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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

El lobo estepario (27 page)

BOOK: El lobo estepario
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Así había sido en otro tiempo, un domingo, hace treinta y cinco años, y todo lo de entonces había vuelto en este instante: la colina y la ciudad, el viento primaveral y el aroma de capullo, Rosa y su cabello castaño, anhelos inflamados y dulces angustias de muerte. Todo era como antaño, y me parecía que jamás había vuelto a querer en mi vida como entonces quise a Rosa. Pero esta vez me había sido dado recibirla de otro modo que en aquella ocasión. Vi cómo se ponía encarnada al reconocerme, vi su esfuerzo para ocultar su turbación y comprendí al punto que le gustaba, que para ella este encuentro significaba lo mismo que para mí. Y en lugar de quitarme otra vez el sombrero y quedarme descubierto e inmóvil hasta que hubiera pasado, ahora, a pesar del temor y del azoramiento, hice lo que la sangre me mandaba hacer, y exclamé: « ¡Rosa! Gracias a Dios que has llegado, hermosa, hermosísima muchacha. ¡Te quiero tanto!» Esto no era acaso lo más espiritual que en aquel momento pudiera decirse, pero aquí no hacía falta ninguna el espíritu, bastaba aquello perfectamente. Rosa se detuvo, me miró y se puso aún más encarnada que antes, y dijo: «Dios te guarde, Harry. ¿De veras me quieres?» Y al decir esto, brillaban de su cara vigorosa los ojos oscuros, y yo me di cuenta: toda mi vida y mis amores pasados habían sido falsos y difusos y llenos de necia desventura desde el momento en que aquel domingo había dejado marchar a Rosa. Pero ahora se corregía el error, y todo se hacía de otra manera, se haría todo bien.

Nos cogimos de las manos y así seguimos andando despacio, indefectiblemente felices, muy azorados; no sabíamos lo que decir ni lo que hacer; por azoramiento empezamos a correr más de prisa, nos pusimos a trotar hasta que nos quedamos sin aliento y hubimos de pararnos; pero sin soltarnos de la mano. Aún estábamos los dos en la niñez y no sabíamos bien lo que hacernos el uno con el otro; aquel domingo no llegamos siquiera a un primer beso, pero fuimos enormemente felices. Nos quedamos parados y respiramos, nos sentamos en la hierba y yo acaricié su mano, y ella me pasó tímidamente la otra suya por el cabello, y luego nos volvimos a levantar y medimos cuál de los dos era más alto, y, en realidad, era yo un dedo más alto, pero no quise reconocerlo, sino que hice constar que éramos exactamente iguales y que Dios nos había determinado al uno para el otro, y más tarde habríamos de casarnos. Luego dijo Rosa que olía a violetas, y nos pusimos de rodillas sobre la pequeña hierba primaveral y buscamos y encontramos un par de violetas con el tallo muy corto, y cada uno regaló al otro las suyas, y cuando refrescó y la luz caía ya oblicua sobre las rocas, dijo Rosa que tenía que regresar a su casa, y entonces nos pusimos los dos muy tristes, pues acompañarla no podía; pero ya teníamos ambos un secreto entre los dos, y esto era lo más delicioso que poseíamos. Yo me quedé arriba entre las rocas, aspiré el perfume de las violetas de Rosa, me tumbé en el suelo al borde de un precipicio, con la cara sobre el abismo y estuve mirando hacia abajo a la ciudad y atisbando hasta que su dulce y pequeña figura apareció allá muy abajo y pasó presurosa junto al pozo y por encima del puente. Y entonces ya sabía que había llegado a la casa de su padre, y que andaba allí por las estancias, y yo estaba tendido aquí arriba lejos de ella, pero de mí hasta ella corría un lazo, se extendía una corriente, flotaba un secreto.

