apenas daba crédito a mi buena suerte. Eso era mucho dinero.
Al año siguiente dejé el colegio —sólo con un examen aprobado, el de Arte. Como ninguna carrera me atraía especialmente, decidí que por qué no volver a intentar hacerme batería profesional. Tomé algunas lecciones de música de tambor y puse un anuncio en Melody Maker, el periódico de los músicos, que rezaba de la manera siguiente: «Caballero de 18 años busca colocación como batería».
Tal como esperaba de un anuncio con estilo tan excéntrico, recibí unas excéntricas respuestas. Una de ellas era de una tal Gran Banda de Glen Miller que tocaba en el bar Haré and Hounds de Brighton los jueves por la noche —la llamaban una «banda de ensayo y bebida». Me senté con ellos unas pocas veces y acabé totalmente borracho. La otra respuesta (solo hubo dos) era del «Circo de Sir Robert Fossett», que se ganaba la vida recorriendo la región de las Midlands y el norte de Gran Bretaña.
Henry Harris, un payaso bastante viejo y de aspecto clásicamente triste que, cuando no se encontraba de gira, vivía en un camping para caravanas en las afueras de Brighton, fue quien me hizo la entrevista y me dio el puesto. Parte del número de Henry consistía en dar vueltas alrededor de la pista con la gracia de un elefante, tocando «My Blue Heaven» con la trompeta mientras le salía humo de todos los orificios no directamente relacionados con la operación de tocar el instrumento.
El otro miembro de la orquesta del circo era un hombre meticuloso y pulcramente ataviado llamado Ken Baker. Medio polaco y bastante afeminado, tenía las manos delicadas que me habría gustado tener para tocar la guitarra, y tocaba esa abominación entre los instrumentos musicales, el órgano eléctrico.
—Me alegro muchísimo de conocerte, Chris —me dijo con entusiasmo cuando nos encontramos por primera vez—. Estoy seguro de que vamos a formar un equipo absolutamente maravilloso.
Inauguramos la temporada de verano de 1972 en el Queens Hall de Leeds. Ataviados con chaquetas rojas de lentejuelas y corbatas de pajarita, Ken y yo nos sentamos en una plataforma montada sobre unas grandes ruedas. Habíamos hecho un par de ensayos antes del show, Ken tocando las melodías y yo aporreando al compás.
—Añade simplemente unos cuantos redobles para aumentar el suspense —dijo Henry el payaso— y todo irá perfectamente.
Pero Henry había olvidado mencionar que Ken tenía un problema, grave para un organista de circo: no podía improvisar ni una nota y tenía que leer todo lo que tocaba. Ahora bien, en un circo no se suele tocar una canción completa. Lo que se hace es tocar algo emocionante y animado mientras el artista entra en la pista, que luego se convierte en algo atmosférico mientras éste va iniciando su actuación; después, a medida que van sucediéndose los números, se van mezclando las canciones con algún que otro silencio cargado de emoción, antes de llegar al momento culminante con un vigorizante redoble de tambores y un estruendo de címbalos cuando el artista cae en la red de seguridad o lanza el último cuchillo. A continuación se toca un final mientras el artista abandona la pista pavoneándose.
No es tan fácil como parece, al menos para el organista. En un número largo puede haber retazos de hasta una docena de canciones —el público se aburriría con la música ininterrumpida de «Nellie el elefante» no solo mientras Nellie se pasea desconsolada por la pista, sino también cuando se pone de rodillas, se sube a un cubo, etc.— y cada retazo tiene que ir sincronizado con las acciones. Ken no podía ver al artista porque tenía la cabeza hundida en las partituras. Había un gran fajo de papeles colocados sobre el órgano y para cada nuevo retazo de canción tenía que sacar la pieza, ponerla en el atril, subirse las mangas y comenzar a tocar. Por lo tanto una parte esencial de mi papel consistía en pasarle información a Ken acerca de lo que sucedía en la pista. Y con el estruendo de la batería, el bramido del órgano, el clamor de la muchedumbre y los chillidos de André, el director del circo, a menudo le resultaba imposible oírme.
En aquella primera actuación nuestro número musical comenzó a desbaratarse de mala manera durante el fastuoso espectáculo de trapecio de Serena Barontoni. Serena era un miembro lejano del clan Fossett y, junto con su hermano Rocco, ejecutaban un número de malabarismo un tanto deslucido que consistía fundamentalmente en dar vueltas malhumorados a la pista, tropezándose con los montones de bolos, batutas y teas caídos. Pero a Serena le iba mejor sola en el trapecio. Su número no era algo por lo que estarías dispuesto a viajar grandes distancias, pero estaba moderadamente bien realizado —y para dar brincos en las cuerdas y barras en la cúspide de una gran carpa debe hacer falta mucho más valor cuando eres un acróbata mediocre que cuando eres un virtuoso.
