—Comienza en el Capitolio y sigue con el dedo todo el trazado por Pennsylvania Avenue hasta llegar a la Casa Blanca —explicó Nico, sintiendo cómo la presión se acumulaba en su cráneo. «Lucha contra él. Lucha contra el monstruo»—. Ahora debes hacer lo mismo desde el Capitolio hasta Maryland Avenue, y sigue todo el camino hasta llegar al Jefferson Memorial, ¡su propio santuario! Ahora debes ir a Union Station y trazar una línea por la Louisiana Avenue, luego por el lado sur del Capitolio traza otra línea por Washington Avenue. Las líneas se encontrarán delante del Capitolio…
En esta ocasión, Edmund permaneció en silencio.
—El compás y la escuadra. El símbolo más sagrado de los masones…
«… señalando justo a la puerta de la Casa Blanca… todo ese poder en un solo lugar. ¿Por qué…? ¿Qué están haciendo? ¿Tratar de conquistar el mundo?»
—No —dijo Nico fríamente—. Están tratando de destruirlo. —Olvidando el dolor que le atenazaba el cráneo, añadió—: Bienvenido, Edmund, bienvenido a la verdad.
«No… no puedo creerlo.»
—Ésas fueron exactamente mis palabras… y también mis pensamientos.
«Pero hacer todo esto sin que nadie lo supiera…»
—¡Lo hicieron a la vista de todos! El 13 de octubre de 1792, la Logia Masónica Número 9 de Maryland colocó la primera piedra de la Casa Blanca durante una ceremonia llena de rituales masónicos. Mira, ¡es verdad! La inscripción en la placa de latón de esa piedra dice que fue colocada el día doce, ¡pero todos los libros de historia dicen que se colocó el día trece!
«Trece. El número de la Bestia.»
—Trece manzanas al norte de la Casa Blanca se encuentra el lugar donde levantaron la Casa del Templo, ¡el cuartel general nacional de los masones!
«¡Otra vez el trece!»
—Ahora entiendes su traición. ¡Han estado esperando durante siglos! Hace setecientos años, pensamos que se trataba del emperador del Sacro Imperio romano, al que la iglesia creyó su primer enemigo. Pero los masones supieron esperar. Esperar las señales. Esperar a que surgiera el verdadero poder del mundo. Prepararse. ¡Entonces llegaría el fin del mundo!
«O sea, que la puerta que intentaban abrir…»
—…la puerta del Infierno.
«¡Por supuesto! ¡Estaban tratando de liberar a las Criaturas para empezar con sus acciones! Nico, ¿tienes idea de lo que está pasando? ¡La Biblia lo profetiza! Comienza cuando llegan las Dos Bestias…»
—… llegan a través de anfitriones! Primero, un discípulo, un hombre del pecado…
«Ése es Boyle, ¿verdad? ¡El hombre del pecado!»
—Luego el Líder, un hombre de poder…
«¡Manning!»
—¡A través de él surgirá el Oscuro, la verdadera Bestia, para crear el reino más poderoso de todos!
«De modo que la Bestia que estaban tratando de liberar…»
—El Anticristo, Edmund. ¡Ellos quieren el Anticristo! ¡Si no fuese por Los Tres, ya estaría aquí! ¡Dime que lo entiendes! ¡Sin la presencia de Los Tres, la reelección de Manning era inminente! ¡El supremo poder en Manning! ¡Un hombre del pecado en Boyle! Y, juntos, las llaves para abrir la puerta!
«¡Los Tres originales dedicados a darle vida! ¡Los últimos Tres dedicados a destruirlo! ¡El alfa y el omega! ¡Su destino realizado!»
—¡Sí, sí, el destino, como en la Biblia! «Queridos niños, ¡llega el Anticristo! Ya está en el mundo.»
Nico gritó y la saliva manchó el parabrisas.
«De modo que la razón por la que disparaste a Boyle en lugar de a Manning…»
—¿En un coliseo de sus admiradores? ¿Rodeado por sus voluntarios? ¡La influencia de Manning estaba en su mejor momento! ¿Y si ése hubiera sido el catalizador para su despertar? No, como dijeron Los Tres, era mejor ir a por Boyle, que era… era… era… ¿Es que no lo entiendes? —gritó, aporreando el volante—. ¡Sin Boyle sólo habría una Bestia! ¡Una llave en lugar de dos! ¡Con una sola llave, la puerta no puede abrirse!
Nico no apartó la mirada de Edmund y luego volvió a concentrarse en la carretera. Respiraba agitadamente y todo su cuerpo temblaba. Haber permanecido en silencio durante tanto tiempo, para finalmente poderlo decir… apenas si podía recobrar el aliento.
