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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

El lobo estepario (23 page)

BOOK: El lobo estepario
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Un baile nuevo, un fox–trot, titulado
Yearning
, se apoderaba del mundo aquel invierno. Una y otra vez tocaron este
Yearning
, y no dejaban de pedirlo nuevamente; todos estábamos impregnados de él y embriagados; todos íbamos tarareando su melodía. Bailé sin interrupción con todas las que encontraba en mi camino, con muchachas jovencitas, con señoras jóvenes florecientes, con otras en plena madurez estival y con las que empezaban a marchitarse melancólicamente: por todas ellas encantado, sonriente, feliz, radiante. Y cuando Pablo me vio entusiasmado de este modo, a mi, a quien había tenido siempre por un pobre diablo muy digno de lástima, entonces me miró venturoso con sus ojos de fuego, se levantó entusiasmado de su asiento en la orquesta, sopló con violencia en su cuerna, se subió de pie encima de la silla, y desde allí arriba soplaba hinchando los carrillos y balanceándose con el instrumento fiera y dichosamente al compás del
Yearning
, y yo y mi pareja le tirábamos besos con la mano y acompañábamos la música cantando a grandes voces. «¡Ah – pensaba yo entretanto–, ya puede sucederme lo que quiera; ya he sido yo también feliz por una vez, radiante, desligado de mí mismo, un hermano de Pablo, un niño!»

Había perdido la noción del tiempo; no sé cuántas horas o cuántos instantes duró esta dicha embriagadora. Tampoco me daba cuenta de que la fiesta, cuanto más al rojo se iba poniendo, se comprimía en un espacio tanto más reducido. La mayor parte de la gente se había ido ya; en los pasillos se había hecho el silencio, y estaban apagadas muchas de las luces; la escalera estaba desierta; en los salones de arriba, una orquesta tras la otra había enmudecido y se había marchado; únicamente en el salón principal y en el infierno, allá abajo, se agitaba todavía el abigarrado frenesí de la fiesta, que aumentaba en ardor constantemente. Como no podía bailar con Armanda, el jovenzuelo, sólo habíamos podido volver a encontrarnos y a saludarnos rápidamente en los intermedios del baile, y últimamente se me había eclipsado en absoluto, no sólo a la vista, sino también al pensamiento. Ya no había pensamientos. Yo flotaba disuelto en el embriagado torbellino del baile, alcanzado por notas, suspiros, perfumes, saludado por ojos extraños, inflamado, rodeado de rostros, mejillas, labios, rodillas, pechos y brazos desconocidos, arrojado de un lado para otro por la música como en un oleaje acompasado.

Entonces vi de pronto, en un momento de medio lucidez, entre los últimos huéspedes que aún quedaban llenando ahora uno de los salones pequeños, el último en el que aún resonaba la música; entonces vi de pronto una negra Pierrette con la cara pintada de blanco, una hermosa y fresca muchacha, la única cubierta con un antifaz, una figura encantadora que yo no había visto aún en toda la noche. Mientras que a todas las demás se les conocía lo tarde que era en los rostros encendidos, los trajes en desorden, los cuellos y las chorreras arrugados, estaba la negra Pierrette rozagante y pulcra con su rostro blanco tras la careta, en un vestido impecable, con la gola intacta, los puños de pico brillantes y con un peinado recién hecho. Me sentí atraído hacia ella, la cogí por el talle y nos pusimos a bailar. Plena de aroma, su gola me hacía cosquillas en la barba, me rozó la cara su cabello; con más delicadeza y con mayor intimidad que cualquiera otra bailarina de esta noche, respondía su cuerpo mórbido y juvenil a mis movimientos, los evitaba, y jugueteando obligaba, seductora, cada vez a nuevos contactos. Y de pronto, al inclinarme durante el baile buscando su boca con la mía, sonrió aquella boca con un aire superior y de antigua familiaridad; reconocí la firme barbilla, reconocí feliz los hombros, los codos, las manos. Era Armanda, ya no era Armando, cambiada de traje, perfumada ligeramente y con muy pocos polvos en la cara. Ardientes se juntaron nuestros labios, un instante se plegó a mí todo su cuerpo hasta abajo a las rodillas, llena de deseo y de abandono; luego me retiró su boca y bailó muy discreta y huyendo. Cuando acabó la música nos quedamos de pie, abrazados; todas las parejas, enardecidas a nuestro alrededor, aplaudían, daban golpes en el suelo con los pies, gritaban, hostigaban a la agotada orquesta para que repitiera el Yearning. Y en aquel momento percibimos todos la mañana, vimos la pálida luz tras las cortinas, nos dimos cuenta del cercano fin del placer, presentimos próximo el cansancio y nos precipitamos ciegos, con grandes risotadas y desesperados otra vez en el baile, en la música, en la marea de luz, cogimos frenéticos el compás, apretadas unas parejas junto a otras, sentimos una vez más, dichosos, que nos tragaba el inmenso oleaje. En este baile abandonó Armanda su superioridad, su burla, su frialdad: sabía que ya no necesitaba hacer nada para enamorarme. Yo era suyo. Y ella se entregó en el baile, en las miradas, en los besos, en la sonrisa. Todas las mujeres de esta noche febril, todas aquellas con quienes yo había bailado, todas las que yo había inflamado y las que me habían inflamado a mí, aquellas a las que yo había solicitado y a las que me había plegado lleno de ilusión, todas a las que había mirado con ansias de amor, se habían fundido y estaban convertidas en una sola y única que florecía en mis brazos.

