Authors: Jack London
Con los cazadores ya fue otra cosa. Familiarizados con el mar, aunque no todos en el mismo grado, me tomaban a broma. No expuse ninguna queja, pero Wolf Larsen exigió para conmigo la disciplina más estricta y mucho más respeto del que el pobre Johansen había recibido en vida; y después de varias riñas, amenazas y bastante gruñir, logró poner a los cazadores en cintura. De proa a popa era yo míster Van Weyden, y únicamente en privado me llamaba Hump Wolf Larsen.
En efecto, resultaba muy divertido eso; si por casualidad el viento barloaba algunos puntos, me decía Wolf Larsen al levantarse de la mesa; "míster Van Weyden, tenga usted la bondad de virar a babor. Y yo subía a cubierta, llamaba por señas a Louis, que me enseñaba lo que había que hacer. Pocos minutos después, habiendo digerido sus instrucciones y dominando bien la maniobra, procedía a ejecutar las órdenes recibidas. Recuerdo uno de los primeros ejemplos de esta clase, en que apareció en escena Wolf Larsen precisamente cuando había empezado yo a entrar en funciones. Fumaba un cigarro y se quedó observando en silencio hasta que la cosa estuvo efectuada, y entonces se llegó a popa por la parte de barlovento y se puso a mi lado.
—Hump —dijo—, perdón, míster Van Weyden, le felicito. Me parece que ya puede echar de nuevo a la tumba las piernas de su padre. Ha descubierto usted las suyas y ha aprendido a sostenerse con elles. Un poco de práctica con las cuerdas, con la navegación, y de experiencia con los temporales, y al final del viaje estará en condiciones para mandar cualquier goleta de cabotaje.
Durante el período que medió entre la muerte de Johansen y la llegada a la región de la caza, pasé las horas más agradables de mi navegación en el Ghost. Wolf Larsen se mostraba muy considerado, los marineros me ayudaban y ya no estaba en enojoso contacto con Thomas Mugridge; y puedo asegurar que según transcurrían los días iba sintiéndome secretamente orgulloso de mí mismo. A pesar de lo fantástico de la situación (un bigardo de tierra nada menos que segundo), yo la desempeñaba bastante bien, y durante aquel breve tiempo estuve satisfecho de mí, acabando por encariñarme con el vaivén del Ghost, que iba balanceándose a través del mar tropical, en dirección Noroeste, hacia el islote donde debíamos llenar de agua los toneles.
Mi felicidad, sin embargo, no era completa. Aquello no fue sino un período de menos sufrimientos que se deslizó entre un pasado y un porvenir de grandes penalidades. El Ghost por lo que a sus marineros se refería, era un barco infernal de la peor especie. Wolf Larsen no olvidaba el atentado de que había sido objeto y la paliza recibida en el castillo de proa, y de la mañana a la noche, y a veces de la noche al amanecer, se dedicaba a hacerles intolerable la vida.
Conocía bien la psicología de las cosas pequeñas, y con eso les fastidiaba hasta volverles locos. Le he visto hacer levantar de la cama a Harrison para que pusiera ; un pincel en su sitio y arrancar de su pesado sueño a las dos guardias de abajo para que le hicieran compañía y le vieran dormir. Cosas insignificantes, en verdad, pero que multiplicadas por las mil estratagemas ingeniosas de aquella inteligencia, hacen comprender fácilmente el estado mental de los hombres del castillo de proa.
Por supuesto que empezaron a rezongar y de continuo había pequeñas revueltas, pero entonces se repartían golpes, y siempre había dos o tres hombres curándose heridas recibidas de manos de la bestia humana que era su patrón. Una acción unánime se hacía imposible en vista del bien provisto arsenal que había en la bodega y la cabina. Leach y Johnson eran las dos víctimas predilectas del genio diabólico de Wolf Larsen, y el aspecto de profunda melancolía que ofrecía siempre el semblante de Johnson me llegaba al alma.
