Read El Loro en el Limonero Online
Authors: Chris Stewart
Pero la fontanería era algo absolutamente único. Para disfrutar al máximo de la ducha de agua fría tenías que apoyarte en los azulejos por debajo del agujero donde goteaba agua de la pared y, torciendo el cuello y los hombros, podías guiar el hilillo de agua hacia la parte del cuerpo que lo necesitara. No era lo más indicado para despertar el entusiasmo de unos americanos derrochadores.
El Monreal tenía tres plantas y un patio central, rodeado por unas balaustradas de madera, con unas aspidistras ajadas y una fuente de la que salía un hilillo de agua y que iluminaban unas lucecitas verdes y rojas. En la azotea estaban las cuerdas para tender la ropa y dos cubículos, que eran algo más baratos que las habitaciones propiamente dichas. Durante el día eran hornos, mientras que por la noche necesitabas una tonelada de mantas para que no te castañetearan los dientes. Tomé uno de ellos por un mes y comencé a llevar a cabo mi misión.
Los guitarristas del Monreal éramos una pandilla internacional, y la mayoría teníamos entre dieciocho y veintipocos años. Pero de vez en cuando se nos unía algún guitarrista de más experiencia para rememorar, enseñar un poco o condescender con nosotros, simples principiantes, apuntándose a una sesión. Herb era la excepción. Se trataba de un americano fibroso con cola de caballo saliéndole de debajo de una calva incipiente que nos dejó a todos perplejos por conseguir combinar su extrema vejez (tenía treinta y un años) con una torpe incompetencia. Recuerdo haber meditado estupefacto sobre su decisión de comenzar a tocar la guitarra en el ocaso de su vida y, en mi imprudencia juvenil, hasta llegué a preguntarle en una ocasión: «Y, digo yo, hombre, ¿para qué molestarte ya?». Era una frase que más tarde me perseguiría.
Las sesiones de práctica tenían lugar todos los días en la azotea, y los más entusiastas nos sentábamos a tocar allí entre ocho y diez horas al día. Por supuesto, el sonido que producíamos entre todos practicando escalas ascendentes y descendentes y soltándonos las muñecas con ruidosos rasgueados, todo ello con unas guitarras que sonaban fuerte y estridentemente, era absolutamente horroroso. No se veían las caras de los guitarristas, pues las ocultaba la ropa puesta a secar; todo lo que se veía eran las sillas, los pantalones y las guitarras, aunque si te echabas hacia atrás podías ver entre las sábanas las torres y los balcones de la ciudad y el cielo de un azul intenso. De vez en cuando subía una de las camareras y, con el pretexto de ver si se había secado la ropa, se entregaba a un poco de coqueteo.
Un día en que estábamos bebiendo juntos durante un descanso de las guitarras, todos estuvimos de acuerdo en que nuestro estudio para ensayar era realmente intolerable, e ideamos unas reglas para hacer más provechosas nuestras sesiones de práctica. A partir de ese momento, cualquiera que quisiera practicar en la azotea tenía que tocar con un calcetín metido debajo de las cuerdas hasta el mediodía, y ningún guitarrista podía beber ni ofrecer vino antes de la hora del almuerzo.
Y así se estableció una rutina. Nos sentábamos febrilmente durante toda la mañana haciendo vibrar sordamente las cuerdas de nuestras guitarras hasta que oíamos repicar las campanas, momento en que se extraían los calcetines, se sacaban las botellas de vino y setenta y dos cuerdas comenzaban de nuevo a sonar libremente. A veces la rutina era interrumpida por la llegada de un viejo con sombrero cordobés que había estado enseñando a uno de los guitarristas más avanzados en su habitación. Después todos le escuchábamos hechizados mientras tocaba sin esfuerzo una serie de falsetas, deslumbrándonos con su técnica.
Pasó el invierno y, con la llegada de los primeros meses de la primavera, empezaron a aparecer estrellas blancas entre las oscuras hojas de los naranjos y comenzaron a llegar los primeros calores fuertes del año. En Tokio y Los Ángeles la inversión térmica crea una nube tóxica que se cierne sobre la ciudad durante varios días, haciendo que la gente se muera de asfixia. En Sevilla, que es la ciudad más romántica del mundo, la densa nube de olor a azahar que la envuelve en primavera y principios de verano hace que la gente se vuelva loca de amor.
En el Monreal el objeto de toda nuestra locura era Laura, una chica norteamericana que estaba aprendiendo a bailar flamenco. Tenía el pelo rizado y castaño, una nariz respingona y unos enormes ojos de color avellana, y se movía con la gracia de las hojas de bambú al ser rozadas por el viento. Todos estábamos locos por ella, pero mientras se movía etéreamente entre los músicos parecía no tener la menor idea del efecto que estaba teniendo sobre nosotros.
La atmósfera del Monreal se llenó de rivalidad sexual y nos lanzamos al combate con nuestras guitarras. La pobre chica debió dormir poco con nuestras interminables serenatas, mientras que durante el día esperanzados acompañantes hacían cola ofreciéndole sus servicios para sus prácticas de baile. Desgraciadamente, yo ni siquiera entraba en liza por este honor, pues Xernon y el resto de los virtuosos del grupo me superaban fácilmente en armamento.
