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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

El lobo estepario (24 page)

BOOK: El lobo estepario
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Armanda desapareció hacia la derecha, pasando por delante de un gran espejo que cubría la pared posterior desde el suelo hasta el techo.

–Así, Harry, venga usted y esté muy contento. Ponerlo de buen humor, enseñarle a reír, es la finalidad de todos estos preparativos; yo espero que usted se abrevie el camino. Usted se encuentra perfectamente, ¿no es eso? ¿Sí? ¿No tendrá usted miedo? Está bien, muy bien. Ahora, sin temor y con cordial alegría, va usted a entrar en nuestro mundo fantástico, empezando, como es costumbre, por un pequeño suicidio aparente.

Volvió a sacar otra vez el pequeño espejo del bolsillo y me lo puso delante de la cara. De nuevo me miró el Harry desconcertado y nebuloso e infiltrado de la figura del lobo que se debatía dentro, un cuadro que me era bien conocido y que en verdad no me resultaba simpático, cuya destrucción no me daba cuidado alguno.

–Esta imagen, de la que ya se puede prescindir, tiene usted ahora que extinguirla, caro amigo; otra cosa no hace falta. Basta con que usted, cuando su humor lo permita, observe esta imagen con una risa sincera. Usted está aquí en una escuela de humorismo, tiene que aprender a reír. Pues todo humorismo superior empieza porque ya no se toma en serio a la propia persona.

Miré con fijeza en el espejito, espejito en la mano, en el cual el lobo Harry ejecutaba sus sacudidas. Por un instante sentí yo también unos sacudimientos dentro de mí, muy hondos, calladamente, pero dolorosos, como recuerdo, como nostalgia, como arrepentimiento. Luego cedió la ligera opresión a un sentimiento nuevo, parecido a aquel que se nota cuando se extrae un diente enfermo de la mandíbula anestesiada con cocaína, una sensación de aligeramiento, de ensancharse el pecho y al mismo tiempo de admiración porque no haya dolido. Y a este sentimiento se agregaba una rozagante satisfacción y una gana de reír irresistible, hasta el punto de que hube de soltar una carcajada liberadora.

La borrosa imagencita del espejo hizo unas contracciones y se esfumó; la pequeña superficie redonda del cristal estaba como si de pronto se hubiera quemado; se había vuelto gris y basta y opaca. Riendo arrojó Pablo aquel tiesto, que se perdió rodando por el suelo del pasillo sin fin.

–Bien reído –gritó Pablo–; aún aprenderás a reír como los inmortales. Ya, por fin, has matado al lobo estepario. Con navajas de afeitar no se consigue esto. ¡Cuídate de que permanezca muerto! En seguida podrás abandonar la necia realidad. En la próxima ocasión beberemos fraternidad, querido; nunca me has gustado tanto como hoy. Y si luego le das aún algo de valor, podemos también filosofar juntos y disputar y hablar acerca de música y acerca de Mozart y de Gluck y de Platón todo cuanto quieras. Ahora comprenderás por qué antes no era posible. Es de esperar que consigas por hoy deshacerte del lobo estepario. Porque, naturalmente, tu suicidio no es definitivo; nosotros estamos aquí en un teatro de magia; aquí no hay más que fantasías, no hay realidad. Elígete cuadros bellos y alegres y demuestra que realmente no estás enamorado ya de tu dudosa personalidad. Mas si, a pesar de todo, la volvieras a desear, no necesitas más que mirarte de nuevo en el espejo que ahora voy a enseñarte. Tú conoces, desde luego, la antigua y sabia sentencia: «Un espejito en la mano, es mejor que dos en la pared.» ¡Ja, ja! (De nuevo volvió a reír de un modo tan hermoso y tan terrible.) Así, y ahora no falta por ejecutar más que una muy pequeña ceremonia y muy divertida. Has tirado ya las gafas de tu personalidad; ahora ven y mira en un espejo verdadero. Te hará pasar un buen rato. Entre risas y pequeñas caricias extravagantes me hizo dar media vuelta, de modo que quedé frente al espejo gigante de la pared. En él me vi.