Volvimos a vernos acá y allá, sobre las rocas, junto a las bardas del jardín, durante toda esta primavera, y, cuando las lilas empezaban a florecer, nos dimos el primer tímido beso. Pero era lo que nosotros, niños, podíamos darnos, y nuestro beso era todavía sin ardor ni plenitud, y sólo muy suavemente me atreví a acariciar los sueltos tirabuzones al lado de sus orejas, pero todo era nuestro, todo aquello de que éramos capaces en amor y alegría; y con todo tímido contacto, con toda frase de amor sin madurar, con toda temerosa espera, aprendíamos una nueva dicha, subíamos un pequeño peldaño en la escala del amor.

Así volví a vivir otra vez, bajo estrellas más venturosas, toda mi vida de amoríos, empezando por Rosa y las violetas. Rosa se esfumó y apareció Irmgard, y el sol se hacía más ardiente, las estrellas más embriagadoras, pero ni Rosa ni Irmgard llegaron a ser mías; peldaño a peldaño hube de ir ascendiendo, hube de vivir muchas cosas, aprender mucho, tuve que volver a perder a Irmgard también y también a Ana. Volví a querer a todas las muchachas a las que había querido antaño en mi juventud, pero a cada una de ellas podía inspirar amor, a todas podía darles algo, de todas y cada una podía recibir una dádiva. Deseos, sueños y posibilidades, que antes solamente en mi fantasía habían vivido, eran ahora realidad y tomaron vida. ¡Oh, vosotras todas las flores fragantes, Ida y Lore, vosotras todas, a las que en otro tiempo amé todo un verano, un mes entero, un día!

Comprendí que yo ahora era el lindo y ardiente jovenzuelo, al que sabía visto correr poco antes hacia la puerta del amor, que yo ahora dejaba vivir y crecer a este trozo de mi persona, a este pedazo de mi naturaleza y de mi vida, que sólo llenaba una décima, una milésima parte de ella, libre de todas las otras figuras de mi yo, no turbado por el pensador, no martirizado por el lobo estepario, sin cohibir por el poeta, por el soñador, por el moralista. No; ahora no era yo sino amador, no respiraba ninguna otra ventura ni ninguna otra pena que la del amor. Ya Irmgard me había enseñado a bailar, Ida a besar, y la más hermosa, Emma, fue la primera que en una tarde de otoño, bajo el follaje de los olmos mecidos por el viento, me dio a besar sus pechos morenos y a beber el cáliz del placer.

Muchas cosas viví en el pequeño teatro de Pablo, y ni una milésima parte de ello puede expresarse con palabras. Todas las muchachas que en alguna ocasión había amado, fueron ahora mías; cada una me dio lo que sólo ella podía dar; a cada una le di yo lo que sólo ella podía tomar de mí. Mucho amor, mucha ventura, mucha voluptuosidad, mucho desasosiego también y desazón me fue dado a gustar; todo el amor desperdiciado de mi vida floreció de una manera encantadora en mi jardín durante esta hora de ensueño: castas flores delicadas, vivas flores ardientes, oscuras flores en trance de marchitez, llameante voluptuosidad, tiernos delirios, igníferas melancolías, angustiosos desfallecimientos, radiante renacer. Hallé mujeres, a las que sólo apresuradamente y en raudo torbellino se podía conquistar, y otras, a las que era delicioso pretender durante mucho tiempo y con ternura; volvió a surgir de nuevo todo rincón incierto de mi vida, en el que alguna vez, aunque sólo hubiera sido por un minuto, me llamara la voz del sexo, me inflamara una mirada femenina, me sedujera el resplandor de una piel nacarada de mujer, y ahora se ganaba todo el tiempo perdido.