Serena venía después de Zelda, una belleza circense de pelo negro como el azabache recogido en una cola de caballo, que ejecutaba pasos de ballet montada en la grupa de uno o varios caballos mientras éstos trotaban alrededor de la pista. Todas las niñas se quedaban embelesadas, a la vez que tomaban a toda prisa firmes decisiones acerca de sus profesiones futuras mientras la artista daba vueltas a la pista a gran velocidad levantando y bajando sus perfectamente esculpidas piernas. Si bien recuerdo, salía de la pista con la música de Los siete magníficos.
—Bien, Ken —susurré—. Zelda ya se ha ido; ahora es André. Luego viene Serena: música de «Brasil».
—Daamaas y caballeeroos —chilló André—. ¡La in—creíii— ble, guapísimaaaa y dés—lumbranteee... Sé—yoritaaa Sereeee— naaa BAAARONDONIII!
—Aquí viene, Ken... ¡KEN!... ¡«Brasil»!
Serena entró a grandes zancadas en la pista con una mirada de intensa determinación y un rictus de sonrisa en un silencio sepulcral. Se puso a dar vueltas para ofrecer a una parte mayor del público el honor de lo que era a la vez una sonrisa y una expresión de pocos amigos. Continuaba reinando el silencio.
—Ken, está en la pista — ¡¡«BRASIL»!!
—¡Vale, Chris, vale ya! —Ken empezaba a irritarse. La partitura se había quedado de lado y así no la podía leer. Por fin los primeros acordes inseguros de «Brasil» salieron a todo volumen del órgano, pero era demasiado tarde. Serena ya se había atado la cuerda y, con una mirada asesina en dirección a la plataforma de la orquesta, empezaba a trepar con toda la elegancia que su musculoso cuerpo permitía.
—«Llévame a la luna», Ken, ¡por el amor de Dios, hombre!
Ken seguía tocando «Brasil» despreocupadamente. Serena ya había trepado hasta la mitad de la cuerda cuando la melodía cesó bruscamente y Ken se puso a buscar a tientas. Tras un largo silencio comenzó a tocar «Llévame a la luna».
De nuevo era demasiado tarde. Serena, ya solo una pequeña figura brillante allá arriba en los endebles trapecios, estaba preparándose para saltar al vacío desde el columpio. Esto requería un silencio sobrecogedor, roto por un largo y vigorizante redoble de tambores que aumentara la tensión y el pavor. ¡ ¡ ¡ RrrrRRRATATATATA—CHÍN!!! Pero la tensión de algún modo fue estropeada por las notas de «Llévame a la luna» sonando cansinamente tras el crescendo de tambor.
—Bueno, Ken, ya está en el columpio. ¡¡Dale con todas tus fuerzas a «La Danza del sable»!!
En ese momento yo dejé el órgano para seguir los balanceos, caídas y volteretas del número de Serena: RRRATA— PLÁN, CHIN CHIN PUM, RATAPÚM CHIN PUM, CHIN CHIN PUM... tin tin titín. Mientras tanto el órgano seguía vomitando «Llévame a la luna», antes de que sobreviniera un silencio seguido por las primeras roncas y titubeantes notas de «La Danza del sable» que surgían del instrumento de Ken, mientras la pobre Serena se movía a toda velocidad de un lado para otro entre los aros y las barras en lo alto de la carpa.
Finalmente el desdichado número tocó a su fin y Serena agarró la cuerda para deslizarse lentamente hasta el serrín de la pista: la música de «There's no business líke show business» empezó a salir a trompicones del órgano.
—¡No, Ken, por Dios santo! Todavía está ahí arriba, tiene que ser «Llévame a la luna» otra vez.
—Ay, lo siento, Chris, ¿en dónde se habrá metido eso ahora? —y de nuevo se sumergió para rebuscar entre el montón de partituras que recubrían el órgano. Serena siguió deslizándose por la cuerda en silencio, con el único acompañamiento del ruido de las bolsas de patatas fritas, el parloteo de los niños y el lejano zumbido del generador.
—Mamá, ¿por qué está tan enfadada esa señora? —se oyó que decía la voz de un niño pequeño de la primera fila. La respuesta fue apagada por Ken al iniciar una frenética repetición de «Llévame a la luna». Pero era demasiado tarde. Serena salió indignada de la pista.
—Olvídalo, Ken, ya se ha ido.
Pero no, Ken continuó batallando a pesar de todo, hasta acabar de tocar «No business like show business» y ahogar así el comienzo del «Daamaas y caballeemos...» de André.
—De veras lo siento mucho, Chris —me dijo Ken más tarde.
Me ablandé.
—No te preocupes, Ken, las cosas mejorarán con la práctica...