Vi, durante un pequeñísimo momento, al Harry que yo conocía, pero con una cara placentera, contra mi costumbre, radiante y risueña. Pero apenas lo hube reconocido, se desplomó, segregándose de él una segunda figura, una tercera, una décima, una vigésima, y todo el enorme espejo se llenó por todas partes de Harrys y de trozos de Harry, de numerosos Harrys, a cada uno de los cuales sólo vi y reconocí un momento brevísimo. Algunos estos Harrys eran tan viejos como yo; algunos, más viejos; otros, completamente jóvenes, mozalbetes, muchachos, colegiales, arrapiezos, niños. Harrys de cincuenta y de veinte años corrían y saltaban atropellándose; de treinta años y de cinco, serios y joviales, respetables y ridículos, bien vestidos y harapientos y hasta enteramente desnudos, calvos y con grandes melenas, y todos eran yo, y cada uno fue visto y reconocido por mí con la rapidez del relámpago, y desapareció; se dispersaron en todas direcciones, hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia dentro en el fondo de espejo, hacia fuera, saliéndose de él. Uno, un tipo joven y elegante, saltó riendo al pecho de Pablo, lo abrazó y echó a correr con él. Y otro, que me gustaba a mí singularmente, un jovenzuelo de dieciséis o diecisiete años, echó a correr como un rayo por el pasillo, se puso a leer, ávido, las inscripciones de todas las puertas. Yo corrí tras él; se quedó parado ante una; leí el letrero:

T
ODAS LAS MUCHACHAS SON TUYAS.

É
CHESE UN MARCO
.

El simpático joven se incorporó de un salto, de cabeza se arrojó por la ranura y desapareció detrás de la puerta.

También Pablo había desaparecido, también el espejo parecía que se había disipado y con él todas las numerosas imágenes de Harry. Me di cuenta de que ahora me encontraba abandonado a mí mismo y al teatro, y fui pasando curioso de puerta en puerta, y en cada una leía una inscripción, una seducción, una promesa.

* * *

La inscripción

¡A
CAZAR ALEGREMENTE!

M
ONTERÍA DE AUTOMOVILES

me atrajo, abrí la puerta estrechita y entré.

Me encontré arrebatado, en un mundo agitado y bullicioso. Por las calles corrían los automóviles a toda velocidad y se dedicaban a la caza de los peatones, los atropellaban haciéndolos papilla, los aplastaban horrorosamente contra las paredes de las casas.