Con Leach ya era otra cosa. Este se asemejaba más a un animal de combate. Parecía poseído de un furor insaciable que no dejaba lugar para el dolor. Sus labios estaba siempre contraídos en un gruñido permanente, que a la sola vista de Wolf Larsen, aunque inconscientemente, creo yo, se hacia ruidoso, horrible y amenazador. Le seguía con los ojos como la fiera sigue a su guardián en tanto que el gruñido feroz resonaba en las profundidades de la garganta y salía vibrando por entre los dientes.
Recuerdo una vez que, estando Leach sobre cubierta, en pleno día, le toqué en el hombro antes de darle una orden. Se hallaba de espaldas, y al primer contacto de mi mano dio un respingo y se alejó de mí gruñendo y volviendo la cabeza. Por un momento me había confundido con el hombre a quien odiaba.
El y Johnson hubiesen matado a Wolf Larsen a la más leve oportunidad, pero esta oportunidad no se presentaba nunca. Wolf Larsen era demasiado prudente, y además carecían de armas adecuadas, pues con los puños solamente no tenían seguridad de vencer. Sólo una vez luchó Wolf Larsen con Leach, que no hizo más que retroceder como un gato montés, defendiéndose al mismo tiempo con dientes, uñas y puños, hasta quedar tendido sobre cubierta, agotado y desvanecido. Después de esto ya no volvieron a encontrarse frente a frente. Toda la maldad que había en Leach desafiaba la maldad de Wolf Larsen. De haberse presentado los dos al mismo tiempo sobre cubierta, se hubiesen enzarzado de nuevo entre juramentos y gruñidos. He visto a Leach lanzarse sobre Wolf Larsen sin avisarle. Una vez le arrojó su enorme cuchillo, y faltó poco para que le cortara la garganta. Otra vez dejó caer sobre él un pasador del palo de mesana. Y aunque a decir verdad era difícil acertarle con el balanceo del barco, la aguda punta del pasador, al bajar silbando desde setenta pies de altura, casi dio en la cabeza de Wolf Larsen, que en aquel momento salía de la escalera de la cabina, y se hundió más de dos pulgadas en el sólido entarimado de la cubierta. En otra ocasión entró furtivamente en la bodega y se apoderó de una escopeta cargada, pero fue sorprendido y desarmado por Kerfoot.
Yo me preguntaba por qué no le mataría Wolf Larsen y ponía fin a aquel estado de cosas; pero él se reía y parecía divertirse y excitarse con todo aquello, como si saboreara el placer que deben experimentar ciertos hombres al hacer de sus animales feroces sus favoritos.
—Esto da emoción a la vida —me explicaba— cuando se la domina. El hombre es jugador por naturaleza y la vida es su mejor postura, siendo mayor la emoción cuanto mayor es la desigualdad. ¿Por qué habría de negarme el placer de excitar el alma de Leach hasta el delirio? Precisamente le hago un favor; la fuerza de la sensación es mutua. Vive más regiamente que ningún hombre del castillo de proa, aunque él no se dé cuenta. Tiene lo que a ellos les falta: propósito y objeto; lucha para alcanzar un fin que le obsesiona, desea matarme y le mantiene la esperanza de conseguirlo. En realidad, Hump, vive una vida intensa y elevada. Dudo que haya vivido jamás tan de prisa y con tanta emoción como ahora, y puedes creer que le envidio cuando le veo en el paroxismo de la cólera y de la sensibilidad.
—¡Ah, pero eso es una cobardía, una cobardía! —exclamé—. Usted tiene todas las ventajas.
—¿Quién es el mayor cobarde de nosotros dos, tú o yo? —preguntó muy serio—. Si la situación es desagradable, tú te comprometes con tu conciencia formando parte de ella. Si fueras realmente grande, realmente sincero contigo mismo, unirías tus fuerzas a las de Leach y Johnson. Pero tienes miedo, tienes miedo, quieres vivir. La vida que hay en ti clama por vivir, cueste lo que cueste, y así vives ignominiosamente, eres desleal al mejor de tus ideales, pecas contra tu pequeño código despreciable y si hubiese infierno a él te dirigirías de cabeza. ¡Bah! Yo desempeño el papel más simpático. Yo no peco, porque soy fiel a los impulsos de mi vida; yo al menos soy sincero con mi alma, y eso es lo que no eres tú.