Todas fueron siendo mías, cada una a su manera. Allí estaba la señora con los ojos extraños, hondamente oscuros bajo el cabello claro como el lino, junto a la cual estuve un día durante un cuarto de hora al lado de la ventana en el pasillo de un tren expreso y que después muchas veces se me había aparecido en sueños; no hablaba una palabra, pero me enseñó artes eróticas insospechadas, tremendas, mortales. Y la china lisa y silenciosa del puerto de Marsella, con su sonrisa de cristal, el cabello negro como el azabache y laso y los ojos flotantes; también ella sabía cosas inauditas. Cada una tenía su secreto, exhalaba el aroma de su tierra natal, besaba y reía a su manera, tenía su modo especial de ser pudorosa y su modo especial de ser impúdica. Venían y se marchaban, la corriente me las traía, me arrastraba hacia ellas, me apartaba, era un flotar juguetón e infantil en el flujo del sexo, lleno de encanto, lleno de peligros, lleno de sorpresas. Y me asombré de cuán rica en amoríos, en propicios instantes, en redenciones había sido mi vida, mi vida de lobo estepario aparentemente tan pobre y sin cariño. Había desperdiciado y evitado casi todas las ocasiones, había pasado por encima de ellas, las había olvidado inmediatamente; pero aquí estaban todas guardadas, sin que faltara una, a centenares. Y ahora las vi, me entregué a ellas, les abrí mi pecho, me hundí en su abismo vagamente rosado. También volvió aquella tentación que Pablo un día me brindara, y otras, anteriores, que en su época yo ni siquiera comprendía del todo, jugueteos fantásticos entre tres y cuatro personas me arrastraron sonrientes en su cadencia. Muchas cosas sucedieron, muchos juegos se jugaron que no son para expresarlos con palabras.

Del torrente infinito de seducciones, de vicios, de complicaciones, volvía yo a surgir callado, tranquilo, animado, saturado de ciencia, sabio, con gran experiencia, maduro para Armanda. Como última figura en mi mitología de miles de seres, como último nombre en la serie inacabable, surgió ella, Armanda, y al punto recobré la conciencia y puse fin al cuento de amor, pues a ella no quería encontrarla yo aquí en el claroscuro de un espejo mágico, a ella no le pertenecía solamente aquella figura aislada de mi ajedrez, le pertenecía el Harry entero. ¡Oh!, yo reconstruiría ahora mi juego de figuras, con el fin de que todo se refiriera a ella y caminara hacia la realización.

El torrente me había arrojado a la playa, y de nuevo me encontré en el silencioso pasillo del teatro. ¿Qué hacer ahora? Fui a sacar las figurillas de mi bolsillo, pero al momento se desvaneció el impulso. Inagotable, me rodeaba este mundo de las puertas, de las inscripciones, de los espejos mágicos. Inconscientemente leí el letrero más cercano y me horroricé:

C
OMO SE MATA POR AMOR

decía allí. Con un rápido estremecimiento se alzó por un segundo dentro de mí la imagen de un recuerdo: Armanda junto a la mesa de un restaurante, abstraída un momento del vino y de los manjares y perdida en un diálogo sin fondo, con una terrible serenidad en la mirada, cuando me dijo que sólo iba a hacer que me enamorara de ella, para ser muerta por mi mano. Una pesada ola de angustia y de tinieblas pasó sobre mi corazón; de repente volví a sentir de nuevo en lo más íntimo de mi ser la tribulación y la fatalidad. Desesperado, metí la mano al bolsillo para sacar las figuras y hacer un poco de magia y permutar el orden de mi tablero. Ya no estaban las figuras. En vez de las figuras saqué del bolsillo un puñal. Con angustia de muerte me puse a correr por el pasillo, pasando por delante de las puertas; me paré de pronto frente al espejo gigantesco, y me miré en él. En el espejo estaba, como yo de alto, un hermoso lobo enorme, estaba quieto, relampagueaba recelosa su mirada intranquila. Flameante, me guiñaba los ojos, reía un poco, de modo que al entreabrir por un momento las fauces, se podía ver la lengua encarnada.

¿Dónde estaba Pablo? ¿Dónde estaba Armanda? ¿Dónde estaba el tipo inteligente que había charlado de modo tan delicioso de la reconstrucción de la personalidad?

