El lobo de mar (20 page)

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Authors: Jack London

BOOK: El lobo de mar
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A bordo del Cisco hallamos dos de nuestros botes con todos sus hombres a salvo, y con gran contento de Wolf Larsen y disgusto mío recogimos a Smoke, Nilson y Leach, del San Diego. Así, que al cabo de cinco días sólo nos faltaban cuatro hombres —Henderson, Holyoak, Williams y Kelly— y cazábamos de nuevo en los flancos del rebaño.

Mientras seguíamos hacia el Norte nos salieron al encuentro las terribles nieblas marinas. Todos los días se arriaban los botes y casi antes de que tocaran el agua desaparecían de nuestra vista. Desde el barco haciamos sonar el cuerno a intervalos regulares y cada quince minutos disparábamos un cañonazo. Continuamente perdíamos y encontrábamos botes, pues es costumbre que los recoja la goleta que antes los encuentra hasta que dan con la suya. Pero Wolf Larsen, como era de esperar, al faltarle un bote, tomó posesión del primero que halló extraviado y obligó a sus hombres a cazar con el Ghost, sin permitirles volver a su propia goleta cuando la divisaron. Recuerdo que al pasar su capitán a poca distancia y pedirnos noticias, Wolf Larsen forzó a los hombres a permanecer abajo apuntándoles con un fusil.

Thomas Mugridge, aferrado a la vida con extraña pertinacia, volvió pronto a cojear por allí, efectuando el doble trabajo de cocinero y grumete. Johnson y Leach seguían siendo insultados y golpeados lo mismo que antes, y tenían la certeza que sus vidas sólo durarían lo que durara la caza; el resto de los tripulantes vivían y eran tratados como perros por aquel patrón despiadado. En cuanto a Wolf Larsen y yo, nos llevábamos divinamente, aunque no me abandonaba la idea de que mi deber hubiera sido matarle. Me fascinaba de un modo indecible y me inspiraba un miedo absoluto; y, con todo, no podía imaginármelo como mortal. Había en él una resistencia como de perpetua juventud, que impedía representárselo muerto; únicamente podía suponerlo siempre vivo y dominador, luchando y destruyendo constantemente, pero sin perecer jamás.

Una de sus diversiones favoritas, cuando nos hallábamos en medio del rebaño y el mar estaba demasiado borrascoso para bajar los botes, consistía en embarcarse con dos remeros y un timonel, y en unas condiciones que los mismos cazadores juzgaban imposibles cobraba buen número de piezas, pues era excelente tirador. Esta exposición de su vida y esta lucha continua Por ella, contra fuerzas tan tremendamente superiores, parecía algo necesario a su existencia.

Yo aumentaba continuamente mis conocimientos de náutica y un día que tuvimos claro —cosa que ocurría ahora muy raras veces— tuve la satisfacción de dirigir y manejar el Ghost para recoger los botes. Wolf Larsen se hallaba postrado por uno de sus dolores de cabeza, y yo permanecía todo el día en el timón cruzando el océano tras el último bote de sotavento, halando y recogiéndole, lo mismo que a los otros cinco, sin órdenes ni insinuaciones de su parte.

Con mucha frecuencia teníamos temporales, pues aquella región era muy tormentosa y a mediados de junio nos sorprendió un tifón, el más memorable y el de mayor importancia para mi por los cambios que introdujo en mi porvenir. Este huracán debió cogernos en el centro de su movimiento circular, y Wolf Larsen salió de él hacia el Sur, primero con dos rizos en el foque y finalmente con los mástiles desnudos. Nunca hubiese imaginado que el mar fuese una cosa tan terrible. Las olas que habíamos encontrado hasta entonces no eran sino ligeras ondulaciones comparadas con éstas que median media milla de longitud y se alzaban, según creo yo, por encima de nuestro palo mayor. Eran tan enormes, que el mismo Wolf Larsen no se atrevía a virar, a pesar de que le impelían hacia el Sur y le alejaban del rebaño de focas.