Mucho tiempo duró este baile de boda. Dos y tres veces enmudeció la orquesta, dejaron caer los músicos sus instrumentos, se separó el pianista del teclado, movió la cabeza negativamente el primer violín; pero siempre fueron enardecidos de nuevo por tocaban más de prisa, tocaban de una manera más salvaje. Luego –nosotros aún estábamos abrazados y respirando penosamente por el último baile afanoso– se cerró de un golpe seco la tapa del piano, cayeron cansados nuestros brazos como los de los trompeteros y violinistas, y el tocador de flauta guiñó los ojos y guardó el instrumento en su funda, se abrieron las puertas y entró a torrentes el aire frío, aparecieron unos camareros con manteles y el encargado del bar apagó la luz. Todo el mundo se dispersé con horror y como espectros; los bailarines, que hasta entonces estaban enardecidos con calor, se embutieron escalofriantes en sus abrigos y se subieron los cuellos. Armanda estaba allí de pie, pálida, pero sonriente. Poco a poco levantó los brazos y se echó para atrás el cabello, brilló a la luz su axila, una tenue sombra infinitamente delicada corría desde allí hacia el pecho oculto, y la pequeña línea ligera de sombras me pareció abarcar, como una sonrisa, todos sus encantos, todos los jugueteos y posibilidades de su hermoso cuerpo.

Allí estábamos los dos, mirándonos, los últimos en el salón, los últimos en el edificio. En alguna parte, abajo, oí cerrar una puerta, romperse una copa, perderse unas risas ahogadas, mezcladas con el estruendo maligno y raudo de los automóviles que arrancaban. En alguna parte, a una distancia y a una altura imprecisas, oí resonar una carcajada, una carcajada extraordinariamente clara y alegre y, sin embargo, horrible y extraña, una risa como de hielo y de cristal, luminosa y radiante, pero inexorable y fría. ¿De dónde me sonaba a conocida esta risa extraña? No podía darme cuenta.

Allí estábamos los dos mirándonos. Por un momento me desperté y volví a tener plena conciencia de las cosas, sentí que por la espalda me invadía un enorme cansancio, sentí en mi cuerpo desagradablemente húmedas y tibias las ropas resudadas, vi sobresalir de los puños arrugados y reblandecidos por el sudor mis manos encarnadas y con las venas gruesas. Pero inmediatamente pasó esto otra vez, lo borré una mirada de Armanda. Ante su mirada, por la cual parecía estar mirándome mi propia alma, se derrumbó toda la realidad, hasta la realidad de mi deseo sensual hacia ella. Encantados nos miramos el uno al otro, me miré a mí mi pobre alma pequeña.