De nuevo miré al espejo. Yo había estado tonto. Detrás del alto cristal no había lobo ninguno que estuviera dando vueltas a la lengua dentro de la boca. En el espejo estaba yo, estaba Harry, con su rostro gris, abandonado de todos los juegos, fatigado de todos los vicios, horriblemente pálido, pero de todos modos, un hombre, de todos modos alguien, con quien poder hablar.

–Harry –dije–, ¿qué haces ahí?

–Nada –dijo el del espejo–. No hago más que esperar. Espero a la muerte.

–¿Y dónde está la muerte? –pregunté.

–Ya viene –dijo el otro.

Y a través de las estancias vacías del interior del teatro oí resonar una música hermosa y terrible, aquella música del Don Juan, que acompaña la salida del convidado de piedra. Horribles retumbaban los compases de hielo por la casa espectral, procedentes del otro mundo, de los inmortales.

¡Mozart! –pensé, evocando con ello las imágenes más amadas y más sublimes de mi vida anterior.

Entonces se oyó detrás de mí una carcajada, una carcajada clara y glacial, surgida de un mundo de sufrimientos y de humorismo de dioses que los hombres desconocían. Di media vuelta, con la sangre helada y como transportado a otras esferas por aquella risa, y entonces llegó andando Mozart, cruzó sonriente a mi lado, se dirigió sereno y con paso menudo a una de las puertas de los palcos, la abrió y entró, y yo seguí ávido al dios de mi juventud, al perenne ideal de mi amor y veneración. La música seguía sonando. Mozart estaba junto a la barandilla del palco; del teatro no se veía nada, tinieblas llenaban el espacio sin límites.

–¿Ve usted? –dijo Mozart–. Nos podemos pasar sin saxofón. Aunque yo, ciertamente, no quisiera acercarme mucho a este famoso instrumento.

–¿Dónde estamos? –pregunté.

–Estamos en el último acto del Don Juan. Leporrello está ya de rodillas. Una escena magnífica, y hasta la música se puede oír, vaya. Aun cuando tiene todavía toda clase de matices humanos dentro de si, se manifiesta ya el otro mundo, la risa, ¿no?

–Es la última música grande que se ha escrito –dije solemnemente, como un profesor– . Ciertamente que vino todavía Schubert, que vino después Hugo Wolf, y tampoco debo olvidar al pobre y magnífico Chopin. Arruga usted la frente, maestro. ¡Oh, desde luego! También está ahí Beethoven, también él es maravilloso. Pero todo esto, por muy hermoso que sea, tiene ya algo de fragmentario en sí mismo, de disolvente; una obra tan perfectamente acabada no se ha vuelto a hacer ya por los hombres desde el
Don Juan
.

–No se esfuerce usted –reía Mozart de una manera terriblemente burlona–. ¿Usted mismo es seguramente músico, por lo visto? Bueno, yo ya he dejado la profesión; ya estoy retirado. Sólo por broma me dedico todavía alguna vez al oficio.

Levantó las manos como si estuviera dirigiendo, y una luna, o un astro pálido por el estilo, salió en alguna parte; por encima de la barandilla extendí la vista sobre inmensos abismos espaciales, nubes y nieblas cruzaron por ellos, tenuemente se divisaban los montes y las playas; debajo de nosotros se extendía inmensa una llanura semejante al desierto. En esta llanura vimos a un anciano de aspecto venerable con luenga barba, el cual, con cara melancólica, iba conduciendo una enorme procesión de varias decenas de millares de hombres vestidos de negro. Parecía afligido y sin esperanza, y Mozart dijo:

–Vea usted: ése es Brahms. Va en pos de la redención, pero aún le queda un buen rato.

Supe que los millares de enlutados eran todos los artistas de las voces y notas puestas de más en sus partituras, según el juicio divino.

–Excesiva instrumentación, demasiado material desperdiciado –asintió Mozart.

E inmediatamente vimos caminar, a la cabeza de otro ejército tan grande, a Ricardo Wagner, y sentimos cómo los millares de taciturnos acompañantes lo abrumaban; cansino y con resignado andar, lo vimos arrastrarse a él también.

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