—Una víctima —aclara Dreidel mientras Claudia asiente agradecida.
—Exacto. Una víctima —repite ella, ya más segura—. Eso es todo lo que quería decir. Sólo que tú… tú no eres una víctima, Wes. Ni ahora, ni nunca —insiste como si eso lo hiciera posible. Pero, como cualquier político profesional, no permite que la disculpa se prolongue demasiado—. Dreidel, deja que te muestre la sala de voluntarios que hay en la parte de atrás; tiene ordenador, un teléfono. Estarás muy bien esta semana. Wes, sólo para que estés informado, he hablado con el Servicio Secreto esta mañana y me han dicho que no esperan ningún incidente, de modo que, a menos que se decida otra cosa, el programa es bastante similar.
—¿Bastante?
—Lo mantienen en casa la mayor parte del día. Ya sabes, sólo para estar seguros —dice, esperando relajar la situación. El problema es que, la última vez que Manning alteró el programa fue hace unos años, cuando pensaron que padecía cáncer de colon. A vida o muerte—. De modo que olvídate del chequeo —añade rápidamente, dirigiéndose a la puerta—. Aunque todavía te necesitará para ese asunto de Madame Tussaud esta noche en su casa.
Antes de que pueda decir nada, comienza a sonar el teléfono de mi escritorio.
—Si es un perio… —dice Claudia.
La miro fijamente.
—Lo siento —dice—. Es sólo que, si supieras la cantidad de llamadas que recibí anoche…
—Puedes creerme, he estado diciendo «no» toda la mañana —le digo mientras me saluda con la mano y abandona mi despacho. Dejo que el teléfono continúe sonando, esperando a que Dreidel siga sus pasos. Pero no se mueve.
—Claudia, estaré contigo en un momento —dice, sin moverse.
Lo miro con expresión de incredulidad.
—¿Qué coño haces aquí? —susurro.
Él me mira con la misma expresión de incredulidad.
—¿Bromeas? Te estoy ayudando.
El teléfono vuelve a sonar y miro la pantalla para ver quién llama. Dreidel no puede verlo desde su lado del escritorio. «Biblioteca Presidencial.»
—Podría ser la archivera —dice Dreidel, inclinándose hacia adelante para echar un vistazo—. Tal vez ya tiene los papeles de Boyle.
El teléfono vuelve a sonar.
—¿Qué, ahora no quieres esos papeles?
Miro el techo pero no puedo ignorar la lógica de sus palabras. Levanto el auricular y contesto:
—Wes al habla.
Dreidel se acerca a la puerta y se asoma al pasillo para asegurarse de que estamos solos.
—Hola, Wes —dice una voz suave a través de la línea—. Soy Gerald Lang, de la biblioteca. Me preguntaba si tenía un momento para que hablásemos de la exposición de los ayudantes del presidente…
Cuando Dreidel gira el cuello hacia el pasillo, una sonrisa súbita y falsa le ilumina el rostro. Ha visto a alguien.
—¡Holaaaa! —exclama, haciendo señas.
—¡Dreidel, no! —siseo, cubriendo el auricular con la mano. No necesito un circo para…
—¿Dreidel? —pregunta Lang—. También estaba tratando de localizarlo. Él fue ayudante de Manning en la Casa Blanca, ¿verdad?
Delante de mí, Bev y Oren abrazan a Dreidel formando un típico grupo a lo Mary Tyler Moore. Bev le aprieta con tanta fuerza que sus pechos implantados prácticamente aplastan la carta personalizada de Manning que lleva en las manos. El regreso del hijo pródigo. Pero mientras los observo cómo celebran el reencuentro, un dolor sordo se extiende por mi estómago. No son celos, ni envidia… No necesito que me pregunten acerca de Nico o cómo lo estoy llevando. Pero sí necesito saber por qué Dreidel, en medio del abrazo, sigue mirándome de reojo, estudiándome mientras hablo por teléfono. Sus ojos parecen cansados, las ojeras delatan escasas horas de sueño. Sea lo que sea lo mantuvo despierto hasta muy tarde.
—¿Wes, está ahí? —pregunta Lang desde el otro extremo de la línea.
—Sí, no, estoy aquí —contesto, dando la vuelta al escritorio—. Deje que… ¿puedo pensarlo un tiempo más? Con todo este asunto de Nico, todos vamos un poco de cabeza.
Cuelgo y vuelvo a mirar a mi amigo. Mi amigo que me consiguió este trabajo. Y me enseñó todo lo que sé. Y me visitó cuando… cuando sólo me visitaban Rogo y mis padres. No me importa lo que Rogo pueda decir. Si Dreidel está aquí es por una buena razón.
Con una palmada en la espalda de Oren y un beso en la mejilla de Bev, Dreidel se despide de ellos y regresa a mi despacho. Doblando una pierna debajo de las nalgas, me siento detrás de mi escritorio y estudio la sonrisa de su rostro. No hay duda. Ha venido a ayudar.
—De modo que no era la archivera, ¿eh? —pregunta—. ¿Qué hay de Lisbeth? ¿A qué hora debemos vernos con ella? —Como no le respondo de inmediato, añade—: Anoche… yo estaba allí, Wes. Dijiste que os reuniríais esta mañana.
—Y así es, pero…
—Entonces no seas estúpido. —Se acerca a la puerta y la cierra para que nadie nos moleste—. En lugar de ir corriendo como un par de imbéciles, asegurémonos por una vez de que estamos preparados. —Al ver mi reacción, añade—. ¿Qué? Quieres que te acompañe, ¿no?
—Sí, por supuesto —balbuceo, hundiéndome ligeramente en mi sillón—. ¿Por qué no habría de querer que me acompañaras?
Kingsland, Georgia
¿Y ese Thomas Jefferson?
—Una trinidad, ¿es que no lo ves? —preguntó Nico con las manos en la posición de las seis en punto sobre el volante. Señalando a Edmund el mapa que estaba extendido en el salpicadero añadió—: Washington, Jefferson, L'Enfant. Los Tres originales.
«¿Los tres originales qué?»
—Los Tres, Edmund. Desde los tiempos más remotos siempre han sido Los Tres. Los Tres que nacieron para destruir y, hoy, Los Tres que están aquí para salvar.
«De modo que Los Tres están persiguiendo a Los Tres, es como un círculo…»
—¡Exactamente, un círculo! —dijo Nico excitado, mientras cogía un bolígrafo de la visera que tenía delante—. Así es como eligieron el símbolo.
Sosteniendo el volante con una mano e inclinándose sobre el salpicadero, Nico dibujó frenéticamente en una esquina del mapa.
«¿Un círculo con una estrella?»
—Una estrella de cinco puntas, conocida también como pentagrama (el símbolo religioso más utilizado en la historia), vital para todas las culturas, desde los mayas hasta los egipcios y los chinos.
«Así que, en cierto modo, Washington y Jefferson desenterraron esto, ¿no?»
—No, no, no, presta atención, Washington era masón, y se decía que Jefferson también. ¿Realmente crees que no sabían lo que hacían? Esto no fue algo que ellos desenterraron. Esto fue algo que les enseñaron. Cinco puntas en la estrella, ¿lo ves? En la antigua Grecia, el cinco era el número del hombre. Y el número de los elementos: fuego, agua, aire, tierra y alma. Hasta la Iglesia solía utilizar el pentagrama, sólo tienes que mirar las cinco heridas de Jesús —dijo Nico, echando un vistazo al rosario de madera que se balanceaba del espejo retrovisor—. Pero cuando el símbolo está invertido se convierte en todo lo contrario. Un símbolo adoptado por las brujas, por lo oculto y por…
«… ¿los masones?»
—Lo entiendes, ¿verdad? ¡Sabía que lo entenderías, Edmund! Ellos han estado invocando ese símbolo durante siglos, colocándolo en sus edificios, sobre sus arcadas, incluso aquí —dijo Nico, golpeando el mapa con el dedo, señalando la manzana más emblemática de Pennsylvania Avenue.
«¿La Casa Blanca?»
—Lo intentaron durante siglos en todo el mundo. Fortalezas en España, castillos en Irlanda, incluso en las antiguas iglesias de piedra de Chicago. Pero para que la puerta se abriese necesitaban algo más que los símbolos y los conjuros precisos…
«… necesitaban poder.»
—Un poder supremo. Ésa fue la lección de las pirámides y los templos del rey Salomón, verdaderos centros de poder. ¡Incluso hoy los masones siguen considerando al rey Salomón su primer gran maestro! ¡Por esa razón han elegido a todos los grandes líderes de la historia! ¡El acceso al poder! ¡Sabía que tú lo entenderías! ¡El Señor sea alabado! —Al ver la reacción de Edmund, Nico apenas si pudo contenerse—. ¡Sabía que lo entenderías!
«Pero ¿cómo es posible que nadie en la Casa Blanca se diera cuenta de que había una puerta con un pentagrama encima?»
—¿Puerta? Las puertas pueden ser quitadas y reemplazadas, Edmund. Hasta la Casa Blanca ha sido quemada y renovada. No, para esto, los masones hicieron una marca más permanente… —Nico se volvió nuevamente hacia el mapa—. Sigue los puntos más destacables —explicó, trazando un círculo alrededor de cada uno de ellos—. Uno, Círculo Dupont, dos, Círculo Logan, tres, Círculo Washington, cuatro, Mount Vernon Square, y, cinco… —Levantó el bolígrafo y señaló el último punto—. 1,600 de Pennsylvania Avenue.
»E1 edificio es la puerta, Edmund. Lleva más de doscientos años delante de nuestras narices —añadió mientras unía los puntos. Igual que Los Tres habían hecho para él.
«¡Oh, Dios!»
—Dios no tuvo nada que ver con esto, Edmund. Fueron y son monstruos —explicó Nico—. Contra ellos estamos luchando. Para marcar el territorio, Jefferson incluso grabó su propio emblema.
En el borde del mapa, Nico comenzó a dibujar otra vez. Para su sorpresa, los ojos se le llenaban de lágrimas con cada trazo del bolígrafo. Era el único símbolo que jamás podría olvidar.
«¿Nico, estás bien?»
Nico asintió, apretando los dientes y negándose a mirar el símbolo que acababa de dibujar: el compás y la escuadra. «Recuerda las lecciones. Nada de lágrimas. Sólo la victoria.» Con la mirada fija en la carretera, le dio las coordenadas que había aprendido hacía muchos años.