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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

El lobo estepario (22 page)

BOOK: El lobo estepario
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Mis secretos obstáculos, mi miedo inconfesado al baile de máscaras, no se habían aminorado con el cine y sus estímulos, sino que habían crecido de un modo desagradable, y yo, pensando en Armanda, hube de hacer un esfuerzo para que, por último, me llevara un coche a los salones del Globo y entrar. Se había hecho tarde y el baile estaba en marcha hacía tiempo. Tímido y perplejo, me vi envuelto al punto, antes de quitarme el abrigo, en un violento torbellino de máscaras, fui empujado sin miramientos; muchachas me invitaban a visitar los cuartos del champaña, clowns me daban golpes en la espalda y me llamaban de tú. No les hacía caso, a empujones me abrí camino trabajosamente por los locales sobrellenos hasta llegar al guardarropa, y cuando me dieron el número lo guardé con gran cuidado en el bolsillo, pensando que acaso ya pronto lo necesitase otra vez, cuando estuviera harto del bullicio.

En todas las estancias del gran edificio había fiebre de fiesta, en todos los salones se bailaba, hasta en el sótano, todos los pasillos y escaleras estaban abarrotados de máscaras, de baile, de música, de carcajadas y barullo. Apretujado me fui deslizando por entre la multitud, desde la orquesta de negros hasta la murga de aldea, desde el radiante gran salón principal, por los pasillos y escaleras, por los bares, hasta los buffets y los cuartos del champaña. En la mayor parte de las paredes pendían las fieras y alegres pinturas de los artistas modernísimos. Todo el mundo estaba allí, artistas, periodistas, profesores, hombres de negocios, además, naturalmente, toda la gente de viso de la ciudad. Formando en una de las orquestas estaba sentado mister Pablo, soplando con entusiasmo en su tubo arqueado; cuando me conoció, me lanzó con estrépito su saludo musical. Empujado por el gentío, fui pasando por diversos aposentos, subí y bajé escaleras; un pasillo en el sótano había sido dispuesto por los artistas como infierno, y una murga de demonios armaba allí una frenética algarabía. Luego empecé a buscar con la vista a Armanda y a María, traté de encontrarlas, me esforcé varias veces por penetrar en el salón principal, pero me perdía siempre o me hallaba de cara con la corriente de la multitud. Hacia media noche aún no había encontrado a nadie; aun cuando todavía no me había decidido a bailar, ya tenía calor y me sentía mareado, me tiré en la silla más cercana, entre gente extraña toda, me hice servir vino y encontré que el asistir a estas fiestas bulliciosas no era cosa para un hombre viejo como yo.

Resignado bebí mi vaso de vino, miré absorto los brazos y las espaldas desnudas de las mujeres, vi pasar flotando innúmeras máscaras grotescas, me dejé dar empellones y sin decir una palabra hice seguir su camino a un par de muchachas que querían sentarse sobre mis rodillas o bailar conmigo. «Viejo oso gruñón», gritó una, y tenía razón. Decidí infundirme algo de valor y de humor bebiendo, pero tampoco el vino me hacía bien, apenas pude apurar el segundo vaso. Y poco a poco fui sintiendo cómo el lobo estepario estaba detrás de mí y me sacaba la lengua. No se podía hacer nada conmigo, yo estaba allí en falso lugar. Había ido con la mejor intención, pero no podía animarme, y la alegría bulliciosa y zumbante, las risotadas y todo el frenesí en torno mío se me antojaba necio y forzado.

Así sucedió que a eso de la una, desengañado y de mal talante, me escabullí hacia atrás al guardarropa, para ponerme el gabán y marcharme. Era una derrota, un retroceso al lobo estepario, y no sé si Armanda me lo perdonaría. Pero yo no podía hacer otra cosa. En el penoso camino a través de las apreturas hasta el guardarropa, había vuelto a mirar con cuidado a todas partes, por si veía a alguna de las amigas. En vano. Por fin estuve de pie ante el mostrador, el hombre cortés del otro lado alargaba ya la mano esperando mi número, yo busqué en el bolsillo del chaleco –¡el número no estaba allí ya!–. Diablo, no faltaba más que esto. Varias veces, durante mis tristes correrías por los salones, cuando estuve sentado ante el vino insulso, había metido la mano en el bolsillo, luchando con la resolución de volver a marcharme, y siempre había notado en su sitio la contraseña plana y redonda. Y ahora había desaparecido. Todo se me ponía mal.

