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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

El lobo estepario (16 page)

BOOK: El lobo estepario
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–¿Eres tú éste? –preguntó Armanda señalando mi nombre–. Pues te has proporcionado serios adversarios, Harry... ¿Te molesta esto?

Leí algunas líneas; era lo de siempre: cada una de estas frases difamatorias estereotipadas me era conocida hasta la saciedad desde hace años.

–No –dije–; no me molesta; estoy acostumbrado a ello hace muchísimo tiempo. Un par de veces he expresado la opinión de que todo pueblo y hasta todo hombre aislado, en vez de soñar con mentidas «responsabilidades» políticas, debía reflexionar dentro de sí, hasta qué punto él mismo, por errores, negligencias y malos hábitos, tiene parte también en la guerra y en todos los demás males del mundo; éste acaso sea el único camino de evitar la próxima guerra. Esto no me lo perdonan, pues es natural que ellos mismos se crean perfectamente inocentes: el káiser, los generales, los grandes industriales, los políticos, nadie tiene que echarse en cara lo más mínimo, nadie tiene ninguna clase de culpa. Se diría que todo estaba magníficamente en el mundo..., sólo yacen dentro de la tierra una docena de millones de hombres asesinados. Y mira, Armanda, aun cuando estos artículos difamatorios ya no puedan molestarme, alguna vez no dejan de entristecerme. Dos tercios de mis compatriotas leen esta clase de periódicos, leen todas las mañanas y todas las noches estos ecos, son trabajados, exhortados, excitados, los van haciendo descontentos y malvados, y el objetivo y fin de todo esto es la guerra otra vez, la guerra próxima que se acerca, que será aún más horrorosa que lo ha sido esta última. Todo esto es claro y sencillo; todo hombre podría comprenderlo, podría llegar a la misma conclusión con una sola hora de meditación. Pero ninguno quiere eso, ninguno quiere evitar la guerra próxima, ninguno quiere ahorrarse así mismo y a sus hijos la próxima matanza de millones de seres, si no puede tenerlo más barato. Meditar una hora, entrar un rato dentro de sí e inquirir hasta qué punto tiene uno parte y es corresponsable en el desorden y en la maldad del mundo; mira, eso no lo quiere nadie. Y así seguirá todo, y la próxima guerra se prepara con ardor día tras día por muchos miles de hombres. Esto, desde que lo sé, me ha paralizado y me ha llevado a la desesperación, ya que no hay para mí «patria» ni ideales, todo eso no es más que escenario para los señores que preparan la próxima carnicería. No sirve para nada pensar, ni decir, ni escribir nada humano, no tiene sentido dar vueltas a buenas ideas dentro de la cabeza; para dos o tres hombres que hacen esto, hay día por día miles de periódicos, revistas, discursos, sesiones públicas y secretas, que aspiran a lo contrario y lo consiguen.

Armanda había escuchado con interés.

–Sí –dijo al fin–, tienes razón. Es evidente que volverá a haber guerra, no hace falta leer periódicos para saberlo. Por ello es natural que esté uno triste; pero esto no tiene valor alguno. Es exactamente lo mismo que si estuviéramos tristes porque, a pesar de todo lo que hagamos en contra, un día indefectiblemente hayamos de tener que morir. La lucha contra la muerte, querido Harry, es siempre una cosa hermosa, noble, digna y sublime; por tanto, también la lucha contra la guerra. Pero no deja de ser en todo caso una quijotada sin esperanza.

– Quizá sea verdad – exclamé violento–, pero con tales verdades como la de que todos tenemos que morir en plazo breve y, por tanto, que todo es igual y nada merece la pena, con esto se hace uno la vida superficial y tonta. ¿Es que hemos de prescindir de todo, de renunciar a todo espíritu, a todo afán, a toda humanidad, dejar que siga triunfando la ambición y el dinero y aguardar la próxima movilización tomando un vaso de cerveza?

Extraordinaria fue la mirada que me dirigió Armanda, una mirada llena de complacencia, de burla y picardía y de camaradería comprensiva, y al mismo tiempo tan llena de gravedad, de ciencia y de seriedad insondable.