Cuando el tifón amainó, debíamos hallarnos en la ruta de los buques que cruzan el Pacífico, y aquí, con gran sorpresa de los cazadores, nos encontramos rodeados de focas, probablemente un segundo rebaño, una especie de retaguardia, que aquéllos juzgaron la cosa más insólita. Se bajaron los botes y durante todo el día se oyeron disparos de fusil y hasta muy tarde se prolongó la despiadada matanza.

Acababa yo de tarjar las pieles del último bote, cuan_ do se acercó Leach en la oscuridad y me dijo en voz baja:

—¿Puede usted decirme, míster Van Weyden, a qué distancia se halla la costa y cuál es la situación de Yokohama?

Mi corazón saltó de alegría, porque comprendí lo que intentaba, y le di los informes requeridos: Oesnorueste y a quinientas millas de distancia.

—Gracias, señor —fue todo lo que dijo, y volvió a desaparecer entre las sombras.

Al día siguiente por la mañana faltaba el bote número 3, con Johnson y Leach. Igualmente se echaron en falta los depósitos de agua y las cajas de provisiones de los otros botes, así como también las camas y equipajes de los dos hombres. Wolf Larsen se puso furibundo. Soltó más vela y se lanzó en dirección Oesnorueste, llevando constantemente dos cazadores en lo alto de los mástiles que exploraban el mar en todos sentidos, en tanto él caminaba por la cubierta furioso como un león. Conocía demasiado mi simpatía por los fugitivos para encargarme de buscarles desde allá arriba.

El viento soplaba bastante, pero sin seguridad, y querer descubrir aquel bote exiguo en la inmensidad azul era como buscar una aguja en un pajar. Pero Wolf Larsen dirigió el Ghost de tal manera que se situó entre la tierra y los desertores, y una vez así, empezó a recorrer el espacio por donde él suponía debían pasar.

A la mañana del tercer día, acababan de dar las ocho, cuando bajó un grito de Smoke desde lo alto avisando que el bote estaba a la vista. Todos los hombres se asomaron a la barandilla— Del Oeste soplaba una brisa juguetona como una promesa de más viento, y a sotavento, a la inquieta luz plateada del sol naciente, aparecía y desaparecía un puntito negro.

Viramos en aquella dirección, corriendo en su busca. El corazón me pesaba como si hubiese sido de plomo; sentía por anticipado una angustia invencible, y cuando vi la llamada del triunfo asomar a los ojos de Wolf Larsen, se me oscureció la mirada y experimenté un impulso irresistible de abalanzarme sobre él. Tan desesperado estaba al pensar en las violencias que esperaban a Johnson y a Leach, que la razón debió abandonarme. Me deslicé hasta la bodega como una sombra, y en el preciso instante en que me disponía a subir con una escopeta cargada en las manos, oí una voz que decía: —¡Hay cinco hombres en el bote!

Me apoyé en la escalera, débil y tembloroso, en tanto se confirmaba la noticia con las observaciones de los otros hombres. Entonces mis rodillas cedieron y caí sobrecogido de espanto al pensar lo que había estado próximo a realizar; y cuando hube dejado el rifle y me encontré de nuevo sobre cubierta, di gracias a Dios.

Nadie notó mi ausencia— El bote estaba lo bastante cerca para comprobar que era mayor que ninguno de los de caza y de tipo completamente distinto. Cuando llegamos junto a él, se arriaron las velas y bajaron los vigías. Los ocupantes del bote recogieron los remos y esperaron a que viráramos para recogerles a bordo.

Smoke, que se hallaba ahora sobre cubierta y a mi lado, empezó a reír de una manera significativa. —¡Vaya una mezcla! —dijo en tono burlón.

—¿Qué pasa? —pregunté. Volvió a reír.

—¿No ve usted en el fondo del bote, a popa? ¡Qué no vuelva a matar una foca en mi vida, si no es una mujer!