–¿Has perdido la contraseña? –me preguntó con voz chillona un pequeño diablo rojo y amarillo, a mi lado–. Ahí puedes quedarte con la mía, compañero –y me la alargó efectivamente–. Mientras yo la tomaba de un modo mecánico y le daba vueltas en los dedos, había desaparecido el ágil diablejo.

Pero cuando hube levantado hasta los ojos la redonda moneda de cartón, para ver el número, allí no había número alguno, sino unos garabatos de letra pequeña. Rogué al hombre del guardarropa que esperara, fui bajo la lámpara más próxima y leí. Allí decía, en minúsculas letras vacilantes, difíciles de leer, algo borrosas:

E
STA NOCHE, A PARTIR DE LAS CUATRO,
T
EATRO
M
ÁGICO

–S
OLO PARA LOCOS
–.

L
A ENTRADA CUESTA LA RAZÓN.

N
O PARA CUALQUIERA
. A
RMANDA ESTÁ EN EL INFIERNO.

Como un polichinela cuyo alambre se le hubiera escapado de las manos por un momento al artista, vuelve a revivir tras una muerte corta y un estúpido letargo, toma parte de nuevo en el juego, bailotea y funciona otra vez; así yo también, llevado por el mágico alambre, volví a correr elástico, joven y afanoso al tumulto, del cual acababa de escaparme cansado, sin gana y viejo. Jamás ha tenido más prisa un pecador por llegar al infierno. Hace un instante me habían apretado los zapatos de charol, me había repugnado el aire perfumado y denso, me había aplanado el calor; ahora corría de prisa sobre mis pies alados, en el compás de onestep, por todos los salones, camino del infierno; sentía el aire lleno de encanto, fui mecido y llevado por el calor, por toda la música zumbona, por el vértigo de colores, por el perfume de los hombros de las mujeres, por la embriaguez de cientos de personas, por la risa, por el compás del baile, por el brillo de todos los ojos inflamados. Una bailarina española voló a mis brazos: «Baila conmigo.» «No puede ser», dije, «voy al infierno. Pero un beso tuyo me lo llevo con gusto». La boca roja bajo el antifaz vino a mi encuentro, y sólo entonces, en el beso, reconocí a María. La apreté en mis brazos, como una fragante rosa de verano florecía su boca plena. Y luego bailamos, claro está, con los labios todavía juntos, y pasamos bailando cerca de Pablo, éste pendía enamorado de su tubo acústico que aullaba tiernamente; radiante y semiausente nos acogió su hermosa mirada ininteligente. Pero antes de que hubiésemos dado veinte pasos de baile, se interrumpió la música, con disgusto solté a María de mis manos.

–Me hubiese gustado bailar contigo otra vez –dije, embriagado por su calor–; sigue conmigo unos pasos, María; estoy enamorado de tu hermoso brazo; ¡déjamelo todavía un momento! Pero, mira, Armanda me ha llamado. Está en el infierno.

–Me lo figuré. Adiós, Harry; yo sigo queriéndote.

Se despidió. Despedida era, otoño era, sino era, lo que me había dejado el perfume de la rosa de verano tan plena y tan fragante.

Seguí corriendo a través de los largos pasillos llenos de tiernas apreturas y por las escaleras abajo hacia el infierno. Allí ardían en los muros, negros como la pez, lámparas chillonas y malignas, y la orquesta de diablos tocaba febril. En una alta silla del bar había sentado un joven bello sin careta, de frac, el cual me pasó revista brevemente con una mirada burlona. Fui oprimido contra la pared por el torbellino del baile; unas veinte parejas bailaban en el pequeñísimo espacio. Ávido y temeroso observé a todas las mujeres; la mayoría aún llevaban antifaz; algunas me miraban riendo; pero ninguna era Armanda. Burlón miraba el bello jovenzuelo hacia abajo desde su alta silla barera. Pensé que en el próximo intermedio del baile llegaría ella y me llamaría. El baile acabó, pero no vino nadie.