–Eso no lo harás –dijo maternalmente–. Tu vida no ha de ser superficial y tonta, porque sepas que tu lucha ha de ser estéril. Es mucho más superficial, Harry, que luches por algo bueno e ideal y creas que has de conseguirlo. ¿ Es que los ideales están ahí para que los alcancemos? ¿Vivimos nosotros los hombres para suprimir la muerte? No; vivimos para temerla, y luego, para amarla, y precisamente por ella se enciende el poquito de vida alguna vez de modo tan bello durante una hora. Eres un niño, Harry. Sé dócil ahora y vente conmigo, tenemos hoy mucho que hacer. Hoy no he de volver a ocuparme de la guerra y de los periódicos. ¿Y tú?

¡Oh, no! También yo estaba dispuesto a no preocuparme de nada.

Fuimos juntos –era nuestro primer paseo común por la ciudad– a una tienda de música y vimos gramófonos, los abrimos y cerramos, hicimos que tocasen algunos, y cuando hubimos encontrado uno de ellos muy apropiado y bonito y barato, quise comprarlo, pero Armanda no había terminado tan pronto. Me contuvo y hube de buscar con ella todavía una segunda tienda y ver y oír allí también todos los sistemas y tamaños, desde el más barato al más caro, y sólo entonces estuvo ella conforme en volver a la primera tienda y comprar el aparato que nos había gustado.

–¿Ves? –dije–. Esto lo hubiésemos podido hacer de modo más sencillo.

–¿Dices? Y entonces acaso hubiésemos visto mañana el mismo aparato expuesto en otro escaparate veinte francos más barato. Y, además, que el comprar divierte, y lo que divierte, hay que saborearlo. Tú tienes que aprender todavía muchas cosas.

Con un criado llevamos nuestra compra a mi casa.

Armanda observó atentamente mi gabinete, elogió la estufa y el diván, probó las sillas, cogió libros en la mano, se quedó parada bastante rato ante la fotografía de mi querida. Pusimos el gramófono sobre la cómoda, entre montones de libros. Y luego empezó mi aprendizaje. Ella hizo tocar un fox–trot, dio sola, para que yo los viera, los primeros pasos, me cogió la mano y empezó a llevarme. Yo marchaba obediente, tropezaba con las sillas, oía sus órdenes, no las entendía, le pisaba los pies y me mostraba tan inhábil como aplicado. Después de la segunda pieza se tiró sobre el diván, riendo como un niño.

–¡Dios mío, pareces de palo! Anda sencillamente, de modo natural, como si fueras de paseo. No es necesario que te esfuerces. Hasta creo que te has acalorado. Vamos a descansar cinco minutos. Mira, bailar, cuando se sabe, es tan sencillo como pensar y de aprender es mucho más fácil. Ahora comprenderás un poco mejor por qué los hombres no quieren acostumbrarse a pensar, sino que prefieran llamar al señor Haller un traidor a la patria y esperar tranquilamente la próxima guerra.

Al cabo de una hora se fue, asegurándome que la próxima vez habría de resultar mejor. Yo pensaba de otra manera y estaba muy desilusionado por mi inhabilidad y torpeza. A lo que me parecía, en esta clase no había aprendido absolutamente nada, y no creía que otra vez hubiera de ir mejor. No; para bailar había que tener condiciones que me faltaban por completo: alegría, inocencia, ligereza, impulso. Ya me lo había figurado yo hace mucho tiempo.

Pero mira, en la próxima vez fue la cosa, en efecto, mejor, y hasta empezó a divertirme, y al final de la clase afirmó Armanda que el fox–trot lo sabía yo ya; pero cuando sacó de esto la consecuencia de que al día siguiente tenía que ir a bailar a un restaurante, me asustó terriblemente y me defendí con calor. Con toda tranquilidad me recordó mi voto de obediencia y me citó para el día siguiente al té en el hotel Balances.

Aquella noche estuve sentado en casa queriendo leer y no pude. Tenía miedo al día próximo; me era terrible la idea de que yo, viejo, tímido y sensible solitario, no sólo había de visitar uno de esos modernos y antipáticos salones de té y de baile con música de jazz, sino que tenía que mostrarme allí entre extraños como bailarín, sin saber todavía absolutamente nada. Y confieso que me reí de mí mismo y me avergoncé en mi interior, cuando solo, en mi callado cuarto de estudio, di cuerda al aparato y lo puse en marcha y despacio y en zapatillas repetí los pasos de mi
fox
.

