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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

El lobo estepario (17 page)

BOOK: El lobo estepario
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Cuando aquel día el de los ojos negros se hubo despedido y la música volvió a tocar, se levantó Armanda.

–Ahora podrías volver a bailar conmigo, Harry. ¿O no quieres bailar más?

También con ella bailé ahora más fácil, más libre y más alegremente, aun cuando no tan ingrávido y olvidado de mi mismo como con aquella otra. Armanda dejó que yo la llevara y se plegaba a mí delicada y suavemente, como la hoja de una flor, y también en ella encontré y sentí ahora todas aquellas delicias que unas veces venían a mi encuentro y otras se me alejaban; también ella olía a mujer y a amor, también su baile cantaba delicada e íntimamente la atrayente canción deliciosa del sexo; y, sin embargo, a todo esto no podía yo responder con plena libertad y alegría, no podía olvidarme y entregarme por completo. Armanda me estaba demasiado cerca, era mi camarada, mi hermana, era mi igual, se parecía a mi mismo y se parecía a mi amigo de la juventud, Armando, el soñador, el poeta, el compañero de mis ejercicios y correrías espirituales.

–Lo sé –dijo ella después, cuando hablamos de esto–; lo sé bien. Yo he de hacer desde luego todavía que te enamores de mí, pero no hay prisa. Primero, somos camaradas, somos personas que esperan llegar a ser amigos, porque nos hemos conocido mutuamente. Ahora queremos los dos aprender el uno del otro y jugar uno con otro. Yo te enseño mi pequeño teatro, te enseño a bailar y a ser un poquito alegre y tonto, y tú me enseñas tus ideas y algo de tu ciencia.

–Ah, Armanda, en eso no hay mucho que enseñar; tú sabes muchísimo más que yo. ¡Qué persona tan extraordinaria eres, muchacha! En todo me comprendes y te me adelantas. ¿Soy yo, acaso, algo para ti? ¿No te resulto aburrido?

Ella miraba al suelo con la vista nublada.

–Así no me gusta oírte. Piensa en la noche en que maltrecho y desesperado, saliendo de tu tormento y de tu soledad, te interpusiste en mi camino y te hiciste mi compañero. ¿Por qué crees tú, pues, que pude entonces conocerte y comprenderte?

—¿Por qué, Armanda? ¡Dímelo!

–Porque yo soy como tú. Porque estoy precisamente tan sola como tú y como tú no puedo amar ni tomar en serio a la vida ni a las personas ni a mi misma. Siempre hay alguna de esas personas que pide a la vida lo más elevado y a quien no puede satisfacer la insulsez y rudeza de ambiente.

–¡Tú, tú! –exclamé hondamente admirado–. Te comprendo, camarada; nadie te comprende como yo. Y, sin embargo, eres para mí un enigma. Tú te las arreglas con la vida jugando, tienes esa maravillosa consideración ante las cosas y los goces minúsculos, eres una artista de la vida. ¿Cómo puedes sufrir con el mundo? ¿Cómo puedes desesperar?

–No desespero, Harry. Pero sufrir por la vida, oh, sí; en eso tengo experiencia. Tú te asombras de que yo soy feliz porque sé bailar y me arreglo tan perfectamente en la superficie de la vida. Y yo, amigo mío, me admiro de que tú estés tan desengañado del mundo, hallándote en tu elemento precisamente en las cosas más bellas y profundas, en el espíritu, en el arte, en el pensamiento. Por eso nos hemos atraído mutuamente, por eso somos hermanos. Yo te enseñaré a bailar y a jugar y a sonreír y a no estar contento, sin embargo. Y aprenderé de ti a pensar y a saber y a no estar satisfecha, a pesar de todo. ¿Sabes que los dos somos hijos del diablo?