Sus palabras despertaban mi remordimiento. Quién sabe si, después de todo, estaba desempeñando yo un papel de cobarde. Cuanto más pensaba en ello, más me parecía que mi deber consistía en hacer lo que él me había aconsejado, en unir mis fuerzas a las de Leach y Johnson para procurar la muerte de Wolf Larsen. Creo que al llegar a este punto entró en juego la austera conciencia de mis antepasados puritanos, impulsándome a cometer acciones lúgubres y sancionando hasta el homicidio como un acto de justicia. Me detuve en esta idea. Librar al mundo de aquel monstruo sería una acción muy moral que haría a la humanidad, sería mejor y más feliz y le permitiría vivir más tranquila.
Lo meditaba largamente mientras estaba en la cama desvelado, viendo pasar en procesión interminable todas las circunstancias de la situación. Durante las guardias nocturnas, y cuando Wolf Larsen estaba abajo, hablaba con Johnson y Leach. Ambos habían perdido la esperanza, Johnson a causa de su abatimiento constitutivo, Leach porque había usado en vano toda su energía luchando y estaba agotado. Una noche, éste, en un momento de emoción, me cogió la mano y me dijo:
—Yo le creo a usted honrado, míster Van Weyden, pero continúe donde está y no hable. No diga sino lo que pueda saberse. Ya sé que nosotros podemos considerarnos muertos; pero con todo, quizá pueda alguna vez hacernos un favor si lo necesitamos.
Al día siguiente, al aparecer Wainwright Island a barlovento, Wolf Larsen, que había luchado con Johnson y Leach, al ser atacado por éste, y había acabado por zurrar a los dos les dijo:
—Ya sabes, Leach, que cualquier día te mataré.
Este le contestó con un gruñido.
—En cuanto a ti, Johnson, entes de que acabe contigo estarás tan harto de la vida que te tirarás al mar; y si no, al tiempo pongo por testigo.
—Eso es una sugestión —añadió, hablándome en voz baja—. Apuesto contigo la paga de un mes a que lo hace.
Yo había acariciado la esperanza de que sus víctimas encontrarían una oportunidad para huir mientras estuviésemos llenando los toneles de agua, pero Wolf Larsen había escogido bien el sitio. El Ghost se hallaba a media milla de una costa. desierta y acantilada, donde desembocaba una profunda garganta de paredes volcánicas y escarpadas, imposible de escalar. Y aquí, bajo su inspección inmediata, pues desembarcó él mismo, Leach y Johnson llenaron los pequeños toneles y los llevaron rodando hasta la playa. No tuvieron ocasión para intentar evadirse en uno de los botes.
Sin embargo, Harrison y Kelly hicieron una tentativa. Tripulaban un bote y su trabajo consistía en ir desde la costa a la goleta transportando un solo tonel cada vez. Precisamente, antes de comer salieron en dirección de la costa con un barril vacío, y alteraron el rumbo hacia la izquierda con el fin de rodear el promontorio que, avanzando en el mar, se interponía entre ellos y la libertad. Más allá de su base espumosa se hallaban las lindas aldeas de los colonizadores japoneses y los risueños valles que penetraban hasta el interior, y una vez en seguridad, los dos hombres podrían desafiar a Wolf Larsen.
Yo había observado que Henderson y Smoke vagaban toda la mañana por la cubierta, y ahora comprendí cuál era su objeto. Cogiendo los rifles, abrieron fuego deliberadamente contra los desertores. Aquello era un alarde de sangre fría de los tiradores. Al principio los proyectiles sólo desfloraron la superficie del agua a ambos lados del bote, pero viendo que los hombres continuaban bogando vigorosamente, la puntería se fue ciñendo más.