En el hotel Balances al otro día tocaba una pequeña orquesta, se tomaba té y whisky. Intenté sobornar a Armanda, le presenté pastas, traté de invitarla a una botella de vino bueno, pero permaneció inexorable.

–Tú no estás aquí hoy por gusto. Es clase de baile.

Tuve que bailar con ella dos o tres veces, y en un intermedio me presentó al que tocaba el saxofón, un hombre moreno, joven y bello, de origen español o sudamericano, el cual, como ella dijo, sabía tocar todos los instrumentos y hablar todos los idiomas del mundo. Este «señor» parecía ser muy conocido y amigo de Armanda, tenía ante sí dos saxofones de diferente tamaño, que tocaba alternativamente, mientras que sus ojos negros y relucientes estudiaban atentos y alegres a los bailarines. Para mi propio asombro, sentí contra este bello músico inofensivo algo como celos, no celos de amor, pues de amor no existía absolutamente nada entre Armanda y yo, pero unos celos de amistad, más bien espirituales; no me parecía tan justamente digno del interés y de la distinción sorprendente, puede decirse veneración, que ella mostraba por él. Voy a tener que hacer aquí conocimientos raros, pensé descorazonado.

Luego fue Armanda solicitada una y otra vez para bailar; me quedé sentado solo ante el té; escuché la música, una especie de música que yo hasta entonces no había podido aguantar. ¡Santo Dios, pensé, ahora tengo, pues, que ser introducido aquí y sentirme en mi elemento, en este mundo de los juerguistas y los hombres dedicados a los placeres, que me es tan extraño y repulsivo, del que he huido hasta ahora con tanto cuidado, al que desprecio tan profundamente en este mundo rutinario y pulido de las mesitas de mármol, de la música de jazz, de las cocotas y de los viajantes de comercio! Entristecido, sorbí mi té y miré fijamente a la multitud pseudoelegante. Dos bellas muchachas atrajeron mis miradas, las dos buenas bailarinas, a las que con admiración y envidia había ido siguiendo con la vista, cómo bailaban elásticas, hermosas, alegres y seguras.

Entonces apareció Armanda de nuevo y se mostró descontenta conmigo. Yo no estaba aquí, me riñó, para poner esta cara y estar sentado junto a la mesa de té sin moverme, yo tenía ahora que darme un impulso y bailar. ¿Cómo, que no conocía a nadie? Eso no hacía falta tampoco. ¿No había muchachas allí que me gustaran?

Le mostré una de aquellas dos, la más hermosa, que estaba precisamente cerca de nosotros y daba una impresión encantadora con su bonito vestido de terciopelo, con la rubia melena corta y vigorosa y con los brazos plenos y femeninos. Armanda insistió en que yo fuera inmediatamente y la solicitara. Yo me defendía desesperado.

–¡Pero si no puedo! –decía yo en toda mi desgracia– ¡Si al menos fuera un buen mozo joven y guapo! Pero un pobre hombre endurecido y viejo, que ni siquiera sabe bailar, se reiría de mí...

Armanda me miró despreciativa.

–Y si yo me río de ti ¿no te importa entonces? ¡Qué cobarde eres! El ridículo lo aventura todo el que se acerca a una muchacha. Esa es la entrada. Arriesga, Harry, y en el peor de los casos deja que se ría de ti, si no, se acabó mi fe en tu obediencia.

No cedía. Lleno de angustia, me levanté y me dirigí a la bella muchacha, en el preciso momento en que volvía a empezar la música.

–Realmente no estoy libre –dijo, y me miró llena de curiosidad con sus grandes ojos frescos–. Pero mi pareja parece quedarse allá arriba en el bar. Bueno, ¡venga usted!