–Sí, lo somos. El diablo es el espíritu; nosotros sus desgraciados hijos. Nos hemos salido de la naturaleza y pendemos en el vacío. Pero ahora se me ocurre una cosa: en el tratado del lobo estepario, del que te he hablado, hay algo acerca de que es sólo una fantasía de Harry el creer que tiene una o dos almas, que consiste en una o dos personalidades. Todo hombre, dice, consta de diez, de cien, de mil almas.

–Eso me gusta mucho –exclamó Armanda–. En ti, por ejemplo, lo espiritual está altamente desarrollado, y a cambio de eso te has quedado muy atrás en toda clase de pequeñas artes de la vida. El pensador Harry tiene cien años, pero el bailarín Harry apenas tiene medio día. A éste vamos a ver ahora silo sacamos adelante, y a todos sus pequeños hermanitos, que son tan chiquitines, inexpertos e incautos como él.

Sonriente, me miró ella. Y preguntó bajito, con la voz alterada:

–Y dime, ¿te ha gustado María? –¿María? ¿Quién es María?

–Esa con la que has bailado. Una muchacha hermosa, una muchacha muy hermosa. Estabas un tanto entusiasmado con ella, a lo que pude ver

–¿Es que la conoces?

–Oh, ya lo creo, nos conocemos muy bien. ¿Te importa mucho?

–Me ha gustado, y estoy contento de que haya sido tan indulgente con mi baile.

–¡Bah! Y eso es todo... Debieras hecerle un poco la corte, Harry. Es muy bonita y baila tan bien, y un poco enamorado de ella sí que estás. Creo que tendrás un éxito.

–Ah, no es esa mi ambición.

–Ahora mientes un poquito. Yo ya sé que en alguna parte del mundo tienes una querida y que la ves cada medio año para pelearte con ella. Es muy bonito por tu parte que quieras guardar fidelidad a esta amiga maravillosa, pero permíteme, no tomes esto tan completamente en serio. Ya tengo de ti la sospecha de que tomas el amor terriblemente en serio. Puedes hacerlo, puedes amar a tu manera ideal cuanto quieras, eso es cosa tuya. Pero de lo que yo tengo que cuidar es de que aprendas las pequeñas y fáciles artes y juegos de la vida un poco mejor; en este terreno soy tu profesora y he de serte una profesora mejor que lo ha sido tu querida ideal; de eso, descuida. Tú tienes una gran necesidad de volver a dormir una noche con una muchacha bonita, lobo estepario.

–Armanda –exclamé martirizado–, mírame bien, soy un viejo.

–Un joven muy niño eres. Y lo mismo que eras muy comodón para aprender a bailar, hasta el punto de que casi ya era tarde, así eras también muy comodón para aprender a amar. Amar ideal y trágicamente, oh amigo, eso lo sabes con seguridad de un modo magnífico, no lo dudo, todo mi respeto ante ello. Pero ahora has de aprender a amar también un poco a lo vulgar y humano. El primer paso ya está dado, ya se te puede dejar pronto ir a un baile. El boston tienes que aprenderlo antes todavía; mañana empezamos con él. Yo voy a las tres. Bueno, ¿y qué te ha parecido por lo demás esta música de aquí?

– Excelente.

–¿Ves? Esto es ya un progreso; te han servido las lecciones. Hasta ahora no podías sufrir toda esta música de baile y de jazz, te resultaba demasiado poco seria y poco profunda, y ahora has visto que no es preciso tomarla en serio, pero que puede ser muy linda y encantadora. Por lo demás, sin Pablo no sería nada toda la orquesta. El la lleva, la caldea.

