—O es eso, o se está quedando sin opciones.
—Quizá —dijo Micah, con las manos sobre el volante y mirando a su compañero de tantos años—. Pero ayer por la mañana, cuando lo estaba siguiendo, todas las personas con las que se encontraba lo miraban fijamente a la cara. El camarero, el portero, los huéspedes con los que se topaba en el vestíbulo. Si puede hacerse cargo de eso todos los días, puede soportar más golpes de los que piensas.
—¿Y se supone que eso debe impresionarme?
—Sólo digo que el objeto inmóvil es tan mortal como nuestra fuerza incontenible.
—Sí, pero la fuerza incontenible sigue siendo lo que la gente teme. Y hasta que no atrapemos a Boyle, la prefiero.
—… porque nos ha servido muy bien hasta ahora —dijo Micah.
—No lo entiendes. Aunque Boyle sepa que lo estamos buscando…
—… que lo sabe. Lo ha sabido durante años.
—Pero lo que él no sabe es que Wes se ha convertido de pronto en nuestra mejor zanahoria. Gira… allí —añadió O'Shea, señalando hacia la entrada del aparcamiento de dos plantas.
Girando en un extremo y ascendiendo a la segunda planta, no les llevó demasiado tiempo encontrar el oxidado Toyota negro de Wes. Micah frenó al ver el coche.
—Aparca allí —dijo O'Shea, señalando una plaza de aparcamiento libre en diagonal al Toyota.
Micah aparcó suavemente en la plaza libre. El coche de Wes se veía perfectamente a través de la ventanilla trasera del Chevy.
—Tenemos la zanahoria —dijo O'Shea—. Y los burros siempre la siguen.
Apiñándonos alrededor del pequeño monitor de rayos X, todos nos quedamos inmóviles mientras el guarda jurado señala la pantalla. El perfil rectangular de mi pin brilla con una tonalidad gris oscura. Justo debajo de él, las dos cabezas esculpidas oscilan como lágrimas gemelas. Pero lo más interesante de todo son las diminutas piezas de metal —son casi como astillas de un cristal roto— que brillan con un blanco intenso en el centro del rectángulo.
Todos entrecerramos los ojos, haciendo un esfuerzo para discernir lo que estamos viendo, hasta que el guarda aprieta un botón en su teclado y acerca la imagen. Las piezas —una antena enrollada, un chip y una pila de audífono aún más pequeña— aparecen claramente en la pantalla.
Como siempre, Rogo es el primero en abrir la boca.
—Hijos de…
Le pellizco el codo y lo fulmino con la mirada.
—Es… mi grabadora, completamente digitalizada; ya sabe, para que no se me olviden las buenas ideas —susurro, tratando de que suene como si tuviese dolor de garganta—. Genial, ¿eh?
—Los hacen incluso más pequeños que esos diminutos casetes —añade Rogo, captando rápidamente la idea.
—Mire, haga la prueba —le digo al guarda jurado mientras la cinta devuelve mi chaqueta. Doblándola sobre el brazo y acercándosela, levanto la solapa para que la examine. Me hace un gesto con la mano para indicarme que está todo bien.
Nos dirigimos de prisa hacia los ascensores y sonreímos falsamente como si todo estuviese perfecto. Por la forma en que Dreidel mueve los ojos hacia todos lados, su pánico es evidente. No lo culpo. Quienquiera que esté escuchando sabe lo que estaba haciendo en aquella habitación de hotel. Pero ahora no es el momento. Me vuelvo hacia el guarda, quien nos sigue con la mirada, luego miro el pin, que, presumiblemente, sigue transmitiendo.
«Espera», le digo a Dreidel alzando la palma de la mano. Sus ojos se mueven más de prisa aún. Cuando entramos en el ascensor, se muerde la uña manicurada del pulgar, incapaz de contenerse. Pero justo cuando está a punto de susurrar una respuesta, Rogo lo coge del brazo.
—¿Qué piso? —pregunta Rogo, inclinándose y haciendo una seña hacia arriba con la barbilla. En una esquina del ascensor, una cámara de seguridad nos vigila atentamente.
—Segundo —contesto con la mayor naturalidad posible.
—Hacedme un favor —añade Rogo—. Cuando tratemos con Lisbeth, intentemos ser inteligentes, ¿de acuerdo?
Nadie vuelve a hablar hasta que la puerta se abre en el segundo piso. Salimos y giro rápidamente a la izquierda, siguiendo la alfombra gris del pasillo principal. En la pared izquierda se encuentran las puertas cristaleras cerradas y los despachos privados de los principales editores del periódico. Nos dirigimos directamente hacia los cubículos que hay en la parte trasera.
—Todo esto es estúpido —susurra Dreidel mientras cubro el pin con la mano—. Deberíamos largarnos de aquí. Deshacernos de la chaqueta y olvidarnos de esto.
Por una vez, Rogo asiente.
—Tomémoslo como una señal, Wes. Que nosotros sepamos, ella sólo empeorará las cosas.
—Eso no puedes saberlo —susurro.
—Hola —nos llama Lisbeth, asomando la cabeza por encima del cubículo cuando nos acercamos. Ella capta instantáneamente nuestras reacciones—. ¿Qué es lo que…?