La cogí por el talle y di los primeros pasos, admirado todavía de que no me hubiera despedido de su lado; notó pronto cómo andaba yo en esto del baile y se apoderó de la dirección. Bailaba maravillosamente, y yo me dejé llevar; por momentos olvidaba todos mis deberes y reglas de baile, iba nadando sencillamente, sentía las caderas apretadas, las rodillas raudas y flexibles de mi danzarina, le miraba la cara joven y radiante, le confesé que bailaba hoy por primera vez en mi vida. Ella sonreía y me animaba y contestaba a mis miradas de éxtasis y a mis frases lisonjeras de un modo maravillosamente insinuante, no con palabras, sino con callados movimientos expresivos, que nos aproximaban de un modo encantador. Yo apretaba la mano derecha por encima de su talle, seguía entusiasmado los movimientos de sus piernas, de sus brazos, de sus hombros: para mi admiración no le pisé los pies ni una vez siquiera, y cuando acabó la música, nos quedamos los dos parados y aplaudimos hasta que la pieza volvió a repetirse, y yo ejecuté otra vez el rito, lleno de afán, enamorado y con devoción.

Cuando hubo terminado el baile, demasiado pronto, se retiró la hermosa muchacha de terciopelo, y de repente hallé junto a mí a Armanda, que nos había estado mirando.

–¿Vas notando algo? –preguntó en son de alabanza–. ¿Has descubierto que las piernas de mujer no son patas de una mesa? ¡Bien, bravo! El fox ya lo sabes, gracias a Dios; mañana la emprenderemos con el boston, y dentro de tres semanas hay baile de máscaras en los salones del Globo.

Había un intermedio, nos habíamos sentado y entonces acudió también el lindo y joven señor Pablo, el del saxofón, nos saludó con la cabeza y se sentó junto a Armanda. Me pareció ser muy buen amigo suyo. Pero a mí, confieso, en aquel primer encuentro no acababa de gustarme en absoluto este señor. Hermoso era, no podía negarse, hermoso de estatura y de cara; pero otras prendas no pude descubrir en él. También aquello de los muchos idiomas le resultaba una futesa; en efecto, no hablaba absolutamente nada, sólo palabras como perdón, gracias, desde luego, ciertamente, haló y otras por el estilo, que efectivamente sabía en varias lenguas. No; no hablaba nada el «señor» Pablo, y tampoco parecía pensar precisamente mucho este lindo «caballero». Su ocupación era tocar el saxofón en la orquesta del jazz, y a esta ocupación parecía entregado con cariño y apasionamiento, alguna vez salía aplaudiendo de pronto durante el número o se permitía otras expresiones de entusiasmo; soltaba algunas palabras cantadas en voz alta, como «¡hooo, ho, ho, halo!». Pero por lo demás no estaba evidentemente en el mundo más que para ser bello, gustar a las mujeres, llevar los cuellos y corbatas de última moda y también muchas sortijas en los dedos. Su conversación consistía en estar sentado con nosotros, sonreímos, mirar a su reloj de pulsera y liar cigarrillos, en lo que era muy diestro. Sus ojos de criollo, bellos y oscuros, sus negros bucles no ocultaban ningún romanticismo, ningunos problemas, ningunas ideas; visto desde cerca era el bello semidiós exótico un joven alegre y un tanto consentido, de maneras agradables y nada más. Hablé con él de su instrumento y de tonalidades en la música de jazz; él no pudo por menos de darse cuenta de que tenía que habérselas con un viejo catador y conocedor de cosas musicales. Pero él no abordaba en modo alguno estas cuestiones, y mientras que yo, por cortesía hacia él, o más verdaderamente hacia Armanda, emprendía algo así como una justificación teórico–musical del jazz, se sonreía inofensivo de mí y de mis esfuerzos, y probablemente le era enteramente desconocido que antes y además del jazz había habido alguna otra clase de música. Era lindo, lindo y gracioso, sonreía de modo encantador con sus grandes ojos vacíos; pero entre él y yo parecía no haber nada común; nada de lo que para él venía a resultar importante y sagrado, podía serlo también para mi, nosotros veníamos de partes del mundo opuestas, no teníamos una sola palabra común en nuestros idiomas. (Pero más tarde me contó Armanda cosas maravillosas. Refirió que Pablo, después de aquella conversación, le dijo acerca de mí que ella debía tener mucho cuidado con este hombre, que era el pobre tan desgraciado. Y al preguntarle ella de dónde lo deducía, dijo: «Pobre, pobre hombre. Mira sus ojos. No sabe reír»).

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