–¿Estás dispuesto? –preguntó Armanda, y se disipó su sonrisa, lo mismo que se había disipado la sombra sobre su pecho. Lejana y elevada resonó aquella extraña risa en espacios desconocidos.

Asentí. ¡Oh, ya lo creo, estaba dispuesto!

Ahora apareció en la puerta Pablo, el músico, y nos deslumbró con sus ojos alegres, que realmente eran ojos irracionales; pero los ojos de los animales están siempre serios, y los suyos reían sin cesar, y su risa los convertía en ojos humanos. Con toda su cordial amabilidad nos hizo una seña. Tenía puesto un batín de seda de colores sobre cuyas vueltas encarnadas aparecían notablemente marchitos y descoloridos el cuello reblandecido de su camisa y su rostro sobrecansado y pálido; pero los negros ojos radiantes borraban esto. También borraban la realidad, también me encantaban.

Seguimos su seña, y en la puerta me dijo a mí en voz baja:

–Hermano Harry, invito a usted a una pequeña diversión. Entrada sólo para locos, cuesta la razón. ¿Está usted dispuesto?

De nuevo asentí.

¡Amable sujeto! Delicada y cuidadosamente nos cogió del brazo, a Armanda a la derecha, a mí a la izquierda, y nos llevó por una escalera a una pequeña habitación redonda, alumbrada de azul desde arriba y casi completamente vacía; no había dentro más que una pequeña mesa redonda y tres butacas, en las que nos sentamos.

¿Dónde estábamos? ¿Estaba yo durmiendo? ¿Me encontraba en mi casa? ¿Iba sentado en un auto caminando? No, estaba sentado en la habitación redonda iluminada de azul, en una atmósfera enrarecida, en una capa de realidad que se había hecho muy tenue. ¿Por qué estaba Armanda tan pálida? ¿Por qué hablaba Pablo tanto? ¿No era acaso yo mismo quien le hacía hablar, quien hablaba por él? ¿No era acaso también sólo mi propia alma, el ave temerosa y perdida, la que me miraba por sus ojos negros, lo mismo que por los ojos grises de Armanda?

Con toda su bondad amable y un poco ceremoniosa nos miraba Pablo y hablaba, hablaba mucho y largamente. El, a quien yo no había oído hablar seguido, a quien no interesaban las disputas ni los formalismos, a quien yo apenas concedía una idea, estaba hablando ahora, charlaba corrientemente y sin faltas, con su voz buena y cálida:

–Amigos, os he invitado a una diversión, que Harry está deseando hace ya mucho tiempo, con la que ha soñado muchas veces. Un poco tarde es, y probablemente estamos todos algo cansados. Por eso vamos a descansar aquí antes y a fortalecernos.

De un nicho que había en la pared tomó tres vasitos y una pequeña botella singular. Sacó una cauta exótica de madera de colores, llenó de la botella los tres vasitos, cogió de la caja tres cigarrillos delgados, largos y amarillos, sacó de su batín de seda un encendedor y nos ofreció fuego. Cada uno de nosotros, recostado en su butaca, se puso entonces a fumar lentamente su cigarrillo, cuyo humo era espeso como el incienso, y a pequeños y lentos sorbos bebimos el líquido agridulce, que sabía a algo extrañamente desconocido y exótico, y que, en efecto, actuaba animando extraordinariamente y haciendo feliz, como si lo llenasen a uno de gas y perdiera su gravedad. Así estuvimos sentados fumando a pequeñas chupadas, descansando y saboreando los vasos, sentimos que nos aligerábamos y que nos poníamos alegres. Además, hablaba Pablo amortiguadamente con su cálida voz:

–Es para mí una alegría, querido Harry, poder hacerle a usted hoy un poco los honores. Muchas veces ha estado usted muy cansado de la vida; usted se afanaba por salir de aquí, ¿no es verdad? Anhelaba abandonar este tiempo, este mundo, esta realidad, y entrar en otra realidad más adecuada a usted, en un mundo sin tiempo. Hágalo usted, querido amigo, yo le invito a ello. Usted sabe muy bien dónde se oculta ese otro mundo, y que lo que usted busca es el mundo de su propia alma. Únicamente dentro de su mismo interior vive aquella otra realidad por la que usted suspira. Yo no puedo darle nada que no exista ya dentro de usted. Yo no puedo presentarle ninguna otra galería de cuadros que la de su alma. No puedo dar a usted nada: sólo la ocasión, el impulso, la clave. Yo he de ayudar a hacer visible su propio mundo; esto es todo.

