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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

El lobo estepario (19 page)

BOOK: El lobo estepario
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A este Pablo, al hermoso Pablo, parecía también querer mucho María.

–Es guapo –decía yo–; también a mí me gusta mucho. Pero dime, María, ¿cómo puedes al propio tiempo quererme a mí también, que soy un tipo viejo y aburrido, que no soy bello y tengo ya canas y no sé tocar el saxofón ni cantar canciones inglesas de amor?

–No hables de esa manera tan fea –corregía ella–. Es completamente natural. También tú me gustas, también tienes tú algo bonito, amable y especial; no debes ser de otra manera más que como eres. No hace falta hablar de estas cosas ni pedir cuentas de todo esto. Mira, cuando me besas el cuello o las orejas, entonces me doy cuenta de que me quieres, de que te gusto; sabes besar de una manera..., un poco así como tímidamente, y esto me dice: te quiere, te está agradecido porque eres bonita. Esto me gusta mucho, muchísimo. Y otras veces, con otro hombre, me gusta precisamente lo contrario, que parece no importarle yo nada y me besa como si fuera una merced por su parte.

Nos volvimos a dormir. Me desperté de nuevo, sin haber dejado de tener abrazada a mi hermosa, hermosísima flor.

¡Y qué extraño! Siempre la hermosa flor seguía siendo el regalo que me había hecho Armanda. Constantemente estaba ésta detrás, encerrada en ella como una máscara. Y de pronto, en un intermedio, pensé en Erica, mi lejana y malhumorada querida, mi pobre amiga. Apenas era menos bonita que María, aun cuando no tan floreciente y fresca y más pobre en pequeñas y geniales artes amatorias, y un rato tuve ante mí su imagen, clara y dolorosa, amada y entretejida tan hondamente con mi destino, y volvió a esfumarse en el sueño, en olvido, en lejanía medio deplorada.

Y de este mismo modo surgieron ante mí en esta noche hermosa y delicada muchas imágenes de mi vida, llevada tanto tiempo de una manera pobre y vacua y sin recuerdos. Ahora, alumbrado mágicamente por Eros, se destacó profundo y rico el manantial de las antiguas imágenes, y en algunos momentos se me paraba el corazón de arrobamiento y de tristeza, al pensar qué abundante había sido la galería de mi vida, cuán llena de altos astros y de constelaciones había estado el alma del pobre lobo estepario. Mi niñez y mi madre me miraban tiernas y radiantes como desde una alta montaña lejana y confundida con el azul infinito; metálico y claro resonaba el coro de mis amistades, al frente el legendario Armando, el hermano espiritual de Armanda; vaporosos y supraterrenos, como húmedas flores marinas que sobresalían de la superficie de las aguas, venían flotando los retratos de muchas mujeres, que yo había amado, deseado y cantado, de las cuales sólo a pocas hube conseguido e intentado hacerlas mías. También apareció mi mujer, con la que había vivido varios años y la cual me enseñara camaradería, conflicto y resignación y hacia quien, a pesar de toda su incomprensión personal, había quedado viva en mí una profunda confianza hasta el día en que, enloquecida y enferma, me abandonó en repentina huida y fiera rebelión, y conocí cuánto tenía que haberla amado y cuán profundamente había tenido que confiar en ella, para que su abuso de confianza me hubiera podido alcanzar de un modo tan grave y para toda la vida.

Estas imágenes –eran cientos, con y sin nombre– surgieron todas otra vez; subían jóvenes y nuevas del pozo de esta noche de amor, y volví a darme cuenta de lo que en mi miseria hacía tiempo había olvidado, que ellas constituían la propiedad y el valor de mi existencia, que seguían viviendo indestructibles, sucesos eternizados como estrellas que había olvidado y, sin embargo, no podía destruir, cuya serie era la leyenda de mi vida y cuyo brillo astral era el valor indestructible de mi ser. Mi vida había sido penosa, errabunda y desventurada; conducía a negación y a renunciamiento, había sido amarga por la sal del destino de todo lo humano, pero había sido rica, altiva y señorial, hasta en la miseria una vida regia. Y aunque el poquito de camino hasta el fin la desfigurase por entero de un modo tan lamentable, la levadura de esta vida era noble, tenía clase y dignidad, no era cuestión de ochavos, era cuestión de mundos siderales.