* * *

Como el gramófono echaba a perder en mi cuarto de estudio el aire de ascética espiritualidad, como los bailes americanos irrumpían extraños y perturbadores, hasta destructores, en mi cuidado mundo musical, así penetraba de todos lados algo nuevo, temido, disolvente en mi vida hasta entonces de trazos tan firmes y tan severamente delimitada. El tratado del lobo estepario y Armanda tenían razón con su teoría de las mil almas; diariamente se mostraban en mí, junto a todas las antiguas, algunas nuevas almas más; tenían aspiraciones, armaban ruido, y yo veía ahora claramente, como una imagen ante mi vista, la quimera de mi personalidad anterior. Había dejado valer exclusivamente el par de facultades y ejercicios en los que por casualidad estaba fuerte y me había pintado la imagen de un Harry y había vivido la vida de un Harry, que en realidad no era más que un especialista, formado muy a la ligera, de poesía, música y filosofía; todo lo demás de mi persona, todo el restante caos de facultades, afanes, anhelos, me resultaba molesto y le había puesto el nombre de «lobo estepario».

A pesar de todo, esta conversión de mi quimera, esta disolución de mi personalidad, no era en modo alguno sólo una aventura agradable y divertida; era, por el contrario, a veces amargamente dolorosa, con frecuencia casi insoportable. El gramófono sonaba a menudo de una manera verdaderamente endiablada en medio de este ambiente, donde todo estaba templado a otros tonos tan distintos. Y alguna vez, al bailar mis
onesteps
en cualquier restaurante de moda entre todos los elegantes hombres de mundo y caballeros de industria, me resultaba yo a mí mismo un traidor de todo lo que durante la vida entera me había sido respetable y sagrado. Si Armanda me hubiera dejado solo, aunque no hubiera sido más que una semana, me hubiese vuelto a escapar muy pronto de estos penosos y ridículos ensayos de mundología. Pero Armanda estaba siempre ahí, aunque no la veía todos los días, siempre era yo observado, dirigido, custodiado, sancionado por ella; hasta mis furiosas ideas de rebeldía y de huida me las leía ella, sonriente, de mi cara.

Con la progresiva destrucción de aquello que yo había llamado antes mi personalidad, empecé también a comprender por qué, a pesar de toda la desesperación, había tenido que temer de modo tan terrible a la muerte, y empecé a notar que también este horrible y vergonzoso miedo a la muerte era un pedazo de mi antigua existencia burguesa y fementida. Este señor Haller de hasta entonces, el escritor de talento, el conocedor de Mozart y de Goethe, el autor de observaciones dignas de ser leídas sobre la metafísica del arte, sobre el genio y sobre lo trágico, el melancólico ermitaño en su celda abarrotada de libros, iba siendo entregado por momentos a la autocrítica y no resistía por ninguna parte. Es verdad que este inteligente e interesante señor Haller había predicado buen sentido y fraternidad humana, había protestado contra la barbarie de la guerra, pero durante la guerra no se había dejado poner junto a una tapia y fusilar, como hubiera sido la consecuencia apropiada de su ideología, sino que había encontrado alguna clase de acomodo, un acomodo naturalmente muy digno y muy noble, pero de todas formas, un compromiso. Era, además, enemigo de todo poder y explotación, pero guardaba en el Banco varios valores de empresas industriales, cuyos intereses iba consumiendo sin remordimientos de conciencia. Y así pasaba con todo. Ciertamente que Harry Haller se había disfrazado en forma maravillosa de idealista y despreciador del mundo, de anacoreta lastimero y de iracundo profeta, pero en el fondo era un burgués, encontraba reprobable una vida como la de Armanda, le molestaban las noches desperdiciadas en el restaurante y los duros malgastados allí mismo, y le remordía la conciencia y suspiraba no precisamente por su liberación y perfeccionamiento, sino por el contrario, suspiraba con afán por volver a los tiempos cómodos, cuando sus jugueteos espirituales aún le divertían y le habían proporcionado renombre. Exactamente lo mismo los lectores de periódicos desdeñados y despreciados por él suspiraban por volver a la época ideal de antes de la guerra, porque ello era más cómodo que sacar consecuencias de lo sufrido. ¡Ah, demonio, daba asco este señor Haller! Y, sin embargo, yo me aferraba a él y a su larva que ya iba disolviéndose, a su coqueteo con lo espiritual, a su miedo burgués a lo desordenado y casual (entre lo que había que contar también la muerte) y comparaba con sarcasmo y lleno de envidia al nuevo Harry que se estaba formando, a este algo tímido y cómico diletante de los salones de baile, con aquella imagen de Harry antigua y pseudoideal, en la cual, entretanto, había descubierto todos los rasgos fatales que tanto le habían atormentado entonces cuando el grabado de Goethe en casa del profesor. El mismo, el viejo Harry había sido un Goethe así burguesmente idealizado, un héroe espiritual de esta clase con nobilísima mirada, radiante de sublimidad, de espíritu y de sentido humano, lo mismo que de brillantina, y emocionado casi de su propia nobleza de alma. Diablo, a este lindo retrato le habían hecho, sin duda, grandes agujeros, lastimosamente había sido desmontado el ideal señor Haller. Parecía un dignatario saqueado en la calle por bandidos, con los pantalones hechos jirones, que hubiese debido aprender ahora el papel de andrajoso, pero que llevaba sus andrajos como si aún colgaran órdenes de ellos y siguiera pretendiendo lastimeramente conservar la dignidad perdida.

