El lobo de mar (10 page)

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Authors: Jack London

BOOK: El lobo de mar
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—Entonces usted es un individualista, un materialista, y lógicamente un hedonista.

—Estas son palabras fuertes —dijo, sonriendo—. Pero ¿qué es un hedonista?

Cuando hube dado la definición, movió la cabeza aprobando.

—Y además —continué—, ¿es usted hombre a quien se pudiera confiar la cosa más insignificante donde hubiese posibilidad de que interviniese un interés egoísta?

—Ahora empiezas a comprender —dijo con viveza.

—¿Es usted un hombre que carece absolutamente de lo que el mundo llama moralidad?

—Eso es.

—¿Un hombre a quien hay que temer siempre...

—Así es precisamente.

—...como se teme a una serpiente, a un tigre o a un tiburón?

—Ahora me conoces —dijo—, y me conoces como soy generalmente conocido. Otros hombres me llaman "lobo".

—Usted es una especie de monstruo —añadí audazmente—. Calibán, a quien ha ponderado Setebos, obra lo mismo que usted en momentos de ocio, dejándose llevar por el capricho y la fantasía.

Su frente se ensombreció con la alusión. No la comprendió, y pronto entendí que no conocía el poema.

—Precisamente estoy leyendo a Browning —confesó—, y es muy fuerte. Aún estoy al principio y ya he perdido la paciencia.

Para no hacerme pesado, diré que traje el libro de su camarote y leí Calibán en voz alta. Estaba encantado. Aquélla era una manera primitiva de razonar y observar cosas que comprendía a fondo. Me interrumpía una y otra vez con comentarios y criticas. Cuando terminé, me lo hizo leer dos veces más. Nos pusimos a discutir filosofía, ciencia, evolución y religión. Revelaba la incorrección del hombre que ha aprendido solo, y al propio tiempo, fuerza es reconocerlo, la seguridad y rectitud de la inteligencia primitiva. La misma sencillez de sus razonamientos constituía su fuerza, y su materialismo era mucho más contundente que el sutil y complejo de Charley Furuseth. No es que yo, un convencido, según expresión de Furuseth, un idealista por temperamento, fuese a convencerme; pero ese Wolf Larsen asaltó los últimos baluartes de mi fe con un vigor que imponía respeto, por no decir convicción decidida.

Pasaron las horas; se acercaba el momento de cenar y la mesa no estaba puesta. Empecé a estar inquieto y agitado, y cuando Thomas Mugridge, desde lo alto de la escalera, me dirigió miradas de indignación, con el rostro pálido de coraje me dispuse a cumplir con mi obligación. Pero Wolf Larsen gritó.

—Cocinero, esta noche habrás de apretar; estoy ocupado con Hump, y procura arreglarte como puedas sin él.

Y de nuevo sucedió una cosa sin precedentes. Aquella noche me senté a la mesa con el capitán y los cazadores, mientras Thomas Mugridge nos servía y después lavaba los platos, debido todo ello a un capricho de Wolf Larsen, semejante a los de Calibán, y que, según me parecía, iba a ocasionarme disgustos. Durante este tiempo hablamos largamente, con gran contrariedad de los cazadores, que no entendían una palabra.

CAPITULO IX

Tres días de descanso, tres benditos días de descanso gocé al lado de Wolf Larsen, durante los cuales comí a la mesa de la cabina y no hice otra cosa que discutir sobre la vida, la literatura y el universo, en tanto que Thomas Mugridge, colérico y furioso, ejecutaba mi trabajo al mismo tiempo que el suyo.

—Cuidado con irritarle, y no te digo más —me advirtió Louis, un rato que estuvimos hablando sobre cubierta, mientras Wolf Larsen se hallaba ocupado resolviendo una pendencia entre marineros.

—Es imposible prever los acontecimientos —prosiguió Louis, respondiendo a mis requerimientos de una información más precisa. Ese hombre es tan contradictorio como las corrientes de agua o de aire. Nadie es capaz de adivinar jamás lo que se propone. Con él ocurre que crees conocerle bien, y piensas que a su lado te empuja una brisa favorable; pero de pronto se vuelve y se te echa encima como un huracán, rasgando todas tus velas y haciéndolas pedazos.

Así fue que no me sorprendió grandemente cuando estalló sobre mi cabeza la cólera presagiada por Louis. Wolf Larsen y yo habíamos sostenido una discusión acalorada —sobre la vida, por supuesto— y en un arranque de temeridad yo había emitido juicios severos acerca de él y de su vida. En realidad, lo que había hecho era sondarle y volverle el alma del revés, tan por completo y con la misma malignidad que él usaba con los demás. Probablemente mi manera de hablar incisiva es una de mis debilidades; pero aquel día, lanzando a los vientos toda prudencia, corté y desmenucé, hasta que conseguí ponerle como una fiera. Con la ira, el oscuro bronceado de su cara se puso negro y sus ojos se convirtieron en dos ascuas. De ellos había huido la razón y la serenidad, dejando lugar a la furia terrible de la locura. Había quedado al descubierto el lobo que había en él, pero este lobo estaba enloquecido.