Era una historia bien conocida, pero una vez más me hizo progresar con mi técnica musical. Una noche en que había estado practicando en el Parque de María Luisa con Paul, un compañero de aprendizaje, éste empezó a tocar una pieza ligera clásica llamada «Romanza». Escuché con extasiada atención. Efectivamente la música era total y absolutamente romántica, con un toque de profundo patetismo, pero más que nada era sencilla. Pensé que si Paul me daba algunas lecciones, pronto le pillaría el truco y tendría por fin alguna posibilidad con Laura. Paul, que era gay y por lo tanto estaba fuera de la persecución, dijo que por supuesto me ayudaría.
No fue tan fácil de aprender como me había imaginado, pero finalmente llegué a dominar la pieza y sólo tuve que esperar a que se presentara una oportunidad para ejecutarla. Pero no se presentó ninguna. Cada vez que aparecía Laura en la azotea, uno de mis superiores se abría paso hasta el primer plano con alguna fogosa pieza de flamenco y la monopolizaba durante el resto de la práctica. Yo mientras tanto, desde mi taburete detrás de la ropa tendida, punteaba sin cesar mi «Romanza» con expresión soñadora, mientras otros como el viejo Herb ahogaban mis mejores momentos.
Decidí tomar medidas. Una tarde, cuando Laura desapareció para irse a su habitación, la seguí y llamé tímidamente a su puerta. La chica la abrió con una mirada inquisitiva no del todo impaciente.
—Quería tocarte una canción —le espeté—. A lo mejor te ayuda a relajarte después de tanto baile.
Se produjo una pausa. Laura sonrió, una sonrisa triste y ligeramente torcida, y replicó: «De acuerdo, pero prométeme que no será esa pieza que has estado tocando toda la semana en la azotea. Realmente no podría soportar oír cómo la crucificas otra vez... es decir, al menos no de cerca». Y entonces añadió de modo desconcertante: «¿Sabes?, esa película fue tan bonita y tan triste y tan, cómo diría yo, tan verídica, que quiero mantenerla fresca en mi recuerdo». Evidentemente Laura era una de esas personas que están de acuerdo con lo que dice el refrán de que quien bien te quiere te hará llorar —una extraña idea, pues me imagino que la mayoría de la gente prefiere que simplemente se les quiera.
—Ajá, claro, por supuesto... no te preocupes —conseguí mascullar mientras retrocedía por el pasillo. Pero, aparte de la humillación que me resonaba en los oídos, los comentarios de Laura me habían dejado perplejo. ¿Qué demonios era eso de una película?
Xernon se cruzó conmigo. Trataba de contener una sonrisita de superioridad, pero dándose cuenta de que verdaderamente yo estaba in albis, se detuvo para aclararme el asunto.
—Has estado tocando el tema de esa película francesa, Los Juegos prohibidos, so petardo, ¿no lo sabías? —Yo seguía con cara inexpresiva—. ¿No la conoces?, esa película antigua en blanco y negro que han estado poniendo en el Plaza Nueva. —Negué con la cabeza—. ¿Sobre una pobre huérfana a la que se le muere el perro durante la ocupación de Francia?
Finalmente se le escapó a Xernon de los labios la sonrisa de superioridad que le había estado rondando por ellos, extendiéndose por toda su cara como un sarpullido.
—No exactamente flamenco —comentó.
El amor en el Monreal estaba bien y era algo que imprimía carácter, pero de lo que realmente me había enamorado yo era de España. Y habiéndolo hecho, lo que de verdad quería ser era español, o lo que entonces imaginaba que suponía serlo: tener la piel morena y los ojos negros, una mano diestra con una navaja afilada y una naranja, ser un guitarrista natural y un donjuán.
A medida que fueron pasando los meses, me di cuenta de que no iba a dar la talla. La nariz se me puso de color rojo cangrejo; tendía más a la reflexión que a la excitabilidad; era —reconozcámoslo— un pésimo guitarrista; y mis aptitudes como seductor se veían entorpecidas por una tendencia a la parálisis mental cuando me encontraba frente a frente con el objeto de mis sentimientos. Aparte de eso, me había gastado todo el dinero. Sevilla estaba tocando a su fin para mí.
A medida que fue intensificándose el calor del verano, lomé un coche de caballos para ir a la estación y subí a un tren nocturno lleno de soldados. El tren me llevó a Barcelona y desde allí fui haciendo autostop hasta París, donde toqué la guitarra en el metro para reponer fondos. En la estación de Étoile había un largo corredor alicatado y allí me coloqué. La acústica era excepcional, haciendo que el suave rasgueado de una guitarra española sonara como la música de toda una orquesta y, entre otras cosas, toqué «Romanza». Era una manera de borrar mi humillación, y quería creer que la parte central estaba empezando a quedarme bastante bien. La gente se paraba a puñados para escuchar, pareciendo quedarse pensativa y algo melancólica antes de echar una moneda de alto valor en mi sombrero.