Miré con más atención, pero no tuve la seguridad de ello hasta que no se levantaron exclamaciones de todos los lados. En el bote había cuatro hombres, y el quinto ocupante era, sin duda alguna, una mujer. Todos estábamos perplejos, excepto Wolf Larsen, que se hallaba muy contrariado evidentemente por no haber encontrado su bote con sus dos víctimas.

Arriamos el contrafoque; los remos hirieron el agua, y tras unos cuantos golpes, el bote estuvo a nuestro lado. Ahora, por primera ves, distinguí bien a la mujer. Se envolvía con una burda capa de Ulster, pues la mañana era fría, y no pude verle más que la cara y la mata de cabello castaño claro que asomaba por debajo de la gorra de marinero con que iba tocada. Los ojos eran grandes, oscuros y luminosos, la boca dulce y expresiva, y el óvalo de la cara, a pesar de que el sol y el aire salitroso le habían enrojecido la epidermis, era de una extrema delicadeza.

Se me antojó un ser de otro mundo. Hacía mucho tiempo que no veía a ninguna mujer, y estaba embobecido en una admiración tan grande, que me olvidé de mis deberes de segundo y ni siquiera ayudé a socorrer a los recién llegados. Cuando uno de los marineros la elevó hasta los brazos que Wolf Larsen le tendía, clavó sus ojos en nuestros semblantes curiosos y sonrió dulcemente y un poco divertida, como sólo sabe sonreír r una mujer; sonrisas como ésta ya no las recordaba yo, de tanto tiempo como no las veía.

—¡Míster Van Weyden!

La voz de Wolf Larsen me hizo estremecer bruscamente .

—¿Quiere acompañar abajo a esta dama y procurarle lo que necesite? Que se prepare la cabina desocupada de babor, encargue de ello al cocinero, y vea qué encuentra para esta cara; está horriblemente quemada;

Se apartó súbitamente de nosotros y comenzó a interrogar a los hombres que acababan de llegar. El bote quedó flotando, abandonado, a pesar de que uno de ellos lo llamó "una ignominia" estando tan cerca de Yokohama.

Esta mujer que yo acompañaba a popa me intimidaba extrañamente, además me sentía torpe. Por primara vez creí darme cuenta de lo delicada y frágil que es una mujer, y cuando la cogí del brazo para ayudarla a bajar la escalera me sorprendió su delgadez y suavidad. Bien es verdad que era una mujer esbelta y delicada, pero a mí me pareció de una esbeltez y delicadeza tan etéreas, que temí estrujarle el brazo con la sola presión de mi mano. Lo digo para explicar la primera impresión después de tan larga privación de la mujer en general y de Maud Brewster en particular.

—No es menester que se preocupe usted mucho por mí —protestaba cuando la hice sentar en la butaca de Wolf Larsen, que traje precipitadamente de su cabina—. Los hombres esperaban ver tierra de un momento a otro esta mañana, y esta noche tal vez hubiéramos llegado. ¿No lo cree usted así?

Su sencilla fe en el inmediato porvenir me volvió a la realidad. ¿Cómo explicarle la situación, hablarle del hombre que recorría los mares como el Destino, de todo aquello que a mí me había costado meses aprender? Pero le contesté honradamente:

—Si fuera otro el capitán, podría asegurarle que mafiana desembarcaría usted en Yokohama; pero es un hombre muy raro y le ruego que esté preparada para cualquier cosa... ¿comprende? Para cualquier cosa.

—Confieso que... apenas le entiendo —dijo titubeando, con expresión de inquietud, pero no de miedo, en los ojos—. Creo, según tengo entendido, que los náufragos son acreedores a toda suerte de consideraciones, y como eso es una cosa tan insignificante y estamos tan cerca de tierra...

—De todos modos, no sé nada —dije tratando de tranquilizarla—; quería únicamente prepararla a usted por si luego ocurre algo desagradable. Este hombre, este capitán, es un bruto, un demonio, y nunca sabe uno cuál será su próxima ocurrencia.

