El lobo de mar (24 page)

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Authors: Jack London

BOOK: El lobo de mar
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Así fui alejado sin más cumplidos de la toldilla, sólo para encontrar a Mugridge durmiendo estrepitosamente a causa de la morfina que le había dado. Tardé en volver a la cubierta, y cuando lo hice tuve la satisfacción de ver a miss Brewster en animada conversación con Wolf Larsen. Como he dicho, aquello me satisfizo. Seguía mi consejo. Y sin embargo, me sentía ligeramente molesto, herido, al ver que podía hacer lo que yo le habla rogado que hiciese y que tanto le había repugnado.

CAPITULO XXIII

Vientos favorables, que soplaron valientemente, impulsaron al Ghots hacia el Norte, en medio del rebaño de focas. Lo encontramos sobre el paralelo cuarenta y cuatro, en un mar desapacible y tormentoso, cruzado por la niebla que el viento empujaba infatigable. Durante muchos días no vimos el sol ni pudimos hacer observaciones; después el viento despejó la superficie del océano y nos permitió conocer nuestra posición. Tal vez seguiría un día claro, de buen tiempo, o tres o cuatro, pero luego volvería a envolvernos la niebla y nos parecería más espesa que antes.

El cazar era peligroso; no obstante, los botes bajaban cada día, y la oscuridad gris los tragaba, sin que volviésemos a verles hasta el anochecer, y a veces surgían mucho más tarde de las sombras, como si fuesen espectros marinos. Wainwright, el cazador que Wolf Larsen había robado juntamente con los hombres y el bote, se aprovechó de la ventana de este mar velado para huir— Una mañana, desapareció en la niebla que nos envolvía con sus dos hombres y ya no lo vimos más; pero pocos días después nos enteramos de que, pasando de goleta en goleta habían llegado a la suya.

Esto mismo es lo que había decidido yo hacer, pero la oportunidad no se ofrecía nunca. No formaba parte de las obligaciones del segundo el salir en los botes, y aunque agucé toda mi astucia, para conseguirlo, Wolf Larsen jamás me concedió este privilegio. De haberlo consentido, hubiese procurado, fuera como fuese, llevar conmigo a miss Brewster. Ahora, la situación había llegado a un período que me asustaba considerar. Yo evitaba voluntariamente pensar en ello, y sin embargo, este pensamiento surgía a todas horas en mi mente como un fantasma molesto.

En mis tiempos había leído novelas de marinos, en las que figuraba, inevitablemente, una mujer sola en una tripulación de hombres; pero ahora veía que nunca había comprendido el verdadero significado de tal situación, sobre la que tanto insistían los escritores y que explotaban tan bien. Ahora lo tenían delante de mí, y para que fuese más vital, esta mujer era Maud Brewster, que en estos momentos me encantaba personalmente como me había encantado a través de sus obras.

No se podía imaginar a otra mujer más descentrada. Era una criatura delicada y etérea, ondulante como un sauce, de movimientos gráciles y ligeros. Me parecía que no andaba o al menos como los demás mortales. Su flexibilidad era extrema y avanzaba con una suavidad indefinible que recordaba el vuelo de un pájaro de alas silenciosas.

Era como un objeto de porcelana, y yo estaba continuamente impresionado porque me figuraba que corría peligro su fragilidad. No he visto jamás un cuerpo y un espíritu ten perfectamente de acuerdo. Calificando sus versos, como lo han hecho los críticos, de sublimes y espirituales, se tendrá la descripción de su cuerpo.

Ofrecía un contraste sorprendente con Wolf Larsen. Eran dos tipos totalmente opuestos. Una mañana, les contemplé paseando juntos por la cubierta y les comparé a los extremos de la escala de la evolución humana: él, la culminación de la barbarie; ella el producto más delicado de la más refinada de las civilizaciones. Cierto que Wolf Larsen poseía una inteligencia poco común, pero carecía de dirección para el ejercicio de sus feroces instintos y no hacía sino convertirle en un salvaje más formidable aún. Tenía una musculatura poderosa, era un hombre macizo, y a pesar de que caminaba con la seguridad y derechura del hombre físico, su paso no tenía solidez. Su manera de levantar los pies y asentarlos de nuevo en el suelo traía a la memoria la selva virgen— Era felino, flexible y fuerte, siempre fuerte. Yo lo comparaba a un tigre enorme, a un valiente animal de rapiña. Otro tanto ocurría con su mirada, y el brillo penetrante que aparecía a veces en sus ojos era el mismo que había observado en los ojos de los leopardos enjaulados y de otras fieras de los bosques.

Pero aquel día, al verles pasear de arriba abajo, noté que era ella quien terminaba el paseo— Venían hacia mí que estaba de pie junto a la entrada de la escalera. Aunque ella no lo revelaba por ningún signo exterior, yo sentía en cierto modo, que estaba muy turbada. Hizo alguna observación fútil, mirándome, y rió con bastante ligereza; pero vi sus ojos volverse hacia los de Wolf Larsen involuntariamente, como fascinados, después se abatieron, más no tan de prisa que velaran la expresión de terror que los llenaba.