—Ahora voy a romper el remo derecho de Kelly —dijo Smoke, apuntando con más cuidado.
Con los anteojos vi cómo el tiro destrozaba la hoja del remo. Henderson hizo otro tanto, eligiendo el remo derecho de Harrison. El bote ya no pudo seguir luchando. Pronto quedaron inutilizados los dos remos restantes. Entonces los hombres trataron de remar con las astillas, pero también les fueron arrancadas de las manos, y no tuvieron más remedio que entregarse, dejando derivar el bote, hasta que otro, enviado desde la playa por Wolf Larsen, les remolcó y condujo a bordo.
Al atardecer levamos el ancla y continuamos el viaje. Ante nosotros no se ofrecía otra perspectiva, bien negra por cierto, que los tres meses de cacería en las regiones de las focas, y yo me puse al trabajo con el corazón entristecido. Sobre el Ghost parecía haber descendido un desaliento aplastante. Wolf Larsen estaba postrado en la cama por uno de aquellos dolores de cabeza tan extraños y agobiantes. Harrison se apoyaba indolentemente en el timón, como si le abrumara el peso de su propia carne. Los demás hombres permanecían tristes y silenciosos. Hallé a Kelly acurrucado junto a la escotilla de sotavento del castillo de proa, con la cabeza sobre las rodillas y en una actitud de indecible desesperación.
A Johnson le encontré tendido cuan largo era sobre el castillo y con los ojos fijos en la espuma que abría la gorja, y recordé horrorizado la sugestión de Wolf Larsen. Parecía que iba a producir su efecto. Traté de distraer al hombre de sus pensamientos mórbidos llamándole, pero sonrió tristemente y se negó a obedecer.
Cuando volvía a popa, se me acercó Leach.
—Voy a pedirle un favor, míster Van Weyden —dijo—. Si tiene usted la suerte de volver algún día a San Francisco, ¿querrá buscar a Matt McCarthy? Es mi viejo. Vive en la Colina, detrás de la panadería de Mayfair; tiene una tienda de zapatero remendón que todo el mundo conoce y no le será difícil encontrarle. Dígale que he vivido lamentando las penas que le he causado y las cosas que le he hecho—…y acabe diciéndole de mi parte que Dios le bendiga.
Asentí con la cabeza, pero le dije:
—Volveremos todos a San Francisco, Leach, y tú me acompañarás cuando vaya a visitar a Matt McCarthy.
—Quisiera poder creerle —contestó, estrechándome la mano—, pero me es imposible. Sé que Wolf Larsen acabará conmigo, y ya no me queda sino desear que sea cuanto antes.
Y cuando me dejó, sentí nacer el mismo deseo en mi corazón. Ya que había de suceder, que fuese pronto. El desaliento general me había envuelto también entre sus pliegues; lo peor parecía inevitable, y mientras paseaba hora tras hora por la cubierta, me sentía atormentado con las ideas repulsivas de Wolf Larsen. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Dónde estaba la grandeza de la vida al permitir aquella loca destrucción del alma humana? Esta vida era una cosa sórdida, y sin valor alguno, así que cuanto antes acabara, mejor sería. ¡Concluir de una vez con ella! Me incliné también sobre la barandilla y contemplé el mar ansiosamente, con la seguridad de que tarde o pronto habría de hundirme para siempre en las profundidades verdes y frías del olvido.
Aunque parezca extraño, a despecho de los presentimientos de todos, no ocurrió nada digno de mención en el Ghost. Corríamos en dirección Noroeste, hasta que divisamos la costa japonesa y encontramos el gran rebaño de focas. Viniendo de algún lugar remoto del ilimitado Pacífico, se dirigían en su emigración anual a los lugares remotos donde se reproducían. Nosotros las seguíamos en la misma dirección, matando y destruyendo, tirando los esqueletos a pedazos a los tiburones y salando las pieles que más tarde pudieran adornar los bellos hombros de las mujeres de las ciudades.