Yo empezaba a excitarme, pero ella me interrumpió con un "¡Oh, ya comprendo!", y en su voz había tal ;: cansancio, que sólo el pensar le costaba un esfuerzo. Estaba a punto de desmayarse.

Dejó de hacer preguntas y no me permití más observaciones, dedicándome tan sólo a cumplir la orden de Wolf Larsen, que consistía en tratarla con solicitud. Me movía como un ama de casa, preparando lociones calmantes para su piel quemada, registraba el depósito particular de Wolf Larsen en busca de una botella de oporto, que tenía la seguridad de haber visto, y dirigía a Thomas Mugridge en la forma de disponer la cabina desocupada.

El viento refrescaba rápidamente, tumbando al Ghost sobre un costado, y cuando el camarote estuvo preparado, empezaba el barco a saltar sobre las aguas, con movimientos agitados. Ya me había olvidado por completo de la existencia de Leach y Johnson, cuando de pronto bajó por la escalera como un trueno el grito de "¡Bote a la vista!". Era la voz inconfundible de Smoke que llegaba de lo alto del mástil. Dirigí una mirada a la mujer, pero se halla reclinada en la butaca con los ojos cerrados, vencida por un extremo cansancio. Dudé que hubiese oído nada, y resolví evitarle la vista de las brutalidades que indudablemente seguirían a la captura de los desertores. Puesto que estaba rendida de sueño, que durmiese.

Sobre cubierta se daban órdenes rápidas, se oyeron pisadas y el restallar de los rizos de las velas, cuando el Ghost, que corría en la dirección del viento, viró de bordo. Según se iban llenando las velas e inclinando el barco, resbalaba la butaca, y salté en el momento preciso para evitar que viniera al suelo la mujer que acabábamos de rescatar.

En sus ojos había demasiado sueño para expresar otra cosa que una leve sorpresa y turbación, cuando se levantó para seguirme tambaleándose y dando traspiés hasta su camarote. Al indicar a Thomas Mugridge que saliera y volviese a sus ocupaciones de la cocina, me hizo una mueca insinuante y se vengó divulgando entre los cazadores que yo estaba dando pruebas de ser "una excelente doncella".

Mientras iba de la butaca al camarote, la mujer se apoyó en mí pesadamente, y creo que por el camino volvió a quedarse dormida, pues cayó sobre la cama con una brusca sacudida de la goleta. Se despertó, sonrió somnolienta y volvió a quedarse dormida; y así la dejé, cubierta con un par de gruesas mantas de marinero y descansando la cabeza en una almohada traída de la cama de Wolf Larsen.

CAPITULO XIX

Cuando subí a cubierta, el Ghost corría inclinado sobre babor y atajando por barlovento a una cebadera conocida que abarloaba en nuestra dirección. Todos los hombres estaban allí porque comprendían que ocurriría algo cuando Leach y Johnson subieran a bordo.

Eran las cuatro. Louis viró a popa para relevar al timonel; la atmósfera estaba húmeda y noté que se había puesto el impermeable.

—¿Qué tendremos? —le pregunté.

—Una pequeña tormenta, señor —respondió—, con una rociada suficiente para mojarnos las agallas y nada más.

—Siento que les hayamos encontrado —dije, cuando una gran ola desvió la proa de un punto y el bote saltó a la altura de los foques, ofreciéndose a nuestra vista.

Louis repuso, temporizando:

—Creo que nunca hubiesen llegado a tierra, señor.

—¿Te parece? —pregunté.

—¿No ve usted eso? —una ráfaga había cogido a la goleta, y Louis tuvo que hacer girar el timón rápidamente para mantenerla fuera del viento—. De aquí a media hora no quedará a flote ni una sola de estas cáscaras de huevo. Para ellos ha sido una suerte que estuviéramos aquí y que podamos recogerles.

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