Pero por supuesto no lo hicieron. Sucedía a diario, los sábados dos veces al día y, a medida que fueron pasando las semanas, yo me encontraba en constante enfrentamiento con el pobre Ken. En una ocasión hasta le arrojé un palillo de tambor durante un espectáculo, incidente provocado por Ken al dejar caer al suelo todo un montón de papeles en mitad de un número de los Hermanos Voladores Manzini, una troupe de acróbatas italianos temperamentales y, en mi opinión, potencialmente homicidas.
Los Hermanos estaban dando vueltas a la pista a gran velocidad, como una docena de ellos amontonados unos encima de otros sobre una bicicleta de una rueda, cuando de pronto la música se detuvo. Entonces se oyó un juramento ahogado procedente de la plataforma de la orquesta, el absurdo sonido de los tambores repiqueteando solos y, mientras, los Hermanos Voladores Manzini girando como bólidos alrededor de la pista en silencio. Y siguieron dando vueltas, tan frescos como una lechuga pero lanzando mentalmente cuchillos a la plataforma. Dieron una vuelta más. Aunque no soy ningún adivino, tenía la extraña sensación de que tanto Ken como yo debíamos evitar andar de noche por detrás de la carpa, especialmente por la zona de detrás del camión del generador, en donde los gritos pueden ser camuflados con bastante facilidad.
El Circo Fossett viajó por todo el norte de Inglaterra y buena parte de Escocia; Leeds, Halifax, Rochdale, Liverpool, Wallasey, Preston, Carlisle, Glasgow, Kilmarnock. Llegué a conocer todos los baños públicos con sus cubículos alicatados, sus enormes bañeras y sus brillantes grifos de latón que relucían como si fueran controles de antiguos barcos de vapor, y fui iniciado en los bares que frecuenta la gente del circo. Pero lo que mejor recuerdo son los largos trayectos los domingos de madrugada, después de haber recogido la carpa al final de la segunda función el sábado por la noche.
Desmontar el circo, viajar y volver de nuevo a montarlo era como una batalla. En cuanto el público empezaba a salir en fila el sábado por la noche, notabas una repentina disminución de la tensión en la carpa a medida que los vientos iban siendo aflojados alrededor de todo su perímetro y los encargados de carpa comenzaban a sacar del suelo las estacas de hierro de seis pies de longitud. Los encargados de carpa, una heterogénea pandilla de forajidos y fugitivos, eran lo más bajo dentro de la jerarquía circense —pero todos, hasta los artistas principales, echaban una mano en la operación de desmontar la carpa y recoger.
Eran necesarias un par de horas para abatir la gran carpa, que a continuación se plegaba en unos rollos de lona increíblemente pesados y aparatosos y se cargaba junto con sus gigantescos postes en los remolques. Los animales del circo —que en aquel entonces incluían leones y tigres, elefantes, un pobre camello viejo, una llama y un par de avestruces— eran apiñados en sus remolques, listos para el viaje. Todos los asientos, las casetas, los tablones y los postes, los vientos y banderines, las vallas y los cables, las luces, la pista, las cuerdas y barras, los aros y los trapecios, las escalas y los cabrestantes, tenían que ser cargados y amarrados a sus respectivos remolques. Y todo ello se hacía en plena noche, la mayoría de las veces bajo una lluvia torrencial.
A las tres o las cuatro de la madrugada todo estaba ya recogido y colocado, los remolques enganchados a los tractores y el convoy listo para partir. Entonces era el momento para tomarse una sopa y una taza de té, todo en silencio ya excepto por el estruendo del enorme generador que hacía funcionar las luces. A continuación el generador se paraba por fin y los restos del campamento se sumían en un maravilloso silencio. Nos subíamos a la cabina del vehículo que nos había sido asignado —yo conducía la furgoneta de la carne— y salíamos con un sordo zumbido de motores por las puertas del parque.
Éramos gente de circo, y uno de los aspectos de esta vida que más me gustaban era este avanzar lentamente bajo cortinas de lluvia durante las pocas horas de noche que quedaban, escuchando el estruendo y el chirrido de las gigantescas máquinas de carretera junto con el incesante golpeteo de los limpiaparabrisas. Los faros iluminaban la señal de carretera a través de la lluvia: Kilmarnock 50. A nuestro ritmo de avance eso suponía cuatro horas o más. Borrachos de sueño, desplomados en nuestras cabinas, éramos el circo que entraba en la ciudad.
Y así transcurrió un feliz verano. Me imagino que si hubiera seguido allí y hubiera practicado mucho aquellos redobles, podría haberme convertido en un tambor de circo bastante bueno y tal vez me habría labrado con ello un futuro. Pero había llegado el momento de marcharse y probar algo diferente. En Carlisle nos instalamos en un parque entre el castillo y el río, y el sol lució durante toda la semana. Una mañana me fui de compras al centro con mi sueldo semanal de veinte libras esterlinas agujereándome el bolsillo, y entré en una tienda de discos para echar una ojeada a los estantes. Finalmente me decidí por un álbum de flamenco.