Se me echó encima con un rugido sordo y me atenazó el brazo. Yo, aunque temblando interiormente de miedo, me había revestido de ánimo para hacerle frente, mas el vigor formidable de aquel hombre era superior a mi fortaleza. Me asió fuertemente por el bíceps con una sola mano y cuando aumentó la presión no pude resistir más y lancé un alarido. Levanté los pies del suelo, pues era imposible conservar la posición vertical y soportar aquella agonía. El dolor era demasiado intenso para que los músculos obedecieran a mi voluntad; me había machucado el bíceps como una pulpa.

Entonces pareció recobrarse, porque a sus ojos asomó un destello de lucidez y aflojó la presa con una risa breve que más parecía un gruñido. Caí al suelo completamente extenuado y él se sentó, encendiendo un cigarro y vigilándome como vigila el gato al ratoncillo. Al volver la cabeza, hallé en su mirada aquella curiosidad que ya había observado con tanta frecuencia, aquella extrañeza, aquella investigación, aquella interrogación eterna acerca de todo lo existente.

Finalmente, me levanté como pude y subí las escaleras. Había concluido el bienestar y ya no me quedaba otro remedio que volver a la cocina. Tenía el brazo izquierdo entumecido, como paralizado, y tardé muchos días en poder hacer uso de él; pero entes de que desapareciera el dolor y el envaramiento transcurrieron varias semanas; y hay que tener en cuenta que no había hecho sino poner la mano encima de mí brazo y apretar un poco.

No me había sacudido ni hecho violencia alguna, sólo había cerrado la mano con una presión firme. Pero hasta el día siguiente, cuando introdujo la cabeza en la cocina, como queriendo restablecerme en su gracia y preguntándome por el estado de mí brazo, no comprendí el daño que pudo haberme hecho.

—Podría haber sido peor —dijo sonriendo.

Del lebrillo de patatas que estaba yo mondando, cogió una con piel, grande y dura, cerró la mano sobre ella, apretó, y por entre los dedos chorreó la patata hecha una papilla. Volvió a tirar el resto de la pulpa en el lebrillo y se fue, con lo cual tuve una rápida visión de lo que hubiese sucedido si aquel monstruo llega a usar toda su fuerza conmigo.

A pesar de todo, aquellos tres días de descanso me habían sentado bien, pues había proporcionado a mí rodilla el reposo de que estaba tan necesitada. Me encontraba mucho mejor, la hinchazón había disminuido sensiblemente y la rótula parecía descender y volver a su sitio. Pero los tres días de descanso trajeron consigo también los disgustos que había previsto yo. La intención de Thomas Mugridge de hacérmelos pagar era bien manifiesta. Me trataba vilmente, me maldecía a todas horas y me acumuló su propio trabajo; aún hizo más; se aventuró a levantarme la mano, pero yo, que ya empezaba a embrutecerme, le enseñé los dientes de manera tan terrible que debió asustarle, porque retrocedió. Supongo que no sería muy halagador para mí el aspecto que debía ofrecer yo, Humphrey van Weyden, en aquella hedionda cocina de barco, encogido en un rincón sobre mí tarea y con el rostro levantado hacia aquel ser que estaba a punto de golpearme, mostrándole los dientes con el labio levantado como un perro, los ojos encendidos por el miedo y la impotencia y por el valor que el miedo y la impotencia infunden. No me gusta evocarlo; me recuerda con trazos demasiado violentos a una rata cogida en una trampa. No quiero pensar en ello. Fue eficaz, sin embargo, porque el puño suspendido sobre mí no descendió.

Thomas Mugridge retrocedió con una mirada tan llena de odio y tan viciosa como la mía. Eramos dos brutos enjaulados que nos enseñábamos los dientes. Su cobardía le impedía pegarme porque aún no me veía suficientemente abatido; así que buscó otro sistema para intimidarme. En la cocina no había sino un cuchillo, pero como a tal no valía nada. A través de largos años de uso y servicio, la hoja se había ido estrechando. Su aspecto era de una crueldad insólita y al principio temblaba cada vez que tenía que manejarlo. Johansen había prestado una piedra al cocinero y éste procedió a sacar filo al cuchillo. Lo hacía con gran ostentación, dirigiéndome al propio tiempo miradas significativas. Se pasaba el día afilando, en cuanto tenía un momento libre, sacaba la afiladera y el cuchillo, cuya hoja empezaba a tener la finura de una navaja. La probaba en la yema del pulgar y en la uña, se afeitaba los pelos del dorso de la mano, miraba el corte con agudeza microscópica, y siempre encontraba o fingía encontrar alguna ligera desigualdad. Entonces volvía a colocarlo sobre la piedra y a afilar, resultando todo ello tan cómico que de buena gana me hubiese reído a carcajadas; pero al mismo tiempo era aquello muy serio, pues adiviné que sería capaz de usarlo, ya que bajo aquella cobardía, lo mismo que me ocurría a mí, se ocultaba el valor de los cobardes, que le impulsaría a realizar aquello mismo contra lo que protestaba su naturaleza toda y que temía hacer.