Pasé al otro lado, al bar, que estaba embutido en un rincón de la pequeña estancia baja de techo. Fui a ponerme junto a la silla del jovencito y me hice servir whisky. Mientras bebía, vi el perfil del joven; parecía tan conocido y encantador como un retrato de tiempo muy remoto, valioso por el silente velo polvoriento del pasado. ¡Oh, en aquel momento sufrí una sacudida! ¡Sí, era Armando, mi amigo de la infancia!

–¡Armando! –dije a media voz.

Él sonrió.

–Harry, ¿me has encontrado?

Era Armanda, sólo un poco alterado el peinado y ligeramente pintada. Su rostro inteligente me miró de un modo singular con toda su palidez, asomándose a su cuello tieso de moda; llamativamente pequeñas, surgían sus manos de las amplias mangas negras del frac y de los puños blancos, y llamativamente lindos surgían sus pies en botines de seda blanca y negra de los negros pantalones largos.

–¿Es éste el traje, Armanda, con el que quieres hacer que me enamore de ti?

–Hasta ahora –asintió ella– sólo he enamorado a algunas señoras. Pero ahora te toca a ti el turno. Bebamos antes una copa de champaña.

Así lo hicimos, agachados sobre nuestras altas sillas del bar, en tanto que a nuestro lado continuaba el baile y se hinchaba la cálida y violenta música. Y sin que Armanda pareciera esforzarse en absoluto por lograrlo, me enamoré muy pronto de ella. Como iba vestida de hombre, no podíamos bailar, no podía permitirme ninguna caricia, ningún ataque; y mientras aparecía alejada y neutral en su disfraz masculino, me iba envolviendo en miradas, en palabras y gestos, con todos los encantos de su feminidad. Sin haber llegado a tocarla siquiera, sucumbí a su encanto, y esta misma magia seguía en su papel, era un poco hermafrodita. Pues ella estuvo conversando conmigo acerca de Armando y de la niñez, la mía y la suya propia, aquellos años anteriores a la madurez sexual, en los cuales la capacidad de amar abarca no sólo a los sexos, sino a todo y a todas las cosas, lo material y lo espiritual, y todo dotado de la magia del amor y de la fabulosa capacidad de transformación, que únicamente a los elegidos y a los poetas les retorna a veces en las últimas épocas de la vida. Ella representaba perfectamente su papel de mozalbete, fumaba cigarrillos y charlaba ingeniosa y con soltura, a menudo un poco burlona; pero todo estaba impregnado por Eros, todo se transmutaba en linda seducción al pasar a mis sentidos.

¡Qué bien y qué exactamente había creído yo conocer a Armanda y cuán nueva del todo se me revelaba en esta noche! ¡De qué manera tan dulce e imperceptible me tendía la anhelada red, de qué forma tan divertida y embrujada me daba a beber el dulce veneno!