La causa de su turbación la hallé en los ojos del hombre, que de ordinario eran grises, fríos y duros y ahora se habían convertido en cálidos, suaves y dorados, bailando en ellos unas lucecillas que se oscurecían y apagaban, o se encendían hasta que toda la órbita quedaba inundada con aquel resplandor de llamarada. Quizá fuese debido a esto su color de oro pero el caso es que eran dorados, atractivos y dominadores, y al mismo tiempo amenazantes y violentos, expresando una demanda y un grito de la sangre que ninguna mujer, y mucho menos Maud Brewster, podía dejar de comprender.

El terror de la mujer me ganó a mí en aquel momento de miedo, el miedo más horrible que un hombre puede experimentar, y comprendí que la quería de una manera inefable— La convicción de este sentimiento surgió con el terror, y con el corazón oprimido por estas dos emociones que me helaban la sangre y al propio tiempo la agitaban tumultuosamente, me sentí arrastrado por una fuerza independiente y superior a mí mismo, y mis ojos se volvieron contra mi voluntad y se clavaron en los de Wolf Larsen. Pero él se había recobrado. El color de oro y las luces inquietas habían desaparecido. Cuando se inclinó bruscamente para marcharse, volvían a ser grises, fríos y acerados.

—Tengo miedo —murmuró temblando Maud Brewster—. Tengo miedo.

Yo también tenía miedo, y a causa de mi descubrimiento de cuánto ella significaba para mí, todo era confusión en mi mente, pero logré contestarle, completamente tranquilo:

—Todo se arreglará, miss Brewser. Tenga confianza en mí, que todo se arreglará.

Me respondió con una sonrisa agradecida, que acabó de abatir mi corazón, y empezó a bajar la escalera.

Durante un buen rato permanecí de pie donde ella me había dejado— Sentía la necesidad imperiosa de ajustarme a las circunstancias, de considerar la significación del cambio que había sufrido el aspecto de las cosas. Al fin había llegado el amor cuando menos lo esperaba y en las condiciones menos favorables. Claro que mi filosofía había reconocido siempre que inevitablemente, tarde o pronto, asomaría la llamarada del amor; pero los largos años de estudioso silencio me habían hecho desprevenido y desatento.

Y ahora había llegado. ¡Maud Brewster! Mi memoria retrocedió al pequeño tomo que había encima de mi escritorio, y vi ante mí, con toda precisión, la hilera de pequeños volúmenes colocados en mi librería. ¡Cuán gratos habían sido para mí cada uno de ellos! Cada año había llegado uno de la imprenta, representando el acontecimiento de la temporada— Ellos habían proclamado una afinidad de espíritu, y como tales los había recibido en una camaradería mental; pero ahora su lugar estaba en mi corazón.

¿Mi corazón? Me había invadido una reacción sentimental. Parecía como si hubiese salido fuera de mí y me contemplara incrédulo.

¡Yo, Humphrey van Weyden, estaba enamorado! Y de nuevo volvió a asaltarme la duda. Ahora que había llegado la felicidad, no podía creerlo. No podía ser tan afortunado— Era demasiado bueno, demasiado bueno para ser cierto. Acudieron a mi memoria las palabras de Symon:

Durante todos estos años he ido vagando

entre un mundo de mujeres, buscándote.

A veces me había considerado, efectivamente, fuera de la comunidad, como si se me hubiesen negado las pasiones eternas o pasajeras que yo veía y comprendía tan bien en los demás— ¡Y ahora había llegado! ¡Sin haber sonado en ello ni haberse anunciado! Caminaba a lo largo de cubierta, murmurando para mis adentros estas líneas deliciosas de mistress Browning:

Viví con visiones por toda compañía,

en lugar de hombres y mujeres, hace muchos años.

Y les hallaba, compañeros amables,

sin pensar en conocer otra música más dulce

que la que ellos ejecutaban para mí.

La música más dulce sonaba en mis oídos, y yo estaba ciego para todo y todo lo había olvidado. La ruda voz de Wolf Larsen me despertó.

—¿Qué demonios te pasa? —preguntó.

Yo había llegado hasta la proa donde se hallaban pintando los marineros, y al volver a la realidad vi que estaba a punto de volcar con el pie un bote de pintura.

—¿Es sonambulismo... —dijo— insolación?

—NO, indigestión —repliqué, y continué mi paso como si nada desagradable hubiese ocurrido.

CAPITULO XXIV

Entre los recuerdos más intensos de mi existencia se cuentan los de los acontecimientos ocurridos en el Ghost durante las cuarenta horas que sucedieron al descubrimiento de mi amor por Maud Brewster.

Empezaré anotando que a la hora de comer, Wolf Larsen hizo saber a los cazadores que en adelante comerían en la bodega. Esto era una cosa sin precedentes en las goletas dedicadas a la caza de focas, donde es costumbre considerar a los cazadores como oficiales, fuera de los asuntos de servicio No adujo razones, pero el motivo era sobradamente obvio: Horner y Smoke se habían permitido, en broma, dirigir una galantería a Maud Brewster, inofensiva para ella, pero que a él debió resultarle desagradable.