Ya hace de esto nuevamente una temporada, muchas cosas han ocurrido desde entonces y se han modificado, sólo puedo recordar algunas concretas de aquella noche, palabras sueltas cambiadas entre los dos, momentos y detalles eróticos de profunda ternura, fugaces claridades de estrellas al despertar del pesado sueño de la extenuación amorosa. Pero aquella noche fue cuando de nuevo por vez primera desde la época de mi derrota me miraba mi propia vida con los ojos inexorablemente radiantes, y volví a reconocer a la casualidad como destino y a las ruinas de mi vida como fragmento celestial. Mi alma respiraba de nuevo, mis ojos veían otra vez, y durante algunos instantes volví a presentir ardientemente que no tenía más que juntar el mundo disperso de imágenes, elevar a imagen el complejo de mi personalísima vida de lobo estepario, para penetrar a mi vez en el mundo de las figuras y ser inmortal. ¿No era éste, acaso, el fin hacia el cual toda mi vida humana significaba un impulso y un ensayo?

Por la mañana, después de compartir conmigo mi desayuno María, tuve que sacarla de contrabando de la casa, y lo logré. Aun en el mismo día alquilé para ella y para mí en sitio próximo de la ciudad un cuartito, destinado sólo para nuestras citas. Mi profesora de baile, Armanda, compareció fiel a su obligación, y hube de aprender el boston. Era severa e inexorable y no me perdonaba ni una lección, pues estaba convenido que yo había de ir con ella al próximo baile de máscaras. Me había pedido dinero para su disfraz, acerca del cual, sin embargo, me negaba toda noticia. Y aún seguía estándome prohibido visitarla o saber dónde vivía.

Esta temporada hasta el baile de máscaras, unas tres semanas, fue extraordinariamente hermosa. María me parecía que era la primera querida verdadera que yo hubiera tenido en mi vida. Siempre había exigido de las mujeres, a las que amara, espiritualidad e ilustración, sin darme cuenta por completo nunca de que la mujer, hasta la más espiritual y la relativamente más ilustrada, no respondía jamás al logos dentro de mí, sino que en todo momento estaba en contradicción con él; yo les llevaba a las mujeres mis problemas y mis ideas, y me hubiese parecido de todo punto imposible amar más de una hora a una muchacha que no había leído un libro, que apenas sabia lo que era leer y no hubiese podido distinguir a un Tchaikowski de un Beethoven; María no tenía ninguna ilustración, no necesitaba estos rodeos y estos mundos de compensación; sus problemas surgían todos de un modo inmediato de los sentidos. Conseguir tanta ventura sensual y amorosa como fuera humanamente posible con las dotes que le habían sido dadas, con su figura singular, sus colores, su cabello, su voz, su piel y su temperamento, hallar y producir en el amante respuesta, comprensión y contrajuego animado y embriagador a todas sus facultades, a la flexibilidad de sus líneas, al delicadísimo modelado de su cuerpo, era lo que constituía su arte y su cometido. Ya en aquel primer tímido baile con ella había yo sentido esto, había aspirado este perfume de una sensualidad genial y encantadoramente refinada y había sido fascinado por ella. Ciertamente, que tampoco había sido por casualidad por lo que Armanda, la omnisciente, me había escogido a esta María. Su aroma y todo su sello era estival, era rosado.