Me llevo un dedo a los labios y le indico que no hable. Sosteniendo la chaqueta en el aire, señalo el pin de la chaqueta y pronuncio en silencio la palabra «micro».
—Te agradezco nuevamente que puedas recibirnos —añado mientras ella se señala su propia oreja.
«¿Pueden oírnos?», pregunta moviendo sólo los labios.
Asiento y cuelgo la chaqueta en el respaldo de su sillón.
—Siento lo del aire acondicionado —dice Lisbeth, ya un paso por delante de nosotros mientras coge una gruesa carpeta de su escritorio—. Si queréis, podéis dejar las chaquetas aquí… —Antes de que podamos reaccionar, ella está fuera del cubículo y se aleja por el pasillo, agitando su cabellera roja y meciendo los brazos. Como lleva las mangas enrolladas, puedo ver las descoloridas pecas que cubren la mayor parte de sus antebrazos. Pisándole los talones, Rogo también las ve, pero no dice nada. La ama o la odia. Como ocurre siempre con él, no es fácil determinar sus sentimientos.
—Soy Rogo —dice, tendiendo la mano cuando se pone a su lado.
—Aquí —dice ella, ignorándolo y abriendo la puerta de una soleada sala de reuniones con tres paredes de cristal, cada una de ellas con cortinillas de lamas. Lisbeth recorre la habitación y, una a una, tira de los cordeles para cerrarlas. Hace lo propio con las persianas que cubren el ventanal que mira hacia el aparcamiento del frente del edificio. Tres segundos después, la luz del sol ha sido reemplazada por el zumbido monótono de los fluorescentes.
—¿Estás segura de que nadie puede oírnos?
—El consejo editorial se reúne aquí cada mañana para decidir a quién le arrancarán la piel a tiras. Se dice que revisan la sala una vez por semana buscando micrófonos ocultos.
A diferencia de Rogo o Dreidel, o incluso yo mismo, Lisbeth no se siente intimidada en absoluto. Hemos estado lejos del campo de batalla desde el día en que abandonamos la Casa Banca. Ella libra batallas públicas todos los días. Y es muy buena.
—¿Quién te dio ese pin? —pregunta Lisbeth una vez que nos sentamos a la amplia mesa ovalada.
—Claudia —balbuceo, refiriéndome a nuestra jefa de personal mientras golpeo accidentalmente la silla contra la estantería de fórmica negra que se apoya contra la pared—. Se lo dan a todo el que llega tarde…
—¿Crees que Claudia colocó el micrófono ahí? —pregunta Dreidel.
—Yo… yo no tengo ni idea —contesto, repasando mentalmente la reunión del día anterior—. Oren, Bev, incluso B.B. Pudo haber sido cualquiera de ellos. Sólo necesitaban tener acceso al pin.
—¿Quién fue el último que lo llevó? —pregunta Lisbeth.
—No lo sé, ¿Bev quizá? Oren jamás lo lleva. ¿Tal vez B.B.? Pero hacia el final de la semana, la gente a veces lo deja simplemente sobre su escritorio. Quiero decir, yo no me habría dado cuenta si alguien hubiera entrado en mi oficina y me lo hubiera quitado de la chaqueta…
—Pero instalar un micrófono en un objeto tan pequeño —dice Dreidel—. ¿No parece una tecnología demasiado avanzada para (sin ánimo de ofender, Wes) los ineptos del equipo B de la Casa Blanca?
—¿Adonde quieres llegar? —pregunto, ignorando su esnobismo.
—Tal vez tuvieron ayuda —dice Dreidel.
—¿De quién? ¿Del Servicio Secreto?
—O del FBI —sugiere Rogo.
—O de alguien que sabe descubrir secretos —dice Lisbeth, casi con excesivo entusiasmo. Por la forma en que sus dedos tamborilean en el borde de la carpeta, es evidente que tiene algo que decir.
—¿Tienes a alguien que cumple con los requisitos? —pregunta Dreidel con escepticismo.
—Dímelo tú —dice ella, abriendo la carpeta—. ¿Quién quiere oír la verdadera historia que se oculta detrás de un tío llamado El Romano?
Se parecía bastante al zumbido de una escalera mecánica o el chirrido monótono de una cinta transportadora de aeropuerto. Relajante al principio y luego enloquecedor por la repetición.
Ya había pasado casi media hora desde que oyera la voz chirriante de Wes a través del micrófono. Si tenía suerte, la espera acabaría pronto. Pero cuando El Romano recogió su coche de alquiler, se abrió paso entre el denso tráfico del aeropuerto y, finalmente, enfiló por Southern Boulevard, la línea sólo emitía el zumbido. De vez en cuando, cuando dos personas pasaban junto al cubículo de Lisbeth, conseguía captar el murmullo distante de una conversación. Luego volvía el zumbido.