Una y otra vez hube de coincidir con Pablo, el músico, y tuve que revisar mi juicio acerca de él, porque a Armanda le gustaba y buscaba con afán su compañía. Yo me había pintado a Pablo en mi imaginación como una bonita nulidad, como un pequeño Adonis un tanto vanidoso, como un niño alegre y sin preocupaciones, que toca con placer su trompeta de feria y es fácil de gobernar con unas palabras de elogio y con chocolate. Pero Pablo no preguntaba por mis juicios, le eran indiferentes, como mis teorías musicales. Cortés y amable, me escuchaba siempre sonriente, pero no daba nunca una verdadera respuesta. En cambio, parecía que, a pesar de todo, había yo excitado su interés. Se esforzaba ostensiblemente por agradarme y por demostrarme su amabilidad. Cuando una vez, en uno de estos diálogos sin resultado, me irrité y casi me puse grosero, me miró consternado y triste a la cara, me cogió la mano izquierda y me la acarició, y me ofreció de una pequeña cauta dorada algo para aspirar, diciéndome que me sentaría bien. Pregunté con los ojos a Armanda, ésta me dijo que sí con la cabeza y yo lo tomé y aspiré por la nariz. En efecto, pronto me refresqué y me puse más alegre, probablemente había algo de cocaína en polvo. Armanda me contó que Pablo poseía muchos de estos remedios, que recibía clandestinamente y que a veces los ofrecía a los amigos y en cuya mezcla y dosificación era maestro: remedios para aletargar los dolores, para dormir, para producir bellos sueños, para ponerse de buen humor, para enamorarse.

Un día lo encontré en la calle, en el malecón, y se me agregó en seguida. Esta vez logré por fin hacerlo hablar.

–Señor Pablo –le dije; iba jugando con un bastoncito delgado, negro y con adornos de plata–. Usted es amigo de Armanda; éste es el motivo por el cual yo me intereso por usted. Pero he de decir que usted no me hace la conversación precisamente fácil. Muchas veces he intentado hablar con usted de música; me hubiera interesado oír su opinión, sus contradicciones, su juicio; pero usted ha desdeñado darme ni siquiera la más pequeña respuesta.

Me miró riendo cordialmente, y en esta ocasión no me dejó a deber la contestación, sino que dijo con toda tranquilidad:

–¿Ve usted? A mi juicio no sirve de nada hablar de música. Yo no hablo nunca de música. ¿Qué hubiese podido responderle yo a sus palabras tan inteligentes y apropiadas? Usted tenía tanta razón en todo lo que decía... Pero vea usted, yo soy músico y no erudito, y no creo que en música el tener razón tenga el menor valor. En música no se trata de que uno tenga razón, de que se tenga gusto y educación y todas esas cosas.

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