No tuve la fortuna de ser el amante único o preferido de María, yo era uno de varios. A veces no tenía tiempo para mi; algunos días, una hora por la tarde; pocas veces, una noche entera. No quería tomar dinero de mí; detrás de esto se conocía a Armanda. Pero regalos, aceptaba con gusto. Y si le regalaba un nuevo portamonedas pequeño de piel roja acharolada, podía poner dentro también dos o tres monedas de oro. Por lo demás, a causa del bolsillito encarnado, se burló bien de mí. Era muy bonito, pero era una antigualla, pasado de moda. En estas cosas, de las cuales yo entendía y sabía hasta entonces menos que de cualquier lengua esquimal, aprendí mucho de María. Aprendí ante todo que estos pequeños juguetes, objetos de moda y de lujo, no sólo son bagatelas y una invención de ambiciosos fabricantes y comerciantes, sino justificados, bellos, variados, un pequeño, o mejor dicho, un gran mundo de cosas, que todas tienen la única finalidad de servir al amor, refinar los sentidos, animar el mundo muerto que nos rodea, y dotarlo de un modo mágico de nuevos órganos amatorios, desde los polvos y el perfume hasta el zapato de baile, desde la sortija a la pitillera; desde la hebilla del cinturón hasta el bolso de mano. Este bolso no era bolso, el portamonedas no era portamonedas, las flores no eran flores, el abanico no era abanico; todo era materia plástica del amor, de la magia, de la seducción; era mensajero, intermediario, arma y grito de combate.

Muchas veces pensé a quién querría María realmente. Más que a ninguno creo que quería al joven Pablo del saxofón, con sus negros ojos perdidos y las manos alargadas, pálidas, nobles y melancólicas. Yo hubiera tenido a este Pablo por un poco soporífero, caprichoso y pasivo en el amor, pero María me aseguró que, en efecto, sólo muy lentamente se conseguía ponerlo al rojo, pero que entonces era más pujante, más fuerte y varonil y más retador que cualquier as de boxeo o maestro de equitación. Y de esta manera aprendí y supe secretos de muchos individuos, del músico del jazz, del actor, de más de cuatro mujeres, de muchachas y de hombres de nuestro medio ambiente; supe toda suerte de secretos, vi bajo la superficie relaciones y enemistades, fui haciéndome poco a poco confidente e iniciado (yo, que en esta clase de mundo había sido un cuerpo extraño completamente sin conexión). También aprendí muchas cosas referentes a Armanda. Pero ahora me reunía con frecuencia preferentemente con el señor Pablo, a quien María quería mucho. A menudo empleaba ella también sus remedios clandestinos, y a mí mismo me proporcionaba alguna vez estos goces, y siempre se mostraba Pablo especialmente servicial. Una vez me lo dijo sin circunloquios.

–Usted es tan desgraciado... Eso no está bien. No hay que ser así. Me da mucha pena. Fúmese usted una pequeña pipa de opio...

Mi juicio sobre este hombre alegre, inteligente, aniñado y a la vez insondable, cambiaba continuamente; nos hicimos amigos. Con alguna frecuencia aceptaba yo alguno de sus remedios. Un tanto divertido, asistía él a mi enamoramiento de María. Una vez organizó una «fiesta» en su cuarto, la buhardilla de un hotel de las afueras. No había allí más que una silla; Maria y yo tuvimos que sentarnos en la cama. Nos dio a beber un licor misterioso, maravilloso, mezclado de tres botellitas. Y luego, cuando me hube puesto de muy buen humor, nos propuso con las pupilas brillantes celebrar una orgía erótica los tres juntos. Yo rehusé con brusquedad; a mí no me era posible una cosa así; mas a pesar de todo miré un momento a María, para ver qué actitud adoptaba, y aunque inmediatamente asintió a mi negativa, vi, sin embargo, el fulgor de sus ojos y me di cuenta de su pena por mi renuncia. Pablo sufrió una decepción con mi negativa, pero no se molestó.

–Es lástima –dijo–; Harry tiene muchos escrúpulos morales. No se puede con él. ¡Hubiera sido, sin embargo, tan hermoso, tan hermosísimo! Pero tengo un sustitutivo.