Metió otra vez la mano en el bolsillo de su batín policromo y sacó un espejo redondo de mano.

–Vea usted: así se ha visto usted hasta ahora.

Me tuvo el espejito delante de los ojos (se me ocurrió un verso infantil: «Espejito, espejito en mi mano»), y vi, algo esfumado y nebuloso, un retrato siniestro que se agitaba, trabajaba y fermentaba dentro de sí mismo: vi a mi propia imagen, a Harry Haller, y dentro de este Harry, al lobo estepario, un lobo hermoso y farruco, pero con una mirada descarriada y temerosa, con los ojos brillantes, a ratos fiero y a ratos triste, y esta figura de lobo fluía en incesante movimiento por el interior de Harry, lo mismo que en un río un afluente de otro color enturbia y remueve, en lucha penosa, infiltrándose el uno en el otro, llenos de afán incumplido de concreción. Triste, triste me miraba el lobo deshecho, a medio conformar, con sus tímidos ojos hermosos.

–Así se ha visto usted siempre –repitió Pablo dulcemente, y volvió a guardar el espejo en el bolsillo.

Agradecido, cerré los ojos y tomé un sorbito del elixir.

–Ya hemos descansado –dijo Pablo–, nos hemos fortalecido y hemos charlado un poco. Si ya no os sentís cansados, entonces voy a llevaros ahora a mis vistas y a enseñaros mi pequeño teatro. ¿Estáis conformes?

Nos levantamos. Pablo iba delante, sonriente; abrió una puerta, descorrió una cortina y nos encontramos en el pasillo redondo, en forma de herradura, de un teatro exactamente en el centro, y a ambos lados el corredor, en forma de arco, ofrecía un número grandísimo, un número increíble de estrechas puertas de palcos.

–Este es mi teatro –explicó Pablo–, un teatro divertido; es de esperar que encontréis toda clase de cosas para reír.

Y al decir esto, reía él con estrépito, sólo un par de notas, pero ellas me atravesaron violentamente; era otra vez la risa clara y extraña que ya antes había oído resonar desde arriba.

–Mi teatrito tiene tantas puertas de palcos como queráis: diez, o ciento, o mil, y detrás de cada puerta os espera lo que vosotros vayáis buscando precisamente. Es una bonita galería de vistas, caro amigo; pero no le serviría de nada recorrerlo así como está usted. Se encontraría atado y deslumbrado por lo que viene usted llamando su personalidad. Sin duda ha adivinado usted hace mucho que el dominio del tiempo, la redención de la realidad y cualesquiera que sean los nombres que haya dado a sus anhelos, no representan otra cosa que el deseo de desprenderse de su llamada personalidad. Esta es la cárcel que lo aprisiona. Y si usted, tal como está, entrase en el teatro, lo vería todo con los ojos de Harry, todo a través de las viejas gafas del lobo estepario. Por eso se le invita a que se desprenda de sus gafas y a que tenga la bondad de dejar esa muy honorable personalidad aquí en el guardarropa, donde volverá a tenerla a su disposición en el momento en que lo desee. La preciosa noche de baile que tiene usted tras sí, el Tractat del lobo estepario y, finalmente, el pequeño excitante que acabamos de tomarnos, lo habrán preparado sin duda suficientemente. Usted, Harry, después de quitarse su respetable personalidad, tendrá a su disposición el lado izquierdo del teatro; Armanda, el derecho; en el interior pueden ustedes volver a encontrarse cuantas veces quieran. Haz el favor, Armanda, de irte por ahora detrás de la cortina; voy a iniciar primeramente a Harry.

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