Estuvimos sentados charlando y bebiendo champaña. Dimos, curiosos, una vuelta por los salones, como descubridores aventureros; estuvimos observando diversas parejas y acechamos sus juegos de amor. Ella me mostraba mujeres con las que me incitaba a bailar, y me daba consejos acerca de las artes de seducción que había que emplear con ésta y con aquélla. Nos presentamos como rivales, hicimos la corte los dos un rato a la misma mujer, bailamos alternativamente con ella, tratando los dos de conquistarla. Y, sin embargo, todo esto no era más que juego de máscaras, era sólo una diversión entre nosotros dos que nos enlazaba a ambos más estrechamente, nos inflamaba más al uno para el otro. Todo era cuento de hadas, todo estaba enriquecido con una dimensión de más, con una nueva significación; todo era juego y símbolo. Vimos a una mujer joven, muy hermosa, que parecía algo apenada y descontenta. Armando bailó con ella, la puso hecha un ascua, se la llevó a un quiosco de champaña, y me contó después que había conquistado a aquella mujer no como hombre, sino como mujer, con la magia de Lesbos. Pero a mí, poco a poco, todo este palacio bullicioso lleno de salones en los que zumbaba el baile, esta ebria multitud de máscaras, se me convertía en un desenfrenado paraíso de ensueño; una y otra flor me seducían con su perfume, con una fruta y con otra estuve jugueteando, examinándolas con los dedos; serpientes me miraban seductoras desde verdes sombras de follaje; la flor del loto se alzaba espiritual sobre el negro cieno; pájaros encantados incitaban desde la enramada, y, sin embargo, todo no hacía más que llevarme al fin anhelado, todo me invitaba cada vez más con afán ardiente hacia la única. Un momento bailé con una muchacha desconocida, entusiasmado, conquistador; la arrastré al vértigo y a la embriaguez, y, mientras flotábamos en lo irreal, dijo ella, riendo, de pronto:

–Estás desconocido. A primera hora te encontrabas tan tonto y tan insípido...

Y reconocí a la que horas antes me había llamado «viejo oso gruñón». Ahora creyó haberme conseguido; pero al baile siguiente era ya otra la que me enardecía. Bailé dos horas o aún más, sin parar, todos los bailes, muchos que no había aprendido nunca. Una y otra vez aparecía a mi lado Armando, el joven sonriente, me saludaba con la cabeza, desaparecía de nuevo en el tumulto.

En esta noche de baile se me logró un acontecimiento que me había sido desconocido durante cincuenta años, aun cuando lo ha experimentado cualquier tobillera y cualquier estudiante: el suceso de una fiesta, la embriaguez de la comunidad en una fiesta, el secreto de la pérdida de la personalidad entre la multitud, de la unio mystica de la alegría. Con frecuencia había oído hablar de ello, era conocido de toda criada de servir, y con frecuencia había visto brillar los ojos del narrador y siempre me había sonreído un poco con aire de superioridad, un poco con envidia. Aquel brillo en los ojos ebrios de un desplazado, de un redimido de sí mismo; aquella sonrisa y aquel decaimiento medio extraviado del que se deshace en el torbellino de la comunidad, lo había visto cien veces en la vida, en ejemplos nobles y plebeyos, en reclutas y en marineros borrachos, lo mismo que en grandes artistas en el entusiasmo de representaciones solemnes, y no menos en soldados jóvenes al ir a la guerra, y aun en época recentísima había admirado, amado, ridiculizado y envidiado este fulgor y esta sonrisa del que se encuentra felizmente fuera de lugar, en mi amigo Pablo, cuando él, dichoso en el estruendo de la música, estaba pendiente de su saxofón en la orquesta, o miraba arrobado y en éxtasis al director, al tambor o al hombre con el banjo. A veces había pensado que esta sonrisa, este fulgor infantil, no sería posible más que a personas muy jóvenes y a aquellos pueblos que no podían permitirse una fuerte individuación y diferenciación de los hombres en particular. Pero hoy, en esta bendita noche, irradiaba yo mismo, el lobo estepario Harry, esta sonrisa, nadaba yo mismo en esta felicidad honda, infantil, de fábula; respiraba yo mismo este dulce sueño y esta embriaguez de comunidad, de música y de ritmo, de vino y de placer sexual, cuyo elogio en la referencia de un baile dada por cualquier estudiante había escuchado yo tantas veces con un poco de soma y con aire de pobre suficiencia. Yo ya no era yo; mi personalidad se había disuelto en el torrente de la fiesta como la sal en el agua. Bailé con muchas mujeres; también que nadaban conmigo en el mismo salón, en el mismo baile, en la misma música, y cuyas caras radiantes flotaban delante de mi vista como grandes flores fantásticas; todas me pertenecían, a todas pertenecía yo, todos participábamos unos de otros. Y hasta los hombres había que contarlos también; también en ellos estaba yo; tampoco ellos me eran extraños a mí; su sonrisa era la mía, sus aspiraciones mis aspiraciones, mis deseos los suyos.

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