Comprendí al punto: era la lucha entre los hombres y las máquinas, preparada, esperada y temida desde hace mucho tiempo, la que por fin había estallado. Por todas partes yacían muertos y mutilados, por todas partes también automóviles apedreados, retorcidos, medio quemados; sobre la espantosa confusión volaban aeroplanos, y también a éstos se les tiraba desde muchos tejados y ventanas con fusiles y con ametralladoras. En todas las paredes anuncios fieros y magníficamente llamativos invitaban a toda la nación, en letras gigantescas que ardían como antorchas, a ponerse al fin al lado de los hombres contra las máquinas, a asesinar por fin a los ricos opulentos, bien vestidos y perfumados, que con ayuda de las máquinas sacaban el jugo a los demás y hacer polvo a la vez sus grandes automóviles, que no cesaban de toser, de gruñir con mala intención y de hacer un ruido infernal, a incendiar por último las fábricas y barrer y despoblar un poco la tierra profanada, para que pudiera volver a salir la hierba y surgir otra vez del polvoriento mundo de cemento algo así como bosques, praderas, pastos, arroyos y marismas. Otros anuncios, en cambio, en colores más finos y menos infantiles, redactados en una forma muy inteligente y espiritual, prevenían con afán a todos los propietarios y a todos los circunspectos contra el caos amenazador de la anarquía, cantaban con verdadera emoción la bendición del orden, del trabajo, de la propiedad, de la cultura, del derecho, y ensalzaban las máquinas como la más alta y última conquista del hombre, con cuya ayuda habríamos de convertirnos en dioses. Pensativo y admirado leí los anuncios, los rojos y los verdes; de un modo extraño me impresionó su inflamada oratoria, su lógica aplastante; tenían razón, y, hondamente convencido, me quedé parado ya ante uno, ya ante el otro, y, sin embargo, un tanto inquieto por el tiroteo bastante vivo. El caso es que lo principal estaba claro: había guerra, una guerra violenta, racial y altamente simpática, en donde no se trataba de emperadores, repúblicas, fronteras, ni de banderas y colores y otras cosas por el estilo, más bien decorativas y teatrales, de fruslerías en el fondo, sino en donde todo aquel a quien le faltaba aire para respirar y a quien ya no le sabia bien la vida, daba persuasiva expresión a su malestar y trataba de preparar la destrucción general del mundo civilizado de hojalata. Vi cómo a todos les salía risueño a los ojos, claro y sincero, el afán de destrucción y de exterminio, y dentro de mí mismo florecían estas salvajes flores rojas, grandes y lozanas, y no reían menos. Con alegría me incorporé a la lucha.

Pero lo más hermoso de todo fue que junto a mi surgió de pronto mi compañero de colegio, Gustavo, del cual no había vuelto a saber nada en tantos decenios, y que en otro tiempo había sido el más fiero, el más fuerte y el más sediento de vida entre los amigos de mi primera niñez. Se me alegró el corazón cuando vi que sus ojos azules claros me miraban de nuevo moviendo los párpados. Me hizo una seña y le seguí inmediatamente con alegría.

–Hola, Gustavo –grité feliz–, ¡cuánto me place volver a verte! ¿Qué ha sido de ti?

Furioso, empezó a reír, enteramente como en la infancia.

–¡Bárbaro! ¿No hay que hacer más que empezar a preguntar ya y a perder el tiempo en palabrería? Me hice teólogo, ya lo sabes; pero ahora, afortunadamente, ya no hay más teología, muchacho, sino guerra. Anda, ven.

De un pequeño automóvil, que en aquel momento venía hacia nosotros resoplando, echó abajo de un tiro al conductor, saltó listo como un mono al volante, lo hizo parar y me mandó subir; luego corrimos rápidos como el diablo, entre balas de fusil y coches volcados, fuera de la ciudad y del suburbio.

–¿Tú estás al lado de los fabricantes? –pregunté a mi amigo.

–¿Qué dices? Eso es cuestión de gusto; ya lo pensaremos luego. Pero no, espera; es preferible que escojamos el otro partido, aun cuando en el fondo es perfectamente igual. Yo soy teólogo, y mi antecesor Lutero ayudó en su tiempo a los príncipes y poderosos contra los campesinos, vamos a ver si corregimos aquello ahora un poquitín. Maldito coche, es de esperar que aún aguante todavía un par de kilómetros.

Rápidos como el viento, en el cielo engendrado, salimos de allí crepitantes hasta llegar a un paisaje verde y tranquilo, distante cuatro millas, a través de una gran llanura, y subiendo luego lentamente por una enorme montaña. Aquí hicimos alto en una carretera lisa y reluciente, que conducía hacia arriba en curvas atrevidas, entre una escarpada roca y un pequeño muro de protección, y que dominaba desde lo alto un brillante lago azul.

–Hermosa comarca –dije.

–Muy bonita. Podemos llamarla la carretera de los ejes; aquí han de saltar, hechos pedazos, más de cuatro ejes. Harrycito, pon atención.