El anuncio fue recibido con un silencio hosco, y los otros cuatro cazadores miraron significativamente a los dos que habían sido la causa de su destierro. Jock Horner, reposado como de ordinario, no hizo el menor gesto; en cambio, la frente de Smoke se ensombreció con una oleada de sangre y abrió a medias la boca para hablar. Wolf Larsen se le quedó mirando con el brillo acerado de sus ojos, pero Smoke volvió a cerrar la boca sin haber dicho nada.

—¿Tienes algo que decir? —le preguntó, agresivo.

Era un desafío, y Smoke no lo quiso aceptar.

—¿Acerca de qué? —pregunté tan inocentemente, que Wolf Larsen quedó desconcertado y los otros sonrieron.

—¡Oh!, nada —dijo Wolf Larsen de mal humor—. Creí que deseabas registrar un puntapié.

—¿Acerca de qué? —volvió a preguntar Smoke, imperturbable.

Sus compañeros sonreían groseramente; el capitán hubiese podido matarle y no me cabe la menor duda de que hubiera corrido la sangre, de no haber estado presente Maud Brewster. A esto precisamente fue debido que Smoke se portara como lo hizo, pues era demasiado discreto y precavido para incurrir en el enojo de Wolf Larsen en ocasión en que este enojo pudiera expresarse en términos más enérgicos que palabras. No había que temer una riña, pero un grito del timonel contribuyó a salvar la tripulación.

—¡Humo a la vista! —se oyó a través de la puerta de la escalera, que estaba abierta.

—¿Por dónde? —gritó Wolf Larsen.

—Por la popa, señor.

—Quizá sea un ruso —sugirió Latimer.

A estas palabras los semblantes de los cazadores reflejaron inquietud. Un ruso no podía significar más que una cosa: un crucero. Los cazadores, aunque conocían muy vagamente la posición del barco, sabían, sin embargo, que se hallaban cerca del mar prohibido, y al mismo tiempo no ignoraban que la reputación de Wolf Larsen como cazador furtivo era notoria. Todos los ojos convergieron en él.

—Estamos completamente a salvo —les aseguró, con una carcajada—. Esta vez no hay minas de sal, Smoke. Pero os diré de qué se trata. Apostaría cinco contra uno a que es el Macedonia.

Nadie aceptó la oferta, y prosiguió.

—Por consiguiente, se pueden jugar diez contra uno a que nos amenaza algún disgusto.

—No, gracias —dijo Latimer—. No soy aficionado a exponer mi dinero, pero alguna vez me gusta intentarlo. No se han juntado nunca su hermano y usted sin que haya habido algo que lamentar, y a eso sí que juego veinte contra uno.

A estas palabras sucedió una sonrisa general, a la que se unió Wolf Larsen, y después continuó la comida tranquilamente, gracias a mí, pues me trató todo el rato abominablemente y me dirigió pullas en tono protector hasta que logró hacerme temblar de rabia mal contenida. Sin embargo, supe dominarme por consideración a Maud Brewster, pero me sentí recompensado cuando sus ojos se cruzaron con los míos durante un momento y me dijeron claramente, como si hubiesen hablado: "Sea usted valiente, sea usted valiente".

En la monotonía de aquel mar, un vapor era una grata interrupción, aumentada con la excitación del convencimiento de que se trataba del Macedonia y de Death Larsen, por lo que nos levantamos de la mesa para subir a cubierta. El viento y la mar gruesa que habíamos tenido la tarde anterior habían amainada durante la mañana, de manera que ahora era posible bajar los botes y cazar hasta anochecido. La caza prometía ser abundante. Desde la salida del sol habíamos corrido por un paraje completamente libre de focas y ahora navegábamos de nuevo en medio del rebaño.

El humo estaba aún varias millas a popa, pero se aproximaba rápidamente cuando bajamos los botes, que se diseminaron por el océano y emprendieron la carrera hacia el Norte. De vez en cuando se oían los disparos de las escopetas. Las focas eran numerosas, y el viento, que se debilitaba por momentos, parecía prometer una buena caza. Cuando salimos para alcanzar el último bote de sotavento, hallamos el mar totalmente alfombrado de focas dormidas. Estaban en derredor nuestro, en una abundancia nunca vista, tendidas cuan largas eran sobre la superficie, en grupos de dos o tres y durmiendo como perritos.

Bajo el humo que se acercaba, iba agrandándose el casco y la parte superior del buque. Era el Macedonia, Leí el nombre con los anteojos cuando pasó a una milla escasa de estribor. Wolf Larsen dirigió una mira. da feroz al barco, en tanto que Maud Brewster mostraba gran curiosidad.

—¿Dónde está el peligro que, según usted, nos amenazaba, capitán Larsen? —le preguntó alegremente.

El la miró divertido durante un momento y se le dulcificaron las facciones.

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