Aferrando el volante mientras su coche blanco ascendía la rampa del Southern Boulevard Bridge, intentó relajarse con las vistas de color aguamarina del Intracoastal Waterway. Como siempre, surtió efecto, recordándole la última vez que había estado allí: durante el último año del mandato de Manning, pescando en el lago Okleechobee y cobrando sólo unas piezas inferiores a los cuatro kilos. No había duda, la lubina era más grande en Florida —en Washington una pieza de cuatro kilos se consideraba enorme—, pero eso no las hacía más fáciles de pescar. A menos que uno tuviese la paciencia suficiente.
Echando un vistazo al maletín de aluminio que descansaba abierto en el asiento contiguo, El Romano volvió a comprobar la intensidad de la señal del transmisor y se ajustó el audífono. Después de girar a la izquierda en Ocean Boulevard, no pasó mucho tiempo antes de que viese los últimos pisos del edificio de oficinas, cuadrado y acristalado, asomando por encima de las hojas verdes de los ficus que habían sido plantados allí para ocultarlo a la vista. Cuando volvió a girar hacia la izquierda supo que contaban con un sistema de seguridad. Pero lo que no sabía era que también contaban con dos coches de la policía, dos Chevy sin identificación, y una ambulancia a la entrada principal del edificio. No había duda de que el pánico iba en aumento.
El Romano aparcó cerca, cerró el maletín y se quitó el audífono. Wes era más listo de lo que habían pensado. Durante un tiempo no volvería a escuchar su voz. Pero ésa era la principal razón por la que había hecho el viaje. Tener paciencia estaba bien para pescar una lubina. Pero el modo en que se estaban desarrollando los acontecimientos indicaba que se imponía un enfoque más directo.
Del fondo del maletín, El Romano sacó su revólver SIG de 9 mm, lo amartilló y luego lo deslizó en la funda de cuero que le colgaba del hombro, bajo la chaqueta negra. Cerró la puerta del coche con un golpe sonoro y se dirigió resueltamente hacia la entrada principal del edificio.
—Señor, necesito su identificación —le dijo un oficial vestido con uniforme de sheriff y con acento del norte de Florida.
El Romano se detuvo, volviendo la cabeza hacia un lado. Tocándose el labio superior con la punta de la lengua, metió la mano dentro de la chaqueta…
—¡Las manos donde yo pueda…!
—Tranquilo —contestó El Romano al tiempo que sacaba una billetera negra de piel—. Estamos los dos del mismo lado. —Abrió la billetera y mostró un documento de identidad con una fotografía y una credencial dorada con la conocida estrella de cinco puntas—. Director suplente Egen —dijo El Romano—. Servicio Secreto.
—Joder, tío, ¿por qué no lo dijo? —preguntó el sheriff echándose a reír mientras se ajustaba la correa de su arma—. Estuve a punto de meterle unas cuantas balas.
—No hay necesidad de hacerlo —dijo El Romano, estudiando su propio reflejo al acercarse a las puertas cristaleras—. Especialmente en un día tan hermoso.
Una vez en el interior del edificio, se dirigió al mostrador de recepción y echó un vistazo al busto de bronce que había en un rincón del vestíbulo. No necesitó leer la placa grabada para identificar el resto.
«Bienvenido a las oficinas de Leland F. Manning. Ex presidente de Estados Unidos.»
—El Romano es un héroe —comenzó a decir Lisbeth, leyendo de una libreta de notas que había sacado del bolso—. O un soplón independiente, depende de tu tendencia política.
—¿Republicanos versus Demócratas? —pregunta Dreidel.
—Peor —aclara Lisbeth—. Gente razonable versus lunáticos despiadados.
—No te entiendo —le digo.
—El Romano es un I. C, un informador confidencial. El año pasado, la CIA le pagó setenta mil dólares por un soplo acerca del paradero de dos iraníes que estaban tratando de fabricar una bomba en Weybridge, a las afueras de Londres. Hace dos años le pagaron ciento veinte mil dólares para que los ayudase a seguir la pista de un grupo relacionado con al-Zarqawi que, supuestamente, estaba entrando gas VX de contrabando en Siria. Pero su mejor momento fue hace alrededor de una década, cuando le pagaban ciento cincuenta mil dólares por cada informe acerca de cualquier actividad terrorista que se desarrollase en Sudán. Ésas eran sus especialidades. Venta de armas, paradero de terroristas, arsenales… Él sabía muy bien cuál era la moneda de mayor valor.
—No estoy seguro de entender lo que quieres decir —dijo Rogo.
—Dinero, soldados, armas… todas las antiguas varas de medir para ganar una guerra han desaparecido —añade Lisbeth—. En el mundo actual, lo más importante que necesitan, y lo que más raramente poseen los militares, es un aparato de inteligencia bueno, sólido y de fiar. La información es fundamental. Y El Romano siempre la tuvo antes que los demás.
—¿Y quién dice eso? —pregunta Dreidel con evidente escepticismo. Después del tiempo que pasó en el Despacho Oval, él sabe que una historia sólo es tan buena como el investigador que tiene detrás.
—Uno de nuestros antiguos reporteros que solía cubrir las actividades de la CIA para
Los Ángeles Times
—replica Lisbeth—. ¿Es un periódico con suficiente prestigio para ti?
—Espera un momento —digo—. ¿Quieres decir que El Romano está de nuestro lado?