Junto a la carretera había un pino grande, y arriba, en la copa, vimos construida de tablas como una especie de cabaña, una atalaya y mirador. Gustavo me miró riendo claramente, guiñando astuto sus ojos azules, y presurosos nos bajamos de nuestro coche y gateamos por el tronco, ocultándonos en la atalaya que nos gustó mucho, y allí pudimos respirar a nuestras anchas. Allí encontramos fusiles, pistolas, cajas con cartuchos. Apenas nos hubimos refrescado un poco y acomodado en aquel puesto de caza, cuando ya resonó por la curva más próxima, ronco y dominador, el ruido de un gran coche de lujo, que venía caminando crepitante a gran velocidad por la reluciente carretera de la montaña. Ya teníamos las escopetas en la mano. Fue un momento de tensión maravillosa.

–Apunta al chófer –ordenó rápidamente Gustavo, al tiempo que el pesado coche cruzaba corriendo por debajo de nosotros. Y ya apuntaba yo y disparé a la gorra azul del conductor. El hombre se desplomó, el coche siguió zumbando, chocó contra la roca, rebotó hacia atrás, chocó gravemente y con furia como un abejorro gordo y grande contra el muro de contención, dio la vuelta y cayó por encima con ruido seco en el abismo.

–A otra cosa –dijo Gustavo riendo–. El próximo me toca a mí.

Ya llegaba corriendo otro coche pequeño; en los asientos venían dos o tres personas; de la cabeza de una mujer ondeaba un trozo de velo rígido y horizontal, hacia atrás, un velo azul claro; realmente me daba lástima de él; quién sabe si la más linda cara de mujer reía bajo aquel velo. Santo Dios, si estuviésemos jugando a los bandidos, quizás hubiese sido más justo y más bonito, siguiendo el ejemplo de grandes predecesores, no extender a las bellas damas nuestro bravo afán de matar. Pero Gustavo ya había disparado. El chófer hizo unas contracciones, se desplomó, dio el coche un salto contra la roca vertical, volcó hacia atrás, cayendo sobre la carretera con las ruedas hacia arriba. Esperamos un momento, nada se movía; en silencio yacían allí, presos como en una ratonera, los ocupantes bajo su coche. Este zumbaba y se movía aún y hacía dar vueltas a las ruedas en el aire de un modo cómico; pero de repente dejó escapar un terrible estampido y se halló envuelto en llamas luminosas.

–Un Ford –dijo Gustavo–. Tenemos que bajarnos y dejar otra vez la carretera libre.

Descendimos y estuvimos contemplando aquella hoguera. Se quemó por completo, rápidamente; entretanto preparamos unos troncos de madera y lo empujamos hacia un lado, echándolo por encima del borde de la carretera al abismo; aún estuvo crujiendo un rato al chocar con los matorrales. Al dar la vuelta al coche se habían caído dos de los muertos, y allí estaban tendidos, con las ropas quemadas en parte. Uno tenía el traje todavía bastante bien conservado; registré sus bolsillos por si encontrábamos quién hubiera sido: una cartera de piel apareció; dentro, había tarjetas de visita. Cogí una y leí en ella las palabras
Tat twam asi
.

–Tiene gracia –dijo Gustavo–. Pero, en realidad, es indiferente cómo se llamen las personas que asesinamos aquí. Son pobres diablos como nosotros, los nombres no hacen al caso. Este mundo tiene que ser destruido, y nosotros con él. Diez minutos debajo del agua seria la solución menos dolorosa. ¡Ea, a trabajar!

Arrojamos a los muertos en pos del coche. Ya se acercaba bocinando un nuevo auto. Le hicimos fuego en seguida desde la misma carretera. Siguió un rato, vacilante como un borracho, se estrelló luego y quedó tendido jadeante; uno que iba dentro permaneció sentado en el interior, pero una bonita muchacha se apeó ilesa, aunque pálida y temblando violentamente. La saludamos amables y le ofrecimos nuestros servicios. Estaba demasiado asustada, no podía hablar y un rato nos miró con los ojos desencajados, como loca.

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