—El cocinero afila el cuchillo para Hump— murmuraban los marineros, y algunos hacían chistes sobre ello.

A Mugridge le parecía esto bien y le complacía en extremo, sacudía la cabeza con misteriosa y cruel presciencia, hasta que George Leach, el antiguo grumete, aventuró algunas bromas groseras sobre este sujeto.

Ahora bien; este Leach era uno de los marineros que subieron a remojar a Mugridge después de haber jugado a las cartas con el capitán, y evidentemente había llevado a efecto su tarea con un afán que Mugridge no había olvidado, porque a las bromas siguieron palabras e insultos que envolvían con su lodo a todo el linaje. Mugridge amenazaba a Leach con el cuchillo que afilaba para mí, y éste se reía y continuaba con sus pullas propias de la pescadería de Telegraph Hill; pero antes de que él o yo nos hubiésemos dado cuenta, un golpe rápido del cuchillo le había cortado el brazo desde el codo a la muñeca. El cocinero retrocedió con una expresión endiablada en el rostro y sosteniendo el cuchillo ante él en actitud defensiva. Leach, sin embargo, no se inmutó a pesar de que la sangre de su herida caía sobre cubierta con la misma generosidad que el agua de una fuente.

—Ya te cogeré, cocinero —dijo—, y sabrás quién soy yo. No quiero precipitarme, pero cuando te coja procuraré que no tengas ese cuchillo.

Dicho esto se volvió, dirigiéndose a proa tranquilamente. Mugridge estaba lívido de susto por lo que había hecho y por lo que debía esperar más pronto o más tarde del hombre a quien había acuchillado. En cambio, su conducta para conmigo se hizo más feroz que nunca. A despecho de su miedo y de lo que había de cobarde en su hazaña, comprendía que aquello había sido para mí una lección práctica, y tornóse más insolente y dominante. A la vista de la sangre que habia hecho brotar nació en él un deseo rayano en la locura. Empezaba a ver rojo en cualquier dirección que mirara. La psicología de ello, es, por desgracia, muy enmarañada, y con todo yo leía los procesos de su mente con la misma claridad que en un libro impreso. Pasaron varios días, durante los cuales el Ghost siguió avanzando impulsado por el contraalisio, y en ellos juraría que la expresión de locura era cada vez mayor en los ojos de Thomas Mugridge. Confieso que empecé a sentir miedo, mucho miedo. De la mañana a la noche estaba afila que afila, y cuando probaba la aguda hoja, la mirada de odio que me dirigía era verdaderamente de un carnívoro. Me daba miedo volverle la espalda, y cuando salía de la cocina lo hacía caminando hacia atrás, con gran regocijo de marineros y cazadores, que se reunían para presenciar mis salidas. La situación era insoportable y había veces que temía perder la razón bajo aquel peso, cosa nada extraña en un barco lleno de locos y brutos. Cada hora, cada minuto de mi existencia, era un peligro. Yo era un alma angustiada, y sin embargo, no había de popa a proa otra que experimentara simpatía suficiente para venir en mi ayuda. A veces pensaba en abandonarme a la compasión de Wolf Larsen, pero la visión del diablo burlón que desde sus ojos interrogaba la vida y despreciaba, me obligaba con fuerza a refrenarme. Otras veces contemplaba el suicidio seriamente y necesitaba de todo el poder de mi filosofía optimista para apartarme de la borda en la oscuridad de la noche.

En varias ocasiones, Wolf Larsen trataba de envolverme en alguna discusión, pero yo le respondía con el mayor laconismo y le eludía. Finalmente, me ordenó que volviera a ocupar mi sitio en la mesa de la cabina por algún tiempo y dejara que el cocinero hiciese mi trabajo. Entonces le hablé francamente, diciéndole lo que Thomas Mugridge me hacía sufrir a causa de los tres días de favoritismo que me habían puesto en evidencia. Wolf Larsen me miró con ojos sonrientes.

—Por lo visto, tienes miedo, ¿eh? —dijo con desdén.

—Sí —contesté valiente y honradamente—, tengo miedo.

—Esto es lo que hacéis vosotros —exclamó casi enojado—. Os ponéis sentimentales con la inmortalidad del alma y teméis a la muerte. A la vista de un cuchillo afilado y de un cocinero cobarde, el apego a la vida se sobrepone a todas vuestras tonterías. En ese caso, querido amigo, quieres vivir eternamente. Eres un dios, y a Dios no se le mata. El cocinero no puede herirte. Estás seguro de resucitar. ¿Qué es lo que temes entonces?

Tienes delante de ti una vida eterna, eres millonario en inmortalidad, y un millonario cuya fortuna no puede perderse porque es tan imperecedera como las estrellas y tan infinita como el espacio o el tiempo. Es imposible que pierdas tu capital. La inmortalidad es una cosa sin principio ni fin. La eternidad, y aunque mueras ahora aquí, volverás a la vida después en algún otro sitio. Es muy hermoso eso de librarse de la carne para que el espíritu aprisionado en ella pueda tender sus alas y remontarse. El cocinero no te puede perjudicar, únicamente puede empujarte hacia el camino que debes hollar eternamente.

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