Resultó que estaban poniendo Los Juegos prohibidos en el cine Étoile, con la sala abarrotada todos los días. Estaba de suerte. En poco tiempo reuní el dinero suficiente para sacarme un billete de vuelta a Inglaterra.
De nuevo bajo los cielos boreales, mis ambiciones guitarrísticas fueron poco a poco siendo sustituidas por unas pasiones nuevas y bastante contradictorias: la agricultura y los viajes. Mi temporada en Sevilla había hecho que me aficionara a la idea de lanzarme a mares desconocidos, mientras que una breve estancia en una granja de ovejas en las Montañas Negras de Gales y un trabajo en una granja de Sussex me hicieron entrever una trayectoria profesional sin traje ni corbata. Durante los veinte años siguientes me dediqué más que nada a la ganadería, pasando algún que otro período ayudando a documentar guías de viajes. La guitarra reaparecería solo de manera ocasional en mi vida —un invierno tuve un trabajo los sábados por la noche en un restaurante ruso de Fulham tocando la guitarra— pero tuvieron que pasar casi veinte años antes de que me encontrara de vuelta en España con tiempo suficiente para probar suerte de nuevo con el flamenco.
Un par de días después de que Ley volviera a atravesar cautelosamente nuestro puente de regreso a Inglaterra, recibí otra llamada telefónica de Londres. Esta vez era mi editora, Nat, que me llamaba para decirme que me habían invitado a participar en el Festival Literario de Hay. Luego pasó a enumerar las ventajas que suponía para un escritor aparecer en este encuentro de gentes del libro en Gales, lo que hizo que mi mente comenzara a divagar, recordando la vez que me había quedado en aquella granja de las Montañas Negras y había aprendido a esquilar ovejas.
«Claro que iré si ellos quieren —dije enseguida con entusiasmo—. El paisaje de los alrededores de Hay es de lo más bonito, y podría ir a ver a unos viejos amigos.» Nat pareció aliviada y siguió hablando como si tal cosa sobre lo agradable que sería pasar unos días en aquel lugar; ella y Mark, su media naranja y otra mitad de mi editorial, irían en coche y me encontrarían allí. Luego, a modo de despedida, añadió que no debía preocuparme en absoluto por tener que leer o discutir mi libro: «Sé simplemente tú mismo —dijo— y todo irá bien».
Fue entonces cuando se evaporaron las imágenes nostálgicas de la esquila y me di cuenta de que iba a tener que dirigirme a un público literario. Me volví hacia Ana y Chloë; ¿tal vez ellas podrían venir también? Pero no, faltaba demasiado poco tiempo y los animales y el colegio se lo impedían. De este modo, dos semanas más tarde, arrastrando un extraño surtido de libros en una bolsa de cuero (al menos tenía que aparentar ser un lector), entré con aprensión en el área de recepción de la oficina del Festival de Flay-on-Wye.
Una fina llovizna rellenaba los charcos que se habían formado en el centro del patio del festival, mientras los aficionados a las letras se dirigían por unos tablones de madera resbaladizos a las diferentes carpas que hacían las veces de auditorio. Fue fácil localizar a Nat y a Mark, chapoteando en los charcos con su niño cerca de la puerta del aula de una escuela primaria transformada durante una semana en una sala de recepción para los autores. Me uní a ellos justo al mismo tiempo que se nos cruzaba un pequeño grupo de personas, algunas de las cuales volvieron la cabeza.
—Creo que ése es Vikram Seth —dijo Nat—. Va a hablar en la carpa de al lado de la tuya, al mismo tiempo desgraciadamente, así es que todos nos lo vamos a perder. Me volví para ver desaparecer a uno de mis autores favoritos por la entrada de otra carpa, al mismo tiempo que dos mujeres envueltas en chubasqueros señalaban en mi dirección mientras decían en un fuerte y emocionado cuchicheo: «¡Es él, estoy segura!». Esto era realmente emocionante. Me enderecé y les devolví la sonrisa mientras alguien me tomaba ligeramente del brazo para que me apartara un poco. «Gracias», murmuró Bill Bryson al pasar... ¡Bill Bryson!
No creo que necesite tratar de esclarecer la imagen borrosa que tengo de lo que sucedió luego, excepto decir que un compasivo organizador del festival me hizo pasar por la puerta del aula de la escuela primaria, me sirvió un poco de vino y me presentó a los demás miembros del panel, Monty Don, el autor de libros de jardinería, y Adam Nicolson, escritor y columnista de periódico. Recuerdo no haber hecho mucho más que sonreír y tragar saliva, con los ojos fijos en una araña de cartón que se balanceaba a un lado de la cabeza de Adam, pintada, al parecer, por «Megan, edad 6 años». Antes de que pudiera pedir otro vaso, el amable organizador nos hizo salir a todos de nuevo a la lluvia del patio para conducirnos a un estrado. Mis editores y su niño me sonrieron lánguidamente desde sus asientos junto a la puerta de la carpa. Era el tipo de sonrisa que utilizarías para animar a un familiar que se encontrara en el banquillo de los acusados.