Tomamos cada uno una chupada de opio, y sentados inmóviles, con los ojos abiertos, vivimos los tres la escena por él sugerida; María, en ese tiempo, temblando de delicia. Cuando al cabo de un rato me sentí un poco mareado, me colocó Pablo en la cama, me dio unas gotas de una medicina, y al cerrar yo por algunos minutos los ojos, sentí sobre cada uno de los párpados como el aliento de un beso fugitivo. Lo admití como si creyera que me lo había dado María. Pero sabía perfectamente que era de él.

Y una tarde me sorprendió aún más. Apareció en mi casa, me contó que necesitaba veinte francos y me rogaba que le diera este dinero. Me ofrecía, en cambio, que aquella noche dispusiera de María en su lugar.

–Pablo –dije asustado–, usted no sabe lo que está diciendo. Ceder su querida a otro por dinero, eso es entre nosotros lo más indigno que cabe. No he oído su proposición, Pablo.

Me miró compasivo.

–¿No quiere usted, señor Harry? Bien. Usted no hace más que proporcionarse dificultades a sí mismo. Entonces no duerma usted esta noche con María, si así lo prefiere, y déme usted el dinero; ya se lo devolveré sin falta. Me es absolutamente preciso.

–¿Para qué lo quiere?

–Para Agostino, ¿sabe usted? Es el pequeño del segundo violín. Lleva ocho días enfermo, y nadie se ocupa de él, no tiene un céntimo, y mi dinero se ha acabado también ya.

Por curiosidad y un poco también por autocastigo, fui con él a casa de Agostino. Le llevó a la buhardilla leche y unas medicinas, una bien miserable buhardilla; le arregló la cama, le aireó la habitación y le puso en la cabeza calenturienta una artística compresa, todo rápida y delicadamente y bien hecho, como una buena hermana de la Caridad. Aquella misma noche lo vi tocar la música en el City–Bar hasta la madrugada.

Con Armanda hablaba yo a menudo larga y objetivamente acerca de María, de sus manos, de sus hombros, de sus caderas, de su manera de reír, de besar, de bailar.

–¿Te ha enseñado ya esto? –me preguntó Armanda una vez, y me describió un juego especial de la lengua al dar un beso. Yo le pedí que me lo enseñara ella misma, pero ella rehusó con seriedad–. Eso viene después –dijo–; aún no soy tu querida.

Le pregunté de qué conocía las artes del beso en María y algunas otras secretas particularidades de su cuerpo, sólo conocidas del hombre amante.

–¡Oh! –exclamó–. Somos amigas. ¿Crees acaso que nosotras tenemos secretos entre las dos? He dormido y he jugado bastantes veces con ella. Tienes suerte, has atrapado una hermosa muchacha, que sabe más que otras.

–Creo, sin embargo, Armanda, que aún tendréis algunos secretos entre vosotras. ¿O le has dicho también acerca de milo que sabes?

–No; esas son otras cosas que no entendería ella. María es maravillosa, puedes estar satisfecho; pero entre tú y yo hay cosas de las cuales ella no tiene ni noción. Le he dicho muchas cosas acerca de ti, naturalmente mucho más de lo que a ti te hubiera gustado entonces; me importaba seducirla para ti. Pero comprenderte, amigo, como yo te comprendo, no te comprenderá María nunca, ni ninguna otra. Por ella he adquirido también algunos conocimientos; estoy al corriente acerca de ti, en lo que María sabe. Ya te conozco casi tan perfectamente como si hubiéramos dormido juntos con frecuencia.

Cuando volví a reunirme con María, me resultaba extraño y misterioso saber que ella había tenido a Armanda junto a su corazón lo mismo que a mí, que había palpado, besado, gustado y probado sus miembros, sus cabellos, su piel exactamente igual que los míos. Ante mi surgían relaciones y nexos nuevos, indirectos, complicados, nuevas modalidades de amor y de vida, y pensé en las mil almas del tratado del lobo estepario.

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