—¡E… e… el hombre del pecado, igual que mi padre, siempre ha sido la señal! ¿Acaso… acaso no conoces el pecado de Boyle? —gritó Nico, jadeando agitadamente mientras las lágrimas afluían a sus ojos y nublaban la carretera. Se encorvó hacia adelante, aferrando el volante mientras una punzada seca le atenazaba el estómago—. ¿Lo que les hizo a sus propios…? ¿Y luego a mí…? —Se enjugó las lágrimas con un dedo y cayeron por sus mejillas, colgando como gotas de lluvia de su barbilla. «No luches —se dijo—. Agradece haberlo podido sacar de tu interior… Presta atención al Libro… Gracias, Madre… Gracias…»—. ¿Lo… lo entiendes? —le preguntó a Edmond con voz suplicante, su voz quebrándose con el acento de Wisconsin que había enterrado hacía muchos años—. La gente no sabe nada, Edmund. Maestro y alumno. Manning y Boyle —repitió, inclinándose sobre el volante—. Como padre e hijo. Por eso fui elegido. Por eso se llevaron a mi madre. Para ponerme a prueba, para detener a mi padre, para cerrar la puerta del diablo. Para mantener la puerta cerrada e impedir la llegada de la Gran Oscuridad.
En el asiento contiguo, Edmund no dijo una sola palabra.
—Po… por favor, Edmund, por favor, dime que lo entiendes…
Una vez más, Edmund permaneció callado. Tan callado como lo había estado durante las últimas cinco horas desde que salieron de la estación de servicio en Carolina del Sur.
Con el cinturón de seguridad cruzándole el pecho, Edmund estaba ligeramente inclinado hacia la derecha, con el hombro apoyado contra la puerta del pasajero. Sus brazos colgaban a un lado, la muñeca izquierda doblada sobre el regazo.
Cuando el camión atravesó el puente sobre el río St. Marys, un trozo de pavimento irregular hizo que la cabeza de Edmund se fuese hacia la derecha y se golpeara la frente contra el cristal de la ventanilla. Con cada nuevo desnivel, el camión se sacudía, Con cada sacudida, la cabeza de Edmund golpeaba una y otra vez la ventanilla.
—Lo sabía, Edmund —dijo Nico—. Gracias. Gracias por creer.
Pum… pum… pum. Como un martillo sobre un clavo rebelde, la cabeza de Edmund golpeaba contra el cristal. El ruido sordo era inevitable. Nico no se percataba de ello. Del mismo modo en que no se percataba de los chasquidos que producían los dedos ensangrentados de Edmund al pegarse y despegarse de los asientos. O de la cascada de sangre seca que se había precipitado sobre el pecho de Edmund desde la herida que Nico le había abierto en el cuello.
—Me alegra que lo entiendas —dijo Nico, recobrando el aliento y enjugándose las últimas lágrimas que bañaban sus ojos. Con una última sacudida, el camión abandonó el puente sobre el río St. Marys y cruzó la línea fronteriza del estado de Georgia. A la derecha había una señal de autopista, verde y anaranjada, desteñida. «Bienvenidos a Florida El estado del Sol.»
Una hora y media más tarde aparco el coche delante del First of America Bank, que alberga las oficinas de Rogo en el segundo piso. Cuando el coche se detiene con una ligera sacudida, Rogo sale lentamente por la puerta principal y se dirige al asiento del pasajero. Aún está enfadado porque voy a reunirme con Lisbeth. Pero eso no es nada en comparación con la cara de cabreo que pone cuando ve a Dreidel ocupar su asiento.
—¿Cómo está el mundo de las multas de tráfico? —pregunta Dreidel mientras baja el cristal.
—Igual que la política de Chicago —contesta Rogo, fulminándome con la mirada al tiempo que abre la puerta de atrás—. Completamente corrupto.
Las cosas no fueron mejor cuando se conocieron hace ya algunos años. Ambos abogados, ambos obstinados en sus opiniones, ambos demasiado testarudos para ver nada que no fuesen los defectos del otro.
Durante el resto del viaje, Rogo se hunde en su asiento mientras pasamos frente a las tiendas que flanquean la South Dixie Highway. De vez en cuando mira hacia atrás para asegurarse de que nadie nos sigue. Yo utilizo el espejo retrovisor para hacer lo mismo.
—Allí… —señala Dreidel como si yo no hubiese estado una docena de veces. Piso el freno y giro a la derecha hasta detenerme delante de nuestro punto de destino: el amplio edificio de oficinas blanquecino que ocupa casi toda la manzana. Justo frente al edificio hay una pequeña plaza con la estatua de una tortuga vestida con un traje negro y gafas de sol, tocando cómicamente un teclado eléctrico. Se supone que es divertido. Ninguno de nosotros se ríe.
—Aparca en la planta subterránea —dice Rogo, señalando el aparcamiento de dos plantas—. Cuanta menos gente nos vea, mejor.
Rogo me mira fijamente a través del espejo retrovisor. No se necesita ser un genio para entenderlo. Ya es bastante malo que estemos aquí. Pero es aún peor que haya traído a Dreidel con nosotros.
Sin embargo, Dreidel no parece enterarse del enfado de Rogo. Mira a través de la ventanilla y parece absolutamente concentrado en el enorme rótulo marrón que está parcialmente tapado por las columnas de falso cemento del edificio: «Palm Beach Post.»
—¿Estás seguro de que esto es inteligente? —pregunta Dreidel mientras el sol se pone en el horizonte y ascendemos al segundo nivel del aparcamiento.
—¿Se te ocurre un lugar mejor? —le pregunto.
Y ésa es la cuestión. No importa adonde vayamos, es muy fácil para cualquiera que quiera escucharnos. Pero aquí, en el corazón de… no me importa el poder que tengan —Manning, el FBI, incluso el Servicio Secreto— ninguno de ellos puede permitirse meterse con la prensa.
—¿Cuál es el plan para cuando ella nos deje con el culo al aire? —pregunta Rogo al entrar por la puerta principal del edificio que da a un vestíbulo con el suelo de mármol de color salmón y negro. Es su último intento desesperado de que desistamos de nuestro propósito. Dreidel asiente pero no aminora el paso. Igual que yo, él tiene un interés personal. Y basándome en lo que vi en su habitación del hotel, no quiere darle a Lisbeth otra excusa para poner su nombre en los titulares.
—Teléfonos móviles y buscas —dice una guarda jurado bronceado y canoso cuando nos acercamos al detector de metales y la máquina de rayos X. Coloco mi maletín en la cinta junto con mi móvil. Pero cuando paso por el arco detector de metales comienza a sonar una alarma que resuena en el amplio vestíbulo de mármol.
Me palpo buscando una pluma o…
—Su pin —dice el guarda jurado, señalando mi solapa.
Suspiro, resignado y retrocedo a través del detector de metales, me quito la chaqueta y la coloco sobre la cinta.
—Deberías deshacerte de ese pin —dice Dreidel a mi espalda—. Esas espantosas cabezas reducidas meciéndose como si…
—Eh, oigan —nos interrumpe el guarda jurado con la cabeza ladeada mientras estudia el monitor de los rayos X. Da unos golpecitos en la pantalla y tuerce el gesto—. Creo que les gustaría echar un vistazo a esto…
—Damas y caballeros, bienvenidos al Aeropuerto Internacional de Palm Beach —anunció la azafata a través de los altavoces del avión—. Por favor, permanezcan en sus asientos con los cinturones abrochados hasta que el avión se haya detenido por completo y el capitán apague la señal de los cinturones.
Presionando la hebilla metálica, El Romano se desabrochó el cinturón, buscó debajo del asiento que había delante de él y sacó un pesado maletín de aluminio con el logo del Servicio Secreto. Flexionó los pulgares para accionar las presillas que abrían la tapa. Del interior, encajado en un compartimento de espuma gris, sacó un pequeño transmisor que le recordó a las viejas radios de transistores que solía coleccionar su abuelo. Desenrollando un cable negro que envolvía el receptor, insertó el auricular en su oído derecho y accionó el interruptor de encendido.
«… deshacerte de ese pin» —dice Dreidel, su voz mucho más amortiguada que antes—. «Esas espantosas cabezas reducidas meciéndose como si…»
Al comprobar la recepción en la pantalla electrónica cuadrada, El Romano vio cuatro de las cinco barras digitales. No era diferente de un teléfono móvil con una batería mejorada.
«Eh, oigan —interrumpe una nueva voz—. Creo que les gustaría echar un vistazo a esto…»
El Romano colocó un dedo en su oído libre e hizo girar un dial para elevar el volumen. Sólo oyó silencio.
Por encima de su cabeza un timbre estridente resonó en el avión mientras una sinfonía metálica de cinturones desabrochados llenaba la cabina. Inmóvil en su asiento, El Romano elevó aún más el volumen del aparato. Todavía nada. Por un momento se oyó un murmullo, pero nada audible.
«¿Qué piso?», preguntó Rogo y su voz ahora llegó alta y clara.
«Segundo», contestó Wes.
«Hacedme un favor —añadió Rogo—. Cuando tratemos con Lisbeth, intentemos de ser inteligentes, ¿de acuerdo?»
Cerrando el maletín y siguiendo al resto de los pasajeros que ocupaban el pasillo, El Romano asintió. Que fuesen inteligentes era exactamente lo que había planeado.
—A ese chico hay que concederle mérito —dijo Micah, circulando mientras Wes, Rogo y Dreidel desaparecían en el interior del edificio de
The Palm Beach Post
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—¿A quién, a Wes? —preguntó O'Shea, observando desde el asiento del pasajero del Chevy alquilado por el gobierno—. ¿Por qué? ¿Porque corre a buscar ayuda?
—Lo ves, ahí lo subestimas. No creo que esté corriendo. Una vez dentro del edificio estará rodeado por un campo de fuerza que